Por primera vez en varios años, y tras desoír los cánticos femeninos, el guerrero rebuscó en su alma y sacó de un prolongado letargo aquella misma voluntad indómita que llevara a su gemelo a menospreciar su fragilidad, el dolor e incluso la muerte para realizar sus aspiraciones. Rechinantes los dientes, incapaz de mantenerse erguido pero resuelto a no desfallecer, Caramon gateó a través del sotobosque.
Fue un gallardo esfuerzo que, desgraciadamente, no le condujo a ninguna parte. Al examinar la espesura, vio, en una especie de paralizada fascinación, una mano incorpórea que había brotado de la tierra y, con dedos glaciales y suaves como el mármol, se cerraba alrededor de su muñeca y le atraía hacia simas ignotas. Se debatió a la desesperada para liberarse, pero otras manos de análoga textura se abrieron paso en la hojarasca y le aprisionaron, le clavaron afiladas uñas en sus extremidades. Sintió que le succionaban. Los insinuantes coros de antes comenzaron de nuevo a envolverle y, al mismo tiempo, labios duros, córneos, le besaron en un rito maléfico. Su corazón se congeló.
—He fracasado —gimió.
—¿Caramon? —invocó alguien, con una nota de angustia.
El guerrero pestañeó.
—¡Tanis, ya vuelve en sí! —anunció el mismo personaje, ahora reconfortado.
El yaciente abrió los ojos y se tropezó con el rostro del semielfo, quien le estudiaba aliviado si bien a este sentimiento se mezclaban el asombro, cierta dosis de incredulidad y la más patente admiración.
—¡Tanis!
Sentándose tambaleante, entumecido aún por el pavor, el guerrero estrechó en sus brazos a aquel amigo de aventuras y le estrujó con fuerza, entre lágrimas.
—¡Mi viejo compañero! —le saludó el semielfo, y no pudo expresar su emoción porque el llanto sofocó, también en su caso, toda intentona.
—¿Cómo te encuentras? —intervino Tas, que no se había separado del guerrero mientras éste permaneció desmayado.
—Bien —informó el interpelado con un quebrado suspiro—. Eso creo.
—Tu hazaña ha sido la mayor prueba de valor que vi jamás en un hombre —ensalzó Tanis a su forzudo amigo y, solemne su porte, reculó para observarle acuclillado—. De valor… y de estulticia.
—Tienes razón —admitió Caramon, ruboroso, avergonzado—. Ya me conoces, en ocasiones me comporto de un modo irracional.
—¿Te conozco? —repitió el semielfo y, a fin de subrayar su duda, se rascó la barba. Escrutó la espléndida constitución del humano, su tez bronceada, la madurez y la entereza que se leían en sus pupilas—. ¡No puedo asimilarlo! —le imprecó—. Hace un mes te desplomaste a mis pies como un fardo, ebrio hasta la inconsciencia. ¡Casi te pisabas los rollos mantecosos del estómago! Y ahora…
—En la experiencia que me ha tocado sufrir —relató el luchador—, las semanas debían contarse como décadas. Es todo cuanto puedo revelarte. Pero ¿qué hacéis aquí? ¿Cómo me habéis sacado de esa escalofriante arboleda? —inquirió también él y, al lanzar una furtiva mirada atrás, distinguió los contornos de los robles al fondo de la calle y no pudo dejar de estremecerse.
—Fui yo quien di con tu paradero —le esclareció el semielfo, incorporándose y ayudando al conmocionado hombretón a hacer lo mismo—. Aquellas manos tiraban de ti, mi buen amigo. Presiento que no habrías hallado bajo esa tierra el reposo que mereces.
—Pero ¿cómo os internasteis vosotros? —volvió a interrogarle Caramon.
—Utilizando esta hermosa obra de orfebrería —bromeó Tanis, y le enseñó el argénteo brazalete.
—¿Y os escudó a ambos de esos engendros del Mal? Quizá…
—No te hagas ilusiones —se anticipó el semielfo a lo que el guerrero iba a proponer y embutió la joya en su cinturón mientras, receloso, espiaba a Tas, quien se había convertido en la viva estampa del candor—. Su aura mágica a duras penas me ha franqueado el acceso a esa malhadada espesura. En más de un momento he notado que su poder disminuía.
Se disolvió la jovialidad en los rasgos de Caramon.
