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El hombretón se aclaró la carraspera y se balanceó, incómodo, turbado. No hizo falta que se manifestara. La elocuencia de sus gestos no pasó inadvertida al kender.

—¡Oh, no! —se sublevó éste—. ¡Es una injusticia excluirme!

—Deploro tener que hacerlo —razonó el humano, mientras, con pulso inestable, metamorfoseaba la vulgar quincalla en un cerro cuajado de joyas—, pero deberemos sostener una cruenta batalla para abrir una brecha entre nuestros adversarios de ahí arriba.

—¡Quiero formar parte de esa expedición! Ha sido idea mía y, además, sabré pelear como el primero. —Para demostrar la validez de este aserto. Tasslehoff hurgó en su cinto y blandió el cuchillo que siempre portaba—. ¡He salvado tu vida, Caramon, y también la de Tanis! —reprochó a aquellos ingratos.

Al advertir, por la expresión que había adoptado el musculoso luchador, que no desarmaría su terquedad, el kender juzgó más prudente dialogar con el semielfo. Se echó implorante, teatral, a sus brazos, y argumentó:

—Quizá el ingenio funcione con tres. ¿Por qué no probamos suerte? Seríamos en realidad dos y medio, yo soy pequeño y peso poco. ¡A lo mejor la onda magnética no repara en mi presencia!

—No, Tas —rechazó asimismo el recién hallado compañero. Más abrupto que el hombretón, el barbudo personaje se desembarazó de su abrazo y se colocó frente a él para, estirando un incisivo índice y con una mirada que el kender conocía bien, prevenirle—: No me obligues a tomar medidas drásticas.

El amenazado se inmovilizó, con tal desolación reflejada en sus rasgos que Caramon, apiadándose, se arrodilló a su lado y le aleccionó cariñoso:

—Apelo a tu buen sentido, Tasslehoff, ya que tú mismo viste lo que acontecerá si fallamos. Necesito a Tanis, su vigor y las dotes innatas que posee como espadachín. Hazte cargo, te lo ruego.

El hombrecillo esbozó una sonrisa, que se quedó en un rictus.

—Sí, Caramon, es lógico que prefieras la ayuda del semielfo —se sometió—. Perdona mi arranque.

—Y, como acabas de decir, el plan se te ocurrió a ti —continuó consolándole el guerrero—. No podría concebirse una ayuda mejor.

Aunque este argumento pareció conformar a la criatura a quien iba dirigida, fue harto distinta la influencia que ejerció sobre la confianza de Tanis.

—Por alguna razón que no consigo determinar, eso es lo que me preocupa —refunfuñó y, mientras el gigantesco humano caminaba hacia él para partir, asumió un aire de extrema severidad y demandó del kender—: Tas, prométeme que te pondrás a salvo, nos aguardarás en el escondrijo que elijas y no te interferirás en este asunto. ¡Júrame que no crearás complicaciones!

Ante la imposibilidad de escabullirse con una evasiva, distorsionado el semblante a consecuencia de un remolino interior, el aludido se mordió los labios, juntó las cejas en una arrugada línea y anudó los mechones sueltos de su copete hasta enmarañarlos en auténticas greñas.

—Lo prometo —tuvo que acceder. Sin embargo, unos segundos después sus ojos se dilataron en una repentina inspiración y, tras soltar las hebras de su cabello, que se derramaron en desorden sobre la espalda, repitió—: Te lo prometo —con una ingenuidad tan aparente que el semielfo volvió a gruñir.

No había nada que pudiera hacer Tanis para inducirle a confesar la causa de tan súbito cambio, pues Caramon había comenzado a recitar el cántico y a activar los resortes del artilugio. Lo último que el héroe vislumbró, antes de sumergirse en las multicolores brumas de la magia, fue la imagen de Tasslehoff erguido sobre un pie y frotándose la pernera del calzón a la vez que, jovial, dedicaba a los viajeros una ancha sonrisa de despedida.

3

Un vuelo con incidentes

—¡Ígneo Resplandor! —se dijo Tasslehoff a sí mismo en cuanto Caramon y Tanis desaparecieron de su vista.

