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– ¿Cómo enviaron el arma desde allí?

– Puede hacerse. A través de Canadá o FedEx es absolutamente posible hacerla llegar a tiempo.

No sonreí. Estaba pensando en Elliot y en el equilibrio de la justicia. En cierto modo, Bosch pareció adivinar lo que estaba pensando.

– ¿Recuerda lo que me dijo cuando me contó que le había explicado a la juez Holder que sabía que ella estaba detrás de todo esto?

Me encogí de hombros.

– ¿Qué dije?

– Que a veces la justicia no puede esperar.

– ¿Y?

– Y tenía razón. A veces no espera. En ese juicio, usted tenía el impulso y parecía que Elliot iba a salir libre. Así que alguien decidió no esperar a la justicia y ejecutó su propio veredicto. Cuando estaba en patrulla, ¿sabe cómo llamábamos a una muerte que se reducía a simple justicia de calle?

– ¿ Cómo?

– El veredicto de plomo.

Asentí. Lo entendía. Los dos nos quedamos en silencio un buen rato.

– En fin, es todo lo que sé -dijo Bosch finalmente-. He de irme a meter gente en la cárcel. Va a ser un buen día.

Bosch se apartó de la barandilla, listo para irse.

– Es gracioso que haya venido hoy -dije-. Anoche decidí que iba a preguntarle algo la próxima vez que lo viera.

– ¿Sí? ¿Qué?

Lo pensé un momento y comprendí que era lo correcto.

– Caras opuestas de la misma montaña… ¿Sabes que te pareces mucho a tu padre?

No dijo nada, sólo me miró un momento, luego asintió una vez más y se volvió hacia la barandilla. Echó una mirada a la ciudad.

– ¿Cuándo lo supiste? -preguntó.

– Técnicamente anoche, cuando estaba mirando viejas fotos y álbumes con mi hija. Pero creo que en cierto nivel lo he sabido desde hace mucho tiempo. Estábamos mirando fotos de mi padre, y no dejaban de recordarme a alguien hasta que me di cuenta de que eras tú. Una vez que lo vi, me pareció obvio. Pero al principio no fui capaz de verlo. -Me acerqué a la barandilla y contemplé la ciudad con él-. La mayor parte de lo que sé de él lo saqué de los libros. Muchos casos diferentes, un montón de mujeres diferentes. Pero hay algunos recuerdos que no están en los libros y son míos. Recuerdo haber ido a la oficina que había montado en casa cuando se puso enfermo. Había un cuadro enmarcado en la pared: una reproducción en realidad, pero entonces pensaba que era la pintura real. El jardín de las delicias. Raro, daba miedo a un niño pequeño…

»El recuerdo que tengo es de él cogiéndome en su regazo, haciéndome mirar el cuadro y diciendo que no daba miedo; que era hermoso. Intentó enseñarme a decir el nombre del pinto Hieronymus. Imposible.

No estaba viendo la ciudad. Estaba contemplando el recuerdo. Me quedé un momento en silencio después de eso. Era el turno de mi hermanastro. Finalmente, él apoyó los codos en la barandilla y habló.

– Recuerdo esa casa -dijo-. Le visité una vez. Me presenté. El estaba en la cama, muñéndose.

– ¿Qué le dijiste?

– Sólo que había salido adelante. Nada más. No había nada más que decir.

Igual que en ese momento, pensé. ¿Qué había que decir? En cierto modo, mis pensamientos saltaron a mi propia familia hecha añicos. Tenía escaso contacto con los hermanos que conocía, menos con Bosch. Y estaba mi hija, a la que sólo veía ocho días al mes. Parecía que las cosas más importantes de la vida eran las más fáciles de romper.

– Lo has sabido todos estos años -dije al fin-. ¿Por qué no estableciste contacto nunca? Tengo otro hermanastro y tres hermanastras. También son los tuyos.

Bosch al principio no dijo nada, luego me dio la respuesta que supongo que se había estado dando a sí mismo durante varias décadas.

– No lo sé. Supongo que no quería romperle los esquemas a nadie. A la mayoría de la gente no le gustan las sorpresas. Al menos las de este tipo.

Por un momento me pregunté cómo habría sido mi vida si hubiera conocido a Bosch. Tal vez habría sido policía en lugar de abogado. ¿Quién sabe?

