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Extenuado, entornó los párpados. Las tinieblas se arremolinaron en su interior, deseosas de cobrarse un nuevo habitante para el universo eterno, y Dalamar se entregó a sus auspicios. De pronto, no obstante, una orden de su cerebro interrumpió su descanso. Si Caramon no se había personado en la sala, si se empecinaba en invocarle, era porque los guardianes obstaculizaban su marcha. Sólo él, amo de aquellos entes infernales, podía despejarle el camino.

—Escuchad, centinelas, mi mandato, y acatadlo.

Después de alertar a los destinatarios de su mensaje, recitó en un tartamudeo, hijo de su postración, las frases que inmunizarían al guerrero contra los formidables defensores de la Torre.

Detrás del elfo, se incrementaban los fúlgidos halos de las estatuas delante, en la esquina que escrutara, una mano hurgó en un cinto ensangrentado y, con su postrer hálito, palpó la empuñadura de una daga.

—Caramon —murmuró Tanis, observando los globos oculares que les contemplaban—, salgamos de aquí. Subamos a la azotea e inspeccionemos el lugar para descubrir otra senda.

—No existe tal y, por mucho que insistas, no me iré —se opuso el guerrero con terquedad.

—¡En nombre de los dioses! —le imprecó el semielfo—. No puedes luchar contra esas criaturas.

—¡Dalamar! —probó de nuevo suerte el hombretón, a la desesperada—. Dalamar, no…

Con la misma prontitud con que se extingue el pabilo de una vela, un soplo apagó los resplandores de las pupilas fantasmales.

—¡Se han difuminado! —cambió de tema el luchador, y echó a andar a un ritmo impetuoso.

—Podría ser una trampa, una encerrona —le retuvo el otro héroe. Y, para que Caramon no le ignorase, posó una mano en su brazo.

—No —discrepó éste y reanudó el avance, arrastrando al compañero—. Aunque no se les vea, su presencia se siente. Yo he cesado de detectar ese algo indefinible que les denuncia ¿tú no?

—No, yo recibo una sensación singular —aseveró Tanis.

—En efecto —admitió el fortachón—, pero no la irradian ellos, ni tampoco guarda relación con nosotros.

Tras emitir su dictamen, el gigantesco personaje descendió a toda prisa la escalera de caracol que conducía a los aposentos. Había en su pie, al igual que en la azotea, una puerta, pero ésta la halló abierta. Sabedor de que el acceso comunicaba el ala superior con el bloque principal del edificio, hizo una pausa y se asomó sigiloso.

La oscuridad era tan insondable como si la luz aún no hubiese sido concebida. No ardía antorcha alguna en los pedestales, no se divisaban ventanas por las que pudiera filtrarse el reflejo difuso, humeante, de la calle. El semielfo, en esta peculiar atmósfera, tuvo una alucinación en la que su imagen se adentraba en la negrura y se desvanecía para siempre, fundida en el devorador maleficio que permeaba cada roca, cada losa. A su lado, se aceleraron los latidos del guerrero y se tensó su cuerpo.

—¿Qué es lo que hay ahí dentro? —le preguntó al percatarse.

—Nada —le explicó el humano—, tan sólo un pozo hasta la base. El centro de la Torre es hueco, y unos tramos de pronunciados peldaños se proyectan en una larga elipse sobre el muro sin más barandilla que el precipicio. En los rellanos hay entradas a los distintos niveles si no me equivoco, estamos en uno de ellos. El laboratorio se oculta dos plantas más abajo. Tenemos que seguir adelante —exhortó a su amigo—. Mientras perdemos estos minutos preciosos él se acerca. No te dejes impresionar lo único que has de hacer es arrimarte a la pared.

Pero, desmintiendo sus propias palabras de aliento, cerró los dedos en torno al brazo del semielfo y aminoró la longitud de sus zancadas.

—Un paso en falso en esta lobreguez y ya no tendremos que preocuparnos por las felonías de tu gemelo —protestó Tanis.

Sus reconvenciones no disuadirían al hombretón y, a decir verdad, si las expresaba era para desahogar su nerviosismo, no con otra finalidad. Ciego en aquella noche infinita, avasalladora, visualizó las facciones de Caramon comprimidas en la actitud de quien, tras debatirse en una disyuntiva, ha escogido una de las posibilidades y va a llevarla hasta sus últimas consecuencias. Su gigantesco compañero, pesado y a la vez flexible, andaba sin vacilaciones, explorando el entorno antes de apoyar un pie. Más tranquilo, imbuido de la seguridad que le transmitía, el semielfo le siguió.

