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Wojciechowski era un investigador de defensa freelance que usaba en algunos casos. Así era como había conocido a Lorna, recogiendo su paga. Pero yo lo conocía desde hacía más de diez años por su relación con el club de moteros Road Saints, un grupo para el que fui de facto el abogado de la casa durante varios años. Dennis nunca llevaba los colores de los Road Saints, pero se lo consideraba miembro asociado. El grupo incluso le había puesto un apodo, sobre todo porque ya había otro Dennis en el grupo y su apellido, Wojciechowski, era intolerablemente difícil de pronunciar. Dada su tez morena y su bigote lo bautizaron Cisco Kid. No importaba que fuera al ciento por ciento polaco del lado sur de Milwaukee.

Cisco era un tipo grande e imponente que, pese a que iba con los Saints, no se metía en problemas. Nunca lo detuvieron y gracias a eso pudo solicitar una licencia estatal de investigador privado. Ahora, muchos años después, el pelo negro había desaparecido y el bigote lo llevaba recortado y se le estaba poniendo gris. Pero el nombre de Cisco y su afición por las Harley clásicas construidas en su ciudad natal eran para toda la vida.

Cisco era un investigador concienzudo y reflexivo. Y además tenía otro valor: era grande y fuerte y podía ser físicamente intimidante en caso de necesidad. Ese atributo en ocasiones resultaba muy útil para localizar a gente que revoloteaba por los aledaños de un caso criminal y tratar con ella.

– Para empezar, ¿dónde estás?

– En Burbank.

– ¿Estás en un caso?

– No, sólo de paseo. ¿Por qué? ¿Tienes algo para mí? ¿Finalmente vas a aceptar un caso?

– Un montón. Y voy a necesitar un investigador.

Le di la dirección de la oficina de Vincent y le pedí que se reuniera conmigo allí cuanto antes. Sabía que Vincent habría usado un grupo de investigadores o sólo uno en particular, y que podríamos perder mucho tiempo mientras Cisco cogía el ritmo de los casos, pero no me importaba. Quería un investigador en el cual pudiera confiar y con el cual ya tuviera una relación previa. También iba a necesitar que Cisco se pusiera a trabajar de inmediato investigando los domicilios de mis nuevos clientes. Mi experiencia con los acusados en casos penales es que no siempre se los encuentra en las direcciones que ponen en la hoja de información del cliente cuando contratan la representación legal.

Después de cerrar el teléfono, me di cuenta de que acababa de pasar por delante del edificio que albergaba la oficina de Vincent. Estaba en Broadway, cerca de la Tercera y había mucho tráfico de coches y peatones para que intentara un giro de ciento ochenta grados. Perdí diez minutos en volver al sitio porque me encontré con semáforos en rojo en cada esquina. Cuando llegué al lugar correcto, me sentí tan frustrado que decidí volver a contratar un chófer lo antes posible para poder concentrarme en los casos en lugar de en los sentidos de las calles.

La oficina de Vincent estaba en un edificio de seis pisos llamado simplemente Legal Center. El hecho de que estuviera tan terca de los principales tribunales del centro -tanto civiles como penales- significaba que era un edificio lleno de abogados judiciales. La clase de lugar que quienes odian a los abogados -polis y médicos para empezar- probablemente deseaban que se derrumbara cada vez que había un terremoto. Vi la entrada al garaje en la puerta de al lado y me metí.

Mientras estaba sacando el tíquet de la máquina, un policía uniformado se acercó a mi coche. Llevaba una tablilla con sujetapapeles.

– ¿Señor? ¿Tiene algo que hacer en este edificio?

– Por eso estoy aparcando aquí.

– Señor, ¿puede decirme de qué asunto se trata?

– No es asunto suyo, agente.

– Señor, estamos llevando a cabo una investigación de es-cena del crimen en el garaje y necesito saber cuál es su asunto antes de dejarle pasar.

– Mi oficina está en el edificio -dije-, ¿basta con eso?

No era exactamente una mentira. Llevaba la orden de la juez Holder en el bolsillo de la chaqueta. Eso me daba una oficina en el edificio.

