—El noroeste es un único sentido, y muy concreto —empezó a explicarle Tasslehoff.
—No importa —rectificó—, visualiza tú el norte y yo transmitiré la orden del oeste. Quizá así surta efecto.
Cerrando los ojos, el hombretón exhaló el suspiro del derrotado y se reclinó contra el muro.
—¿Qué te parece, Tanis, les auxiliamos?
—No hay tiempo —contestó el aludido, también desazonado pero con la espada en alto—. Ahí vienen.
Se refería a los soldados de piel escamosa, que se habían reagrupado. Pero la muerte de su adalid y su absoluta incapacidad para entender lo que estaba aconteciendo en su ciudadela hizo que éstos, desconcertados, se contentaran con mirarse de hito en hito entre sí y al enemigo. Durante este lapso de inactividad el castillo alteró, por enésima vez, su trayectoria, ahora hacia el noroeste y cayendo durante varios metros, como si lo zarandeara una huracanada ráfaga.
Los miembros de la infame patrulla dieron media vuelta y a empellones, tropezando y resbalando, acometieron el corredor y atravesaron en tropel el umbral de la misteriosa estancia por la que habían hecho su entrada.
—Por fin seguimos el rumbo correcto —confirmó Tanis, contemplando el panorama desde el ventanal.
Al reunirse con él, Caramon divisó la Torre de la Alta Hechicería.
—Veamos cómo se las arreglan ahí arriba —propuso el guerrero al columbrar su destino, y empezó a subir.
—No, no lo hagas —le rogó el semielfo—. Al parecer, Tas conduce la fortaleza a ciegas. Lo más probable es que tengamos que guiarle. Además, no me fío de esos draconianos. No me extrañaría nada que volvieran a presentarse con nutridos refuerzos.
—Una suposición muy lógica —le alabó el fornido humano.
Sin embargo, escudriñó el hueco de la trampilla: no estaba tranquilo al saberse en manos de quienes él juzgaba como un par de nulidades.
—Llegaremos dentro de unos minutos —calculó el mestizo, apoyándose displicente en el alféizar—. Pero serán suficientes para que me hagas una síntesis de los últimos sucesos que has vivido.
—Cuesta creerlo —dijo Tanis cuando el guerrero hubo terminado su escueto relato—, incluso de Raistlin.
—Cierto —masculló Caramon— al principio también yo me negué a prestar oídos a tan descabellada historia. Pero al verlo erguido frente al Portal, al escuchar todas las enormidades que se proponía hacer a Crysania, tuve que rendirme a la triste verdad. El Mal con mayúsculas había corroído su alma y devoraría a todo aquel que le secundase.
—Tienes razón al asignarte la empresa de desarticular sus planes —admitió el semielfo, estirando el brazo a fin de estrujar aquella entrañable manaza—. Tus motivos para intervenir en semejante hazaña están más que justificados, pero opino que no debes entrar en el Abismo tras el nigromante. Dalamar está en la Torre, apostado en el acceso, y entre los dos detendréis a Raistlin en cuanto se persone, sin necesidad de que te aventures en el plano de ultratumba.
—No, Tanis —le desengañó el hombretón—. Dalamar fracasó en su anterior enfrentamiento con mi gemelo. Estoy persuadido de que el archimago le domina, que un terrible accidente impedirá al elfo oscuro impedir su cometido. —Al percibir que su amigo le observaba suspicaz, el guerrero resolvió sincerarse—. El término «persuadido» era un eufemismo está escrito que el aprendiz no sobrevivirá.
Y, tras hurgar en su mochila, sacó a la luz las primorosamente encuadernadas Crónicas.
—¿Ni siquiera el conocimiento del futuro puede darnos una ventaja? —apuntó el otro héroe—. Si llegamos antes de que se produzca el evento, acaso lo modifiquemos.
Sin responder a tan absurda teoría, Caramon buscó la página que había señalado en el tomo. Tragó saliva, emitió un silbido apenas audible y, aclarada la garganta, aguardó.
—Me tienes sobre ascuas —le recriminó Tanis, quien, impulsivo, tensó el cuello a fin de leer él mismo el párrafo.
