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– Cuando terminé, di por sentado que ya habríais acabado de cenar. ¿Has visto a alguien interesante?

– A mucha gente. Y me encontré con Bill Alexander. Es una excelente persona.

– A mí siempre me ha parecido bastante aburrido. -Después de desestimar el tema, miró con admiración a su esposa, que estaba particularmente guapa, incluso sin los zapatos ni los pendientes-. Estás guapísima. Mad. -Era obvio que lo decía con sinceridad, y ella se inclinó para darle otro beso.

– Gracias.

– Ven a la cama. -Sus ojos tenían un brillo familiar que ella reconoció, y unos minutos después, cuando se metió en la cama, Jack se encargó de demostrarle que estaba en lo cierto.

Había ciertas ventajas en el hecho de no tener hijos. No necesitaban preocuparse por nadie más, y cuando no estaban trabajando, podían dedicarse en exclusiva a disfrutar el uno del otro.

Después de hacer el amor, Maddy se acurrucó en brazos de Jack, sintiéndose cómoda y satisfecha.

– ¿Qué tal han ido las cosas en la Casa Blanca? -preguntó con un bostezo.

– Muy bien. Creo que hemos tomado varias decisiones sensatas. O más bien, las tomó el presidente. Yo me limito a decirle lo que pienso, él lo compara con lo que piensan los demás, y decide lo que quiere hacer al respecto. Pero es un tipo listo, y casi siempre escoge la opción más acertada. Está en una posición difícil.

– En mi opinión, el suyo es el peor trabajo del mundo. Yo no lo haría ni por todo el oro del planeta.

– Serías una presidenta fabulosa -bromeó él-. En la Casa Blanca todos serían guapos e irían maravillosamente vestidos, el lugar estaría impecable y la gente se conduciría con amabilidad, respeto y consideración. Todos los miembros de tu gabinete serían sensibleros. El mundo perfecto, Mad. -A pesar de que parecía un cumplido, Maddy lo tomó como un desprecio y no respondió.

Mientras se sumía en el sueño lo olvidó todo, y no volvió a despertar hasta la mañana. Los dos tenían que ir a trabajar temprano.

A las ocho ya estaban en la cadena, donde Maddy y Greg se sentaron a trabajar en un reportaje especial sobre bailarines estadounidenses. Ella había prometido ayudarle, y seguía en el despacho de él a mediodía, cuando ambos notaron una pequeña conmoción en los pasillos.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Greg.

– Mierda. Es posible que las cosas se hayan puesto feas en Irak. Anoche Jack estuvo con el presidente. Seguro que traman algo. -Los dos salieron al pasillo para averiguar de qué hablaba la gente. Maddy fue la primera en pillar a uno de los asistentes de producción-. ¿Ha pasado algo importante?

– Un avión con destino a París estalló en el aire veinte minutos después de salir del aeropuerto JFK. Dicen que la explosión se oyó en todo Long Island. No hay supervivientes.

Era la versión abreviada de lo ocurrido, si bien cuando Greg y Maddy consultaron los cables de noticias, descubrieron que había pocos datos más. Nadie se había responsabilizado de la explosión y, aunque todavía no se conocieran los pormenores del caso, Maddy intuía que había algo turbio.

– Hemos recibido una llamada anónima de alguien que parecía hablar en serio -les informó el productor-. Dicen que los directivos de la compañía aérea sabían que había una amenaza. Puede que lo supiesen ya ayer al mediodía, pero no cancelaron el vuelo.

Greg y Maddy cambiaron una mirada. Aquello era una locura. Nadie podía haber permitido que ocurriera semejante tragedia. Era una compañía estatal.

– ¿Quién es tu fuente? -preguntó Greg con expresión ceñuda.

– Lo ignoro. Pero el que llamó sabía de qué hablaba. Nos dio un montón de datos comprobables. Lo único que sabemos es que la FAA, la Administración Federal de Aviación, recibió una advertencia ayer y que no hizo nada al respecto.

– ¿Quién es el encargado de comprobar la veracidad de esa información? -preguntó Greg con interés.

