– Lo sé. Es un juego peligroso. Espero que hayas aprendido la lección. -Fue una advertencia apenas velada, y a ella no se le escapó.
– ¿Qué lección se supone que debía aprender?
– A no meter las narices donde no te llaman. A ceñirte a lo que sabes hacer, Mad. Lo único que debes hacer es leer las noticias. No es tu trabajo juzgarlas.
– Conque así son las cosas, ¿eh? -Estaba ligeramente achispada, de manera que no se molestó.
– Sí, así deberían ser. Tu trabajo consiste en estar guapa y leer lo que aparece en el teleprompter. Deja que otros se preocupen de cómo llega allí y de lo que dice.
– Parece muy sencillo. -Soltó una risita tonta, pero un sollozo se ahogó en su garganta. Tenía la impresión de que, además de desautorizarla, Jack la había rebajado como persona. Y no se equivocaba.
– Es sencillo, Maddy. Y también lo son las cosas entre nosotros. Yo te quiero. Eres mi esposa. No es bueno que peleemos, ni que me desafíes de esa manera. Promete que no volverás a hacerlo.
– No puedo hacerte esa promesa -respondió con franqueza. Aunque detestaba los conflictos, no quería mentirle-. Lo que pasó ayer fue un asunto de ética profesional y de moral. Tengo una responsabilidad para con mi público.
– Tienes una responsabilidad para conmigo -repuso él con tono zalamero, y por un instante Maddy volvió a sentir miedo sin saber exactamente por qué. No había nada amenazador en el Jack de ese momento; de hecho, estaba acariciándola otra vez de una forma infinitamente seductora-. Ya te he dicho lo que quiero… Quiero que me prometas que serás una niña buena. -Mientras decía cosas que la confundían, su lengua recorría las zonas más erógenas del cuerpo de Maddy.
– Ya soy una niña buena, ¿no? -dijo riendo.
– No, no lo eres, Mad… Ayer fuiste una niña mala, muy mala, y si vuelves a hacerlo, tendré que castigarte… Aunque quizá te castigue ahora. -La estaba provocando, pero su voz no sonaba ominosa sino seductora-. No quiero castigarte, Mad… Solo quiero complacerte.
Y lo estaba haciendo, quizá demasiado. Pero ella no tenía fuerzas para detenerlo, estaba demasiado cansada, confundida y atontada por el champán. Esta vez no le importó estar borracha. Era una ayuda.
– Ya me complaces -respondió con voz grave, olvidando momentáneamente cuánto la había hecho enfadar.
Pero aquello había sido antes; ahora era ahora, y estaban en París. Resultaba difícil recordar lo enfadada que había estado con él, lo traicionada y asustada que se había sentido. Lo intentó, pero no pudo, porque Jack empezaba a hacerle el amor otra vez y ella tenía la sensación de que su cuerpo entero estaba ardiendo.
– ¿Serás una niña buena? -preguntó él provocándola, torturándola con placer-. ¿Lo prometes?
– Lo prometo -respondió con voz entrecortada.
– Promételo otra vez, Mad… -Era un maestro en lo que hacía: tenía muchos años de práctica-. Promételo otra vez…
– Lo prometo… lo prometo… lo prometo… Seré buena; te lo juro.
Lo único que deseaba ahora era complacerlo y, distanciándose de sí misma, se odió por ello. Había vuelto a doblegarse, a ceder, pero él era una fuerza irresistible.
– ¿Quién es tu dueño, Mad? ¿Quién te quiere? Me perteneces… Te quiero… Dilo, Maddy…
– Te quiero… Eres mi dueño.
La estaba volviendo loca, y mientras ella decía estas palabras, él comenzó a poseerla con tanta vehemencia que le hizo daño. Maddy soltó un pequeño gemido de dolor y trató de desasirse, pero él la sujetaba contra el suelo con todas sus fuerzas y, a pesar de los quejumbrosos murmullos de ella, no se detuvo, sino que la penetró con mayor violencia. Maddy quiso decir algo, pero él le cubrió la boca con sus labios y continuó con sus furiosas embestidas hasta que se corrió con grandes temblores, y en ese momento se inclinó y le mordió un pezón. Sangraba cuando por fin se detuvo, pero Maddy estaba demasiado aturdida para llorar. No sabía qué había sucedido exactamente. ¿Jack estaba enfadado, o la quería? ¿Pretendía castigarla, o la deseaba tanto que ni siquiera era consciente del daño que le había hecho? Maddy ya no estaba segura de si lo que sentía por él era amor, deseo u odio.