La respuesta aparentemente funcionó. El agente pidió ver mi documento de identidad y, aunque podría haber argumentado que no tenía derecho a pedirme la documentación, decidí que no había necesidad de hacer de ello un caso federal. Saqué mi billetera, le di mi documento de identidad y él anotó mi nombre y mi número de carné de conducir antes de dejarme pasar.

– Ahora mismo no hay ninguna plaza de aparcamiento libre en el segundo nivel -dijo-. No han terminado con la escena.

Lo saludé y enfilé la rampa. Cuando alcancé la segunda planta, vi que estaba vacía de vehículos salvo por los dos coches patrulla y una berlina negra BMW que estaban cargando en un camión grúa del garaje de la policía. El coche de Jerry Vincent, supuse. Otros dos policías uniformados estaban empezando a retirar la cinta amarilla de la escena del crimen que se había usado para acordonar la planta del aparcamiento. Uno de ellos me hizo una señal para que no me detuviera. No vi detectives alrededor, pero la policía todavía no estaba dejando la escena del crimen.

Seguí subiendo y no encontré un sitio donde dejar el Lincoln hasta que llegué a la quinta planta. Una razón más por la que necesitaba conseguir otro chófer.

La oficina que estaba buscando se hallaba en la segunda planta, en la parte delantera del edificio. La puerta de cristal opaco estaba cerrada, pero no con llave. Entré en una sala de recepción con una zona de asientos y un mostrador, detrás del cual había una mujer sentada con los ojos enrojecidos de llorar. Estaba al teléfono, pero cuando me vio, lo dejó en el mostrador sin decir ni siquiera «espera» a la persona con la que estaba hablando.

– ¿Es de la policía? -preguntó.

– No -repuse.

– Entonces lo siento, la oficina está cerrada hoy.

Me acerqué al mostrador sacando la orden judicial de la juez Holder del bolsillo interior de mi chaqueta.

– Para mí no -dije al tiempo que se la entregaba.

Desdobló el documento y lo miró, pero no parecía estar leyéndolo. Me fijé en que en una de sus manos sostenía unos pañuelos de papel.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Es una orden judicial -contesté-. Me llamo Michael I laller y la juez Holder me ha asignado como el abogado sustituto de los clientes de Jerry Vincent. O sea que vamos a trabajar juntos. Llámeme Mickey.

Ella negó otra vez con la cabeza como si se resguardara de alguna amenaza invisible. Normalmente, mi nombre no conlleva esa clase de poder.

– No puede hacer esto. Al señor Vincent no le gustaría.

Le quité de las manos los papeles y los volví a doblar. Empecé a guardarme el documento otra vez en el bolsillo.

– En realidad sí que puedo hacerlo. La presidenta del Tribunal Superior de Los Ángeles me lo ha asignado. Y si se fija bien en los contratos de representación que el señor Vincent hacía firmar a sus clientes, encontrará mi nombre en ellos, citado como su abogado asociado. Así pues, lo que usted crea que el señor Vincent hubiera querido es irrelevante en este punto, porque él de hecho presentó los documentos que me nombraban su sustituto si quedaba incapacitado o… moría.

La mujer tenía una expresión de desconcierto. Tenía el rímel corrido bajo un ojo, lo cual le daba un aspecto desequilibrado, casi cómico. Por alguna razón me asaltó una visión de Liza Minelli.

– Si quiere puede llamar a la secretaria de la juez Holder y hablarlo con ella -expliqué-. Entre tanto, la verdad es que necesito ponerme en marcha. Sé que ha sido un día muy difícil para usted. También ha sido duro para mí, conocía a Jerry desde sus tiempos en la fiscalía. Así que le doy mi pésame.

La miré y esperé una respuesta, pero ésta siguió sin producirse. Continué insistiendo.

– Voy a necesitar algunas cosas para ponerme en marcha aquí. Para empezar, su calendario. Quiero reunir una lista de todos los casos activos que Jerry estaba manejando. Luego, voy a necesitar que saque los archivos de los…