– Tú, si quieres. Tenemos una lista de personas a quienes llamar. El individuo que telefoneó proporcionó nombres y direcciones.

Greg enarcó una ceja y miró a Maddy.

– Cuenta conmigo -dijo ella, y ambos se dirigieron al despacho del asistente de producción, que era quien tenía la lista-. No puedo creerlo. Cuando hay amenazas de bomba, cancelan los vuelos.

– Puede que sí; o puede que no lo hagan y nosotros no estemos al tanto -murmuró Greg.

Consiguieron la lista, y dos horas después, sentados a ambos lados del escritorio de Maddy, se miraron con incredulidad. Todas las personas consultadas habían confirmado la noticia. Había habido una advertencia, aunque no demasiado específica. La FAA había recibido una llamada diciendo que habría una bomba en algunos de los aviones que saldrían del aeropuerto Kennedy en los tres días siguientes. Eso era lo único que sabían, y en las altas esferas habían tomado la decisión de reforzar las medidas de seguridad pero no cancelar ningún vuelo a menos que hubiese indicios de bomba o recibiesen más información al respecto. Pero no les habían hecho una segunda advertencia.

– Fue una amenaza muy vaga -dijo Maddy en defensa de la FAA-. Quizá pensaron que era falsa.

Pero también habían sospechado que la amenaza procedía de uno de los dos grupos terroristas que habían cometido atrocidades parecidas en el pasado, de manera que tenían razones para creerles.

– Esto es aún más raro de lo que parece -dijo Greg con desconfianza-. Me huele algo sucio. ¿A quién podríamos llamar que tenga algún contacto en la FAA?

Habían agotado todas sus fuentes, pero de repente Maddy tuvo una idea y se levantó de la silla con cara de determinación.

– ¿Qué se te ha ocurrido?

– Puede que nada útil. Volveré en cinco minutos.

Sin decirle nada a Greg, tomó el ascensor privado para ir a ver a su mando. El había estado en la Casa Blanca la noche anterior y, dada la gravedad de la amenaza, era muy probable que hubiese oído algo al respecto.

Jack estaba en una reunión, pero Maddy le pidió a la secretaria que entrase y le preguntase si podía salir un momento. Era importante. Un minuto después, él salió de la sala de juntas con cara de preocupación.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí. Estoy trabajando en la noticia del avión que explotó. Se ha filtrado la información de que hubo un aviso de bomba indeterminado y que pese a ello permitieron que el avión despegase. No cancelaron ningún vuelo. Supongo que no sabían en qué avión pondrían la bomba -explicó con rapidez.

Jack no pareció afectado ni sorprendido.

– Esa cosas pasan de vez en cuando, Mad. No habrían podido hacer gran cosa. Si la amenaza fue vaga, habrán creído que era falsa.

– Pero ahora podemos decir la verdad, al menos si nuestra información es cierta. ¿Oíste algo al respecto anoche? -Lo miró con atención. Había algo en los ojos de Jack que indicaba que la noticia no era una novedad para él.

– No creo -respondió con aire evasivo.

– Esa no es una respuesta, Jack. Es importante. Si recibieron una advertencia, debieron cancelar los vuelos. ¿Quién tomó la decisión?

– No he dicho que supiera nada al respecto. Pero si les dieron un aviso general, ¿qué crees que deberían haber hecho? ¿Cancelar todos los vuelos procedentes de Kennedy durante tres días? Dios, eso equivaldría a paralizar el tráfico aéreo estadounidense. No podían hacer algo semejante.

– ¿Cómo sabías que se trataba de los vuelos «procedentes de Kennedy» y que la amenaza comprendía un período de tres días? Estabas al corriente de todo, ¿no?

Ahora se preguntó si esa era la razón por la cual habían convocado a Jack a la Casa Blanca con tanta premura: para que los aconsejara sobre qué tenían que informar a la opinión pública, si es que decían algo, o quizá sobre que debían o no debían hacer al respecto. Y para que los ayudara a cubrirse las espaldas en caso de que un avión estallara. Aunque no hubiese sido él quien había tomado la decisión, sin duda había influido en ella.