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Me levanté y recogí mi carpeta. Mi plan era volver y decirle a Barnett Woodson que echara los dados y a ver qué podía hacer por él.

– Te veré después del receso -dije.

Y entonces me alejé.

SEGUNDA PARTE. Ciudad de maletas 2007

4

Era un poco pronto en la semana para que Loma Taylor llamara preguntando por mí. Normalmente esperaba al menos hasta el jueves. Nunca el martes. Cogí el teléfono, pensando que era más que una llamada de control.

– ¿Lorna?

– Mickey, ¿dónde te habías metido? Llevo toda la mañana mando.

– Había ido a correr. Acabo de salir de la ducha. ¿Estás bien?

– Estoy bien. ¿Y tú?

– Claro. ¿Qué es…?

– Tienes un ipso facto de la juez Holder. Quiere verte, desde hace una hora.

Eso me dio que pensar.

– ¿Sobre qué?

– No lo sé. Lo único que sé es que primero llamó Michaela y luego llamó la juez en persona. Eso no suele pasar. Quería saber por qué no estabas respondiendo.

Sabía que Michaela era Michaela Gilí, la secretaria de la juez. Y Mary Townes Holder era la presidenta del Tribunal Superior de Los Ángeles. El hecho de que hubiera llamado personalmente no hacía que sonara como si me estuvieran invitando al baile anual de justicia. Mary Townes Holder no llamaba a los abogados sin una buena razón.

– ¿Qué le dijiste?

– Sólo le dije que no tenías tribunal hoy y que a lo mejor estabas en el campo de golf.

– No juego al golf, Lorna.

– Bueno, no se me ocurrió nada.

– Está bien, llamaré a la juez. Dame el número.

– Mickey, no llames. Preséntate directamente. La juez quiere verte en su despacho. Fue muy clara en eso y no me dijo por qué. Así que ve.

– Vale, ya voy. He de vestirme.

– ¿Mickey?

– ¿Qué?

– ¿Cómo estás de verdad?

Conocía su código. Sabía lo que estaba preguntándome. No quería que compareciera delante de un juez si no estaba preparado para ello.

– No te preocupes, Loma. Estoy bien. No me pasará nada.

– Vale. Llámame y dime lo que está pasando en cuanto puedas.

– Descuida, lo haré.

Colgué el teléfono, sintiéndome como si me estuviera mangoneando mi mujer, no mi ex mujer.

5

Como presidenta del Tribunal Superior de Los Ángeles, la juez Mary Townes Holder hacía la mayor parte de su trabajo a puerta cerrada. Su sala se usaba en alguna ocasión para vistas de emergencia sobre mociones, pero rara vez para la celebración de juicios. Su trabajo se hacía lejos de la vista del público, en su despacho. Su cometido se centraba sobre todo en la administración del sistema de justicia en el condado de Los Ángeles. Más de doscientos cincuenta juzgados y cuarenta tribunales se hallaban bajo su potestad. En cada citación que se echaba al correo para formar parte de un jurado figuraba su nombre, y cada espacio de aparcamiento asignado en un garaje del tribunal contaba con su aprobación. Holder asignaba jueces tanto por geografía como por ámbito legaclass="underline" penal, civil, de menores o de familia. Cuando se elegían nuevos magistrados, era la juez Holder quien decidía si su destino era Beverly Hills o Compton, y si juzgarían causas financieras de altos vuelos en un tribunal civil o demandas de divorcio que te secaban el alma en tribunales de familia.

Me había vestido deprisa con lo que consideraba mi traje de la suerte. Era un Corneliani importado de Italia que me gustaba ponerme en días de veredicto. Puesto que no había estado en un tribunal desde hacía un año, ni oído un veredicto en mucho más, tuve que sacarlo de una funda de plástico colgada en el fondo del armario. Después, me apresuré a ir al centro sin más demora, pensando que podría estar dirigiéndome hacia algún tipo de veredicto sobre mí mismo. Mientras conducía, mi mente repasó casos y clientes que había dejado atrás un año antes. Por lo que yo sabía, nada había quedado abierto sobre la mesa, pero quizá se había presentado una queja o la juez se había enterado de algún cotilleo judicial y estaba llevando a cabo su propia investigación. Fuera como fuese, entré en el tribunal con mucha inquietud. Una citación de cualquier juez normalmente no era una buena noticia; una citación de la presidenta del Tribunal Superior era aún peor.