Girando sobre sus talones, el kender emprendió una carrera hacia el confín meridional de la urbe donde, a juzgar por la humareda y el griterío, la lucha era más encarnizada. «Lo más probable —razonó— es que los dragones también batallen en esa zona».

De repente, en plena marcha, el hombrecillo descubrió una laguna en su proyecto, una imprevisión hija de la prisa. Se detuvo y, atisbando el cielo abarrotado de reptiles que, con inusitada fiereza, hincaban las zarpas en las escamas de los adversarios, mordían las partes más blandas o les arrojaban sus abrasadoras llamaradas, farfulló:

—¡Qué fastidio! ¿Cómo voy a reconocerle en ese revoltillo?

Tragó aire en una honda, exasperada inhalación, y le sobrevino un espasmo de tos. Estudió entonces los contornos, y comprobó que el ambiente estaba en extremo viciado a la vez que las alturas, antes pintadas de gris bajo el tamiz impuesto al alba por los nubarrones, se había investido ahora de fulgores encarnados. Palanthas ardía.

—No es éste un lugar seguro donde refugiarse —musitó—. Tanis me ha recomendado que busque un escondrijo que ofrezca garantías, y yo sólo me sentina a salvo junto a ellos, mis amigos. Dado queahora se encuentran en la ciudadela y que, por añadidura, se habrán metido en un sinfín de enredos, lo que he de hacer es volar a su lado. ¡No soporto la idea de quedar acorralado en una ciudad incendiada, hervidero de pillajes y otros desafueros!

Meditó con ahínco, y al rato halló una respuesta.

—¡Ya lo tengo! —exclamó—. Rezaré a Fizban. Escuchó mis preces en un par de ocasiones y, aunque su sistema no es del todo ortodoxo, nada pierdo intentándolo.

Al distinguir a una patrulla de draconianos al fondo de la avenida, Tas se internó en una calleja lateral y se agazapó detrás de un montículo de escombros no por temor sino, según él mismo susurró, porque no deseaba ser interrumpido. Así resguardado, alzó los ojos a la bóveda celeste y recitó esta plegaria:

—Fizban, préstame mucha atención. «Si no salimos del apuro, ya podemos tirar la plata al pozo y unirnos a las gallinas». Mi madre solía utilizar este viejo axioma y, pese a que no acabo de comprender a qué se refería, no me negarás que lo de la joya y la volatería suena a ruina absoluta. Necesito desplazarme junto a Tanis y Caramon, quienes, como sabes, no podrán arreglárselas sin mí. Y para ir hasta ellos, he de rogarte que pongas a mi disposición uno de esos reptiles alados. No te quejes, no es mucho pedirle a alguien con tus recursos. Estarías en tu derecho a disgustarte si solicitara que me propulses mediante un colosal salto, pero he preferido mostrarme comedido. Mándame un dragón, uno de los múltiples que debes de gobernar. Nada más.

Aguardó unos instantes. Al ver que nada ocurría, espió el cielo en actitud inquisitiva y esperó un poco más. Siguió sin obrarse el milagro.

—De acuerdo, pactaremos —propuso y, en un acto de humildad, confesó—: Admito que me apetece mucho visitar la ciudadela, incluso renunciaría para hacerlo al contenido de un saquillo… o de dos. Ya te he revelado toda la verdad y, por otra parte, te recuerdo que siempre era yo quien te restituía el sombrero cuando lo extraviabas.

A despecho de su magnánimo gesto, y de haber refrescado la memoria del extravagante mago, no se personó ningún dragón. El hombrecillo resolvió desistir. De modo que, tras cerciorarse de que la patrulla enemiga había pasado de largo, salió de su parapeto de inmundicia y del callejón para situarse de nuevo en la ancha avenida.

—Supongo, Fizban —hizo una última tentativa—, que estás muy atareado y…

En aquel preciso momento, el suelo se convulsionó bajo sus pies e invadió el aire un aluvión de rocas y adoquines fragmentados, a la par que un fragor semejante a un trueno removía los cimientos mismos de las casas. Pero tan pronto como empezó el ensordecedor estruendo se acalló, sumiendo la avenida en un silencio sepulcral.