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Temeroso de que los custodios del recinto montaran guardia en la Avenida de la Muerte, como así era, el astuto guerrero la había sorteado con sigilo. Ahora no tenía más remedio que arriesgarse, por no existir otros accesos cercanos.

—Habrá centinelas en el interior —pronosticó—, y no encontraremos ningún modo de escabullirse.

El hombretón retrocedió, indiferente a sus propios augurios, para tomar carrerilla y descargar el peso de su poderosa estructura contra la puerta. Se abalanzó con el ímpetu de un ariete empujado por un ejército, dejando que le detuviera el impacto mismo. Las planchas de madera crujieron, se quebraron, despidieron astillas, pero resistieron el embate. Caramon, tenaz, se frotó el hombro y volvió a retroceder para repetir la operación. Examinó el marco, acumuló energías y arremetió. Esta vez el obstáculo cedió, se derrumbó y arrastró al esforzado atacante.

Penetrando en la Torre, Tanis espió la penumbra reinante hasta distinguir a Caramon tumbado en el suelo, sobre una alfombra de virutas. El semielfo estiró el brazo con objeto de auxiliar a su compañero, pero se paralizó.

—¡En nombre del Abismo! —renegó, atascado el aire en su garganta.

El luchador se puso de pie y se limitó a confirmar, con aparente hastío:

—Sí, ya me había tropezado con esos entes.

La causa de tan breve diálogo eran dos globos oculares que, carentes de cuencas, flotaban delante de ellos, translúcidos en sus destellos indefinibles y casi irreales.

—No consientas que te toquen —avisó el guerrero en voz baja—. Absorberían tus esencias vitales.

Las pupilas estrecharon filas, y el humano escudó presto al semielfo.

—Soy Caramon Majere —se identificó frente al espectro—, hermano de Fistandantilus. Ya me conoces nos vimos en tiempos remotos.

Cejaron los ojos en su pulular y Tanis, precavido pero sin amedrentarse, les mostró el brazo de la pulsera. Los fríos focos de luz se reflejaron en la exquisita talla de orfebrería mientras su portador se presentaba, al igual que hiciera el otro visitante.

—Soy un aliado de Dalamar, tu amo fue él quien me regaló la pulsera.

No pudo extenderse en su plática porque, de repente, una garra atenazó su brazo. Un espasmo lacerante recorrió sus entrañas, interrumpió su palpito y, bamboleándose, estuvo a punto de caer. Por fortuna, Caramon se hallaba a su lado y le sostuvo.

—¡La alhaja se ha esfumado! —exclamó el semielfo.

—¡Dalamar! —colaboró el guerrero a la causa común de su salvación, con una voz cavernosa que arrancó ecos de las paredes de la cámara—. ¡Soy yo, Caramon, el gemelo de Raistlin! Tengo que atravesar el Portal. Estoy seguro de poder desbaratar los planes del archimago. ¡Manda a tus guardianes que se retiren, Dalamar! —le conminó.

—Quizá sea demasiado tarde —masculló el otro héroe de la Lanza, mirando aquel par de candiles fantasmales que permanecían al acecho—. Si Kit se nos ha adelantado, lo más probable es que el aprendiz haya muerto.

—En ese caso, nosotros no tardaremos en sucumbir —afirmó Caramon.

6

Una incursión en las tinieblas

—¡Maldita seas, Kitiara!

El sufrimiento acalló a Dalamar como una mordaza. Tambaleándose, el acólito se puso una mano en un costado y notó la cálida afluencia de sangre.

Ninguna sonrisa de triunfo iluminó la faz de la agresora. Si algo se grabó en ella fueron más bien las arrugas del miedo, de la incertidumbre, al advertir que un golpe letal había errado en su diana. «¿Por qué?», se preguntó en un arranque de furia. Había matado con idéntico proceder a centenares de hombres, ¿cómo era posible que fallase ahora? Tras soltar el cuchillo, desenvainó la espada y atacó en una misma secuencia.

El acero silbó en el aire debido a la fuerza de la embestida, pero se estrelló contra un muro sólido. Brotaron las chispas al tomar contacto el metal con el escudo mágico que el hechicero había invocado como protección personal, y un impacto paralizador iniciado en el filo recorrió el arma, la empuñadura y el brazo que la blandía. La espada se deslizó de la mano entumecida a la vez que, sujetándose el brazo, la perpleja Kit hincaba la rodilla en el suelo.