La sala del tribunal estaba oscura y el puesto de la secretaria junto al estrado del juez se hallaba vacío. Pasé por la cancela, y me estaba dirigiendo hacia la puerta que daba al pasillo de atrás cuando abrí y entró la secretaria. Michaela Gilí era una mujer de aspecto agradable que me recordaba a mi profesora de tercer grado. No esperaba encontrarse a un hombre acercándose al otro lado de la puerta cuando la abrió, así que se sobresaltó y casi soltó un grito. Me identifiqué rápidamente antes de que pudiera correr a pulsar el botón de alarma situado en el estrado del juez. Michaela Gilí recuperó el aliento y me hizo pasar sin más demora.

Recorrí el pasillo y encontré a la juez sola en su despacho, trabajando tras un inmenso escritorio de madera oscura. Su toga negra estaba colgada de un perchero en el rincón, a iba vestida con un traje granate de corte tradicional. Tenía unos cincuenta y cinco años y su aspecto era atractivo y arreglado. Era delgada y llevaba el pelo castaño recogido en un moño formal.

No había visto antes a la juez Holder, pero había oído hablar de ella. Había pasado veinte años como fiscal antes de ser designada para el puesto de juez por un gobernador conservador. Presidió casos penales, tuvo unos pocos de los grandes y se ganó fama de dictar las penas más altas. Consecuentemente, conservó sin problemas la confianza del electorado después de su primer mandato. Fue elegida presidenta del Tribunal cuatro años después y había mantenido el cargo desde entonces.

– Señor Haller, gracias por venir -dijo-. Me alegro de que su secretaria lo haya encontrado por fin.

Había un tono impaciente si no imperioso en su voz.

– La verdad es que no es mi secretaria, señoría. Pero me encontró. Siento haber tardado tanto.

– Bueno, aquí está. Me parece que no nos hemos conocido antes, ¿no?

– Creo que no.

– Bueno, esto traicionará mi edad, pero lo cierto es que me opuse a su padre en un juicio en una ocasión. Fue uno de sus últimos casos, si no recuerdo mal.

Tuve que reajustar mi cálculo de su edad. Tendría al menos sesenta si había estado en un tribunal con mi padre.

– En realidad era la tercera fiscal del caso, acababa de salir de la facultad de derecho de la Universidad del Sur de California, completamente verde. Estaban tratando de darme cierta experiencia en juicios, era un caso de homicidio y me dejaron ocuparme de un testigo. Me preparé una semana para mi interrogatorio directo y su padre destrozó al hombre en el contrainterrogatorio en diez minutos. Ganamos el caso, pero nunca olvidé la lección. Hay que estar preparado para cualquier cosa.

Asentí. A lo largo de los años había conocido a muchos abogados mayores que compartían conmigo anécdotas de Mickey Haller Sénior. Yo tenía pocas historias propias. Antes de que pudiera preguntarle a la juez respecto al caso en el cual lo había conocido, ella siguió adelante.

– Pero no es por eso por lo que lo he llamado -dijo.

– Lo supongo, señoría. Me daba la sensación de que tenía algo… bastante urgente.

– Así es. ¿Conocía a Jerry Vincent?

Inmediatamente me sentí desconcertado por su uso del pasado.

– ¿Jerry? Sí, conozco a Jerry Vincent. ¿Qué pasa?

– Está muerto.

– ¿Muerto?

– Asesinado, a decir verdad.

– ¿Cuándo?

– Anoche. Lo siento.

Bajé los ojos y miré la placa de su mesa. Grabado en letra cursiva en un soporte plano de madera que sostenía un mazo ceremonial, una pluma y un tintero se leía: HONORABLE M. T. HOLDER.