—También yo recurrí al ingenio arcano que compartimos —comentó, más al kender que al semielfo, ya que este último ignoraba la existencia de tal artilugio—. Fue en vano, aunque no me decepcionó constatarlo porque lo intuí desde el principio. No nos salvaguardaría ni de los fantasmas de Wayreth, a todas luces más benignos. ¡Ni siquiera se transformó! Estuvo a punto de desmembrarse, así que renuncié. —Guardó unos segundos de silencio y, deformada la voz por la ansiedad, estalló—: ¡Tanis, debo llegar hasta la Torre! No voy ahora a desvelarte el secreto, pero un cúmulo de circunstancias me han hecho testigo del futuro, de las calamidades que arrasarán Krynn si no penetro en el Portal y freno a mi hermano cuando inicie el retorno. ¡Soy el único que puede interceptarle!
Sobresaltado por tanta vehemencia, el aludido posó una mano en el hombro del grandullón con intención de invitarle a la calma.
—Algo así me ha esbozado Tas —rememoró—. Pero creo que Dalamar, apostado ya junto al umbral, es más indicado… ¡En nombre de los dioses! —se interrumpió él mismo—. ¿Cómo vas a cruzar ese puente a la eternidad?
—No comprendes la situación, Tanis, porque es demasiado compleja y no soy libre de ilustrarte por diversos motivos, el primordial la escasez de tiempo —se disculpó el guerrero, con tal severidad que el semielfo parpadeó atónito—. A pesar de ello, he de pedirte que tengas fe en mi y que juntos discurramos un medio para colarme en el edificio.
—Acertaste, no entiendo nada —corroboró el héroe sin disimular su pasmo—. No obstante, prometo colaborar en todo cuanto sea preciso.
—Gracias, compañero —mascullo Caramon con plena sinceridad, hundiendo los hombros y ladeando la cabeza para significar no desencanto, sino lo mucho que le relajaba saberse respaldado—. He estado muy solo en todas mis peripecias, de no haber sido por Tas…
Desvió el semblante hacia el kender, pero éste había cesado de escucharles. Tenía las pupilas prendidas, en una especie de rapto, de la ciudadela flotante, que todavía se hallaba suspendida sobre la muralla. La lucha entre los dragones se había recrudecido y, en tierra, no se había zanjado precisamente a juzgar por las cenicientas columnas de humo que se alzaban en la zona sur de la ciudad, la barahúnda de aullidos y órdenes, el estruendo de las armas, los estampidos de cascos y, en síntesis, los fragores de toda índole.
—Estoy seguro de que una persona capacitada para gobernarla podría maniobrar esa nave aérea hasta la Torre —barruntó en voz alta, ojeándola con sumo interés—. Una mínima pericia y se deslizaría sobre el Robledal. Al fin y al cabo, la magia que la propulsa es de naturaleza perversa y la que cerca el bosque también. Se complementan más que neutralizarse. ¡Es tan grande! Me refiero a la plataforma voladora, no al paraje. Aun cuando existiera una incompatibilidad, impedir su avance requeriría un poder arcano muy grande.
—¡Tas!
El hombrecillo se volvió, y se vio enfrentado a dos pares de ojos que, centelleantes, le taladraban. Interpretando aquella común actitud como el prólogo de una reprimenda, se apresuró a defenderse.
—¡Yo no lo hice! ¡No ha sido culpa mía!
—Si pudiéramos catapultarnos al castillo, no habría que buscar más soluciones —sugirió Tanis, sin sacar de su error al kender.
—¡El ingenio! —bramó Caramon, sobreexcitado, a la vez que extraía el colgante de la camisola que vestía debajo de la armadura—. ¡Nos desplazaremos en un santiamén!
—¿Adónde? —le interrogó Tasslehoff, quien, pese a adivinar que algo se fraguaba, no se había percatado de que era él el inductor—. ¿A la mole flotante? —atinó de pronto, y sus iris irradiaron fulgores que los hacían equiparables a estrellas—. ¿Es ése vuestro proyecto? ¿De verdad, no me engañáis? ¡Será una aventura fabulosa! Estoy listo, podéis empezar con los preliminares. Pero Caramon —la sombra de un escollo nubló su exultación—, las facultades de ese artefacto sólo abarcan a dos personas. ¿Cómo subirá Tanis?