De manera súbita, al principio de su excursión, los ojos sin cuencas se les aparecieron de nuevo, flotando cual luciérnagas y clavados en ellos como si quisieran sorber sus esencias. El héroe semielfo agarró la espada instigado por un impulso fútil, absurdo en aquellas circunstancias. Imperturbables, las ígneas pupilas perseveraron en su escrutinio mientras una voz les indicaba:

—Venid por aquí.

Una mano ondeó en el aire, etérea pero perentoria.

—¡Es imposible orientarse en esta penumbra, maldita sea! —se rebeló Tanis.

En la incorpórea palma prendió una llama sin candil, no menos fantasmal. El barbudo semielfo meditó, con un escalofrío, que era preferible la penumbra pero se abstuvo de exteriorizarlo, porque Caramon había emprendido un veloz trotecillo en la que ahora se presentaba como una escalera circular. Ojos, mano y vela se detuvieron en un descansillo y así lo hicieron también ellos, ante una puerta franca y, sin pasillo intermedio, una habitación. Dentro de la alcoba tenían su origen unos haces luminosos que, aunque tenues, bañaban todo su perímetro. El guerrero se internó y el héroe, menos robusto, lo hizo tras él, apresurándose a cerrar la puerta de tal suerte que los globos oculares no pudieran acompañarles.

Se impuso una pausa para echar una ojeada a la estancia, y al instante la identificó como el laboratorio de Raistlin. Rígido, envarado, manteniendo la espalda apoyada sobre la madera por si algún inoportuno engendro intentaba colarse, escudriñó las evoluciones del luchador que, después de cruzar una parte del aposento, se arrodilló junto a una figura que había en el suelo, enroscada sobre sí misma en un charco de sangre. «Dalamar», reconoció el semielfo al avistar la mancillada túnica, pero fue incapaz de reaccionar, de aproximarse.

La perversidad que rezumaban las brumas del pozo era añeja, llena de polvo, contaba centurias. La que rebosaba el laboratorio, en cambio, estaba viva, respiraba y palpitaba. Su faceta gélida se generaba en los libros de hechicería encuadernados en azul mar que atiborraban los anaqueles, la tibia se elevaba a partir de una nueva colección de tomos también arcanos que, éstos negros y con estampaciones configuradas por runas y relojes de arena, se alineaban a su lado. El horrorizado espectador paseó la mirada entre redomas, alambiques, y discernió unos pares de ojos que, atormentados, le acechaban a él. Le asfixiaban los olores de especies, de moho, de rosas y, en una fúnebre mixtura, le invadió una vaharada que transportaba la dulce acritud de la carne socarrada.

Fue entonces cuando capturó su atención un destello que, impreciso, irradiaba de un extremo apartado. Sus dimanaciones eran hermosas y, sin embargo, le llenaron de sobrecogimiento al recordarle su encuentro con la Reina de la Oscuridad, la única audiencia que le había concedido. Hipnotizado, Tanis fijó la vista en aquel espectro albo que se descomponía y sintetizaba al mismo tiempo en distintos colores, que los encerraba todos y era de uno solo. Mientras contemplaba el fenómeno agarrotado, preso de una fascinación que le impedía apartar las pupilas, el remolino se tornó compacto, se definió en las formas inequívocas de cinco cabezas de dragón.

«¡Es una puerta, un acceso!», concluyó el semielfo. Las cabezas reptilianas, que se alzaban sobre un estrado, delimitaban el marco ovalado con sus erectos cuellos vueltos todos hacia el interior y las bocas congeladas en alaridos, acaso gritos en alabanza a su soberana. El héroe forzó sus sentidos y atisbo la vacua sima que se anunciaba detrás. Si alguna vez hubo una puerta que obstaculizara el paso, parecía haberse disipado en la nada. Nadie habitaba la niebla, pero ese «nadie» se agitaba. El desierto latía. No hubo de barruntar mucho para adivinar qué anidaba en el reino de negrura que se insinuaba, y quedó paralizado.