—Yo te lo contaré —determinó el gigantesco humano. Cerró el ejemplar y, eludiendo los ansiosos ojos de su compañero, le aclaró—: A Dalamar lo destruirá Kitiara.
5
La avenida de la muerte
Dalamar estaba solo en el laboratorio de la Torre de la Alta Hechicería. Los guardianes, tanto los vivos como los de ultratumba, ocupaban sus puestos en la entrada y esperaban, vigilantes.
Desde la ventana de la sala, el elfo oscuro vio cómo ardía la ciudad de Palanthas y también, debido a la ventajosa situación de su atalaya, siguió el proceso de la contienda. Había detectado al caballero Soth cuando cruzaba las puertas, fue testigo de la dispersión y caída de los soldados solámnicos y del lanzamiento de los draconianos hacinados en la ciudadela. Durante todas estas fases de la lucha los dragones batallaron en las alturas y, en consecuencia, su sangre inundó cual una teñida lluvia las calles de la ciudad.
El último espectáculo que se le ofreció, antes de que las volutas de negro humo procedentes de los múltiples incendios nublasen su visión, fue el del castillo volador en dispar avance hacia él. No cabía tildar de otro modo el vuelo del artilugio, que de pronto parecía errar a la deriva, luego tomaba una marcha más regular y en una tercera instancia, sin que ningún factor externo lo justificase, alteraba el rumbo y se dirigía directamente a las montañas tras las que había surgido. Asombrado, el acólito espió sus evoluciones durante unos minutos y se preguntó qué significaban. ¿Era así como Kitiara pretendía introducirse en la Torre?
El hechicero tuvo un espasmo de miedo. ¿Podía volar la ciudadela sobre el Robledal de Shoikan sin peligro? ¡Por supuesto que sí! Apretó el puño, recriminándose su negligencia al no plantearse tal probabilidad, y escrutó el panorama que, con la humareda, no tardaría en difuminarse. A través de un claro fugaz entre las brumas, divisó la fortaleza: una vez más, torcía ésta su trayectoria, haciendo eses en el cielo como un borrachín que buscara su olvidado hogar.
Se movía, de nuevo, hacia la mole, pero a una velocidad que no excedía la de un caracol. ¿Qué ocurría? ¿Habían herido quizás al piloto, a la privilegiada criatura que la gobernaba? Dalamar aguzó los sentidos, ansioso de pistas, un intento que no dio fruto a causa de la creciente densidad de la neblina que, además, la brisa transportó hasta formar una cortina delante mismo de las cristaleras. La ciudadela se desdibujó, a la par que impregnaba el ambiente un intenso olor a cáñamo y brea quemados, que el mago atribuyó al incendio de los almacenes.
En el instante en que se alejaba, blasfemando, del ventanal, atrajo su atención un ígneo fulgor en un edificio que se alzaba frente al suyo, aunque a prudencial distancia: el Templo de Paladine. Vislumbró, incluso entre las tinieblas, cómo aumentaba el brillo, y se representó en la mente a los clérigos de blanco atavío en el acto de aplastar a sus enemigos pertrechados con bastones y rotundos mazos, pero, eso sí, rogando a su dios.
Esbozó una sarcástica sonrisa y atravesó a toda prisa la estancia, sin detenerse en la gran mesa de piedra donde antes yacieran sus frascos, tarros y alambiques, que él mismo había apartado a fin de instalar libros de encantamientos, pergaminos y artilugios arcanos. Dedicó, en su presuroso andar, una enésima ojeada a tales objetos, con el propósito de asegurarse de que todo estaba dispuesto y continuó recorriendo los anaqueles donde se alineaban los volúmenes encuadernados en azul marino de Fistandantilus y, al lado, los no menos esotéricos tomos negros de Raistlin. Ya en la puerta del laboratorio, la abrió y pronunció una palabra, una orden, que se deshizo en mil ecos en la penumbra de los pasillos.
No cayó su invocación en el vacío. Un par de ojos destellantes se materializaron de inmediato frente a él y un cuerpo espectral, que mudaba sus contornos al compás de las ráfagas del viento.