– ¿Te he hecho daño? -preguntó él con cara de inocencia y preocupación-. Ay, Dios, Mad, estás sangrando. Lo lamento mucho… -Un hilo de sangre se deslizaba por el pecho izquierdo, debajo del pezón mordido, y ella se sentía como si le hubiesen perforado las entrañas. Quizá Jack hubiera hablado en serio al decir que quería castigarla, pero sus ojos estaban llenos de amor cuando cogió el paño húmedo que rodeaba la botella de champán y le restañó la herida-. Lo lamento, cariño. Me volví loco de deseo.
– Está bien -respondió ella, todavía confundida y mareada a causa del alcohol.
Él la ayudó a levantarse, y se dirigieron al dormitorio sin molestarse en recoger la ropa del suelo. Lo único que quería Maddy era meterse en la cama. Ni siquiera tenía fuerzas para darse una ducha. Sabía que si se lo hubiese permitido, se habría desmayado.
Jack la arropó con ternura, y ella le sonrió mientras la habitación daba vueltas a su alrededor.
– Te quiero, Maddy.
Él la estaba mirando, y ella trató de concentrarse en su imagen, pero el dormitorio giraba demasiado deprisa.
– Yo también te quiero, Jack -respondió con voz ebria.
Un instante después, se quedó dormida bajo la atenta mirada de él. Jack apagó la luz, regresó al salón y se sirvió un whisky. Lo bebió mientras contemplaba por la ventana la place Vendôme, aparentemente satisfecho consigo mismo. Le había dado una lección. Y ella la había aprendido.
Capítulo 8
Jack la llevó a Taillevent, Tour d'Argent, Chez Laurent y, para cenar, a Lucas Carton. Todas las noches cenaban en restaurantes elegantes, y a mediodía almorzaban en pequeñas tabernas a la orilla del Sena. Hicieron compras y visitaron tiendas de antigüedades y galerías de arte. Y Jack le compró una pulsera de esmeraldas en Cartier. Fue como una segunda luna de miel, y Maddy se sentía culpable por haberse emborrachado en la primera noche. Aún tenía recuerdos contradictorios de esa velada: algunos sensuales; otros, rodeados de un halo inquietante, aterrador y triste. A partir de ese momento bebió poco. No necesitaba alcohol. Con Jack colmándola de atenciones y regalos, se sentía borracha de amor. Él hacía todo lo que estaba en su mano para seducirla. Y cuando llegó el momento de partir hacia el sur de Francia, la tenía completamente embelesada otra vez. Era un maestro en este juego.
En Cap d'Antibes se alojaron en el Hôtel du Cap, en una fabulosa suite con vistas al mar. Tenían una pequeña cala privada, lo bastante aislada para que él pudiese hacerle el amor, cosa que hacía con frecuencia. Estaba más encantador y cariñoso que nunca, y a veces Maddy sentía que le daba vueltas la cabeza. Era como si todo lo que había experimentado antes -la ira, la furia, la sensación de haber sido traicionada- hubiera sido una alucinación, como si esta fuese la única realidad que conocía. Permanecieron allí cinco días, al final de los cuales ella lamentó que tuviesen que marcharse a Londres. En una lancha alquilada habían ido a Saint-Tropez, hecho compras en Cannes y cenado en Juan les Pins, y por la noche, cuando regresaron al Hôtel du Cap, él la llevé a bailar. Fue una escapada tranquila, feliz y romántica. Y él nunca le había hecho el amor con tanta frecuencia. Cuando llegaron a Londres, Maddy era prácticamente incapaz de sentarse.
En Londres, Jack tuvo que ocuparse de sus negocios, pero siguió esforzándose por estar con ella. La llevó de compras, a cenar a Harry's Bar y a bailar a Annabel's, También le compró un anillo de esmeraldas a juego con la pulsera que le había regalado en París.
– ¿Por qué me mimas de esta manera? -preguntó ella, riendo, mientras salían de Graff's, en Bond Street.
– Porque te quiero. Tú eres la estrella que ilumina mi camino -repuso él con una ancha sonrisa.