Dalamar se recobró del efecto abrumador del aguijonazo. Los encantamientos defensivos tras los que se parapetaba eran fruto de un acto reflejo, el resultado de numerosos años de práctica. Ni siquiera necesitaba formularlos de manera consciente: un simple atisbo de peligro activaba estos resortes de su sapiencia, que en nada se asemejaban a los que había reservado para el enfrentamiento contra el shalafi. Sea como fuere, no debía desestimar las cualidades guerreras de la mujer que se hallaba postrada en el laboratorio y, mientras ejercitaba la mano derecha, que quedó insensibilizada, estiraba la izquierda en busca de su arma.

La lucha había comenzado.

Con felina agilidad, la dama se enderezó. Ardía en sus ojos la fiereza de la batalla, la lujuria casi sexual que la consumía siempre que peleaba y que Dalamar había detectado en otras pupilas, las de Raistlin cuando vagaba en el éxtasis de su magia. El elfo oscuro sofocó una sensación agobiante nacida en los recovecos de su ser y trató de conjurar, asimismo, el pánico y el dolor a fin de concentrarse exclusivamente en los sortilegios apropiados.

—No me obligues a matarte, Kitiara —la amenazó, deseoso de ganar tiempo y recuperar su fuerza.

Sus energías crecían por segundos, pero, una vez recuperadas, tenía que conservarlas intactas. De nada le serviría abatir a Kitiara para perecer, poco después, a manos de su hermanastro. Vencido su primitivo impulso de llamar a los guardianes, ya que si la mujer los había burlado en el altercado del vestíbulo merced, sin duda, a la joya nocturna que le otorgase Raistlin, volvería a ahuyentarlos sin dificultad, el taimado aprendiz recurrió a otra iniciativa.

Reculando unos pasos frente a la Señora del Dragón, el hechicero se acercó a la pétrea mesa donde descansaban sus artilugios arcanos. Localizó discreto, por el rabillo del ojo, una varita de oro que relumbraba en la exigua luz del aposento, y perfiló su plan. Era imprescindible conjugar con precisa exactitud las distintas fases, ya que el uso de la áurea pieza exigía disolver antes el escudo invisible. Leyó en la mirada de la Dama Oscura que había adivinado sus confabulaciones, que aguardaba ansiosa cualquier desliz para acometerle.

—Has sido engañada, Kitiara —dijo con su acento más sugerente, abrigando la esperanza de distraerla.

—¡Por ti! —le espetó ella, enojada.

Asió entonces un candelabro de plata, consistente en un macizo pedestal y varios brazos de elegante diseño, y se lo arrojó a su adversario. El proyectil rebotó contra el muro mágico y, sin infligir daño a la supuesta víctima, cayó a sus pies. Una nube de humo procedente de las velas se elevó en volutas sobre la alfombra, pero el conato de incendio fue extinguido por la propia cera al derretirse.

—Por el caballero Soth —afirmó Dalamar.

—¡Ja! —se mofó la dignataria.

Una redoma sucedió al candelabro en su aérea trayectoria, con un desenlace menos venturoso, puesto que, al topar contra la barrera, se desintegró en una rociada de cristales. Al ver cómo volaban los añicos en todas direcciones, Kitiara agarró otro candelabro de plata, pareja del anterior, y le dio idéntico trato. Su obstinación no era consecuencia de la ignorancia. Conocía de sobra los sistemas para derrotar a los magos de mayores o menores virtudes. Si lanzaba a su oponente todos aquellos proyectiles era precisamente porque quería debilitarle, forzarle a emplear sus facultades en mantener íntegro el escudo en detrimento de otras argucias.

—Has encontrado Palanthas fortificada —argumentó el elfo con su objetivo, la varita, casi al alcance—. ¿No intuyes el motivo? Es muy sencillo, se declaró en la ciudad el estado de sitio después de que tu desleal esbirro me comunicara tus designios. Me aseguró que asediarías la ciudad a fin de ayudar al shalafi de tal suerte que, cuando cruce el Portal e incite a hacer lo mismo a la Reina de la Oscuridad, tú puedas brindarle la acogida de una amante hermana y contribuir a exterminar a la soberana.