– Lo dejo, ¿sabes?

No estaba seguro de por qué lo había dicho.

– ¿Dejar el qué?

– Mi trabajo. El derecho. Se puede decir que el veredicto de plomo fue mi último veredicto.

– Yo lo dejé una vez, pero no funcionó. Volví.

– Ya veremos.

Bosch me miró y luego volvió a fijar la atención en la ciudad. Era un día hermoso, con nubes bajas y un frente de aire frío que había reducido la capa de contaminación a una fina banda ámbar en el horizonte. El sol acababa de coronar Lis montañas al este y estaba proyectando sus rayos sobre el Pacífico. Veíamos hasta Catalina.

– Fui al hospital cuando te dispararon -me explicó-. No estoy seguro de por qué. Lo vi en las noticias y contaron que fue un tiro en el abdomen. Con ésos nunca se sabe. Pensé que si necesitaban sangre o algo, podría…, bueno, suponía que éramos compatibles. En fin, estaban todos los periodistas y cámaras y terminé marchándome.

Sonreí y luego me eché a reír. No pude evitarlo.

– ¿Qué tiene tanta gracia?

– Un poli voluntario para dar sangre a un abogado defensor. Creo que no te habrían dejado volver a entrar en el club después de eso.

Esta vez Bosch sonrió y asintió con la cabeza.

– Supongo que no pensé en eso.

Y como si tal cosa, nuestras sonrisas desaparecieron y regresó la incomodidad de dos desconocidos. Finalmente, Bosch miró su reloj.

– Los equipos con las órdenes se reúnen dentro de veinte minutos. He de irme.

– Vale.

– Hasta la vista, abogado.

– Hasta la vista, detective.

Bajó los escalones y me quedé donde estaba. Oí que su coche arrancaba y empezaba a bajar la colina.

55

Me quedé en la terraza contemplando cómo la luz del sol se iba desplazando sobre la ciudad. Muchas ideas diferentes se filtraron en mi mente y echaron a volar hacia el cielo, hacia las nubes, remotamente hermosas e intocables, distantes. Me quedé con la sensación de que no volvería a ver a Bosch. Que él tendría su lado de la montaña y yo tendría el mío, y que no habría nada más.

Al cabo de un rato, oí que la puerta se abría y pasos en la terraza. Sentí la presencia de mi hija a mi lado y le puse la mano en el hombro.

– ¿Qué haces, papá?

– Sólo miro.

– ¿Estás bien?

– Sí.

– ¿Qué quería el policía? -Sólo hablar. Es amigo mío.

Nos quedamos un momento en silencio antes de que ella continuara.

– Ojalá mamá se hubiera quedado con nosotros anoche -dijo.

La miré y le acaricié la nuca.

– Paso a paso, Hay. Anoche vino a comer crepés con nosotros, ¿no?

Pensó en ello y me hizo una seña con la cabeza. Estaba de acuerdo. Los crepés eran un comienzo.

– Voy a llegar tarde si no salimos -dijo ella-. A la próxima me pondrán una hoja de conducta.

Asentí.

– Lástima. El sol está a punto de darle al océano.

– Vamos, papá liso pasa todos los días. Asentí otra vez.

– Al menos en algún sitio.

Fui a buscar las llaves, cerré y bajé por la escalera al garaje. Cuando daba marcha atrás en el Lincoln y lo encaraba para bajar la colina, vi que el sol hilaba oro sobre el Pacífico.

Agradecimientos

Sin ningún orden en particular, el autor desea dar las gracias a las siguientes personas por sus contribuciones en la investigación y redacción de esta novela, que van desde lo pequeño a lo increíblemente desinteresado y colosal.

Daniel Daly Roger Mills, Dennis Wojciechowski, Asya Muchnick, Bill Massey S. John Drexel, Dennis McMillan, Pamela Marshall, Linda Connelly Jane Da vis, Shannon Byrne, Michael Pietsch, John Wilkinson, David Ogden, John Houghton, Michael Krikorian, Michael Roche, Greg Scout, Jiuliih Champagne, Rick Jackson, David Lambkin, Tim Marcia, Juan Rodríguez y Philip Spitzer.