Pidieron la comida y continuaron charlando. La tarde voló, y antes de que pudieran darse cuenta, eran las dos y media.
– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Bill con inquietud.
Maddy debía tomar muchas decisiones, de las cuales solo unas pocas estaban relacionadas con su recién encontrada hija. Aún debía enfrentarse a un marido que la maltrataba y que no iba a desaparecer de su vida por arte de magia.
– Todavía no lo sé. Dentro de unas semanas iré a Memphis a ver a Lizzie. Me gustaría enviarla a una facultad de aquí.
– Yo podría ayudarte. Avísame cuando estés preparada.
– Gracias, Bill. También tengo que resolver las cosas con Jack. Le aterroriza la idea de que la prensa sensacionalista convierta este asunto en un escándalo.
– ¿Y qué? ¿Te importa a ti? -pregunto Bill con sensatez.
Maddy sopesó la cuestión y negó con la cabeza.
– Lo único que me preocupa es la reacción de Jack. Me atormentará.
Ambos sabían que era verdad, y Bill estaba preocupado por Maddy.
– Ojalá no tuviese que ir Martha's Vineyard mañana -dijo con ceño-. Si quieres, puedo cambiar mis planes, aunque no sé si puedo hacer algo para que Jack se comporte. Todavía creo que la única solución es que lo dejes.
– Lo sé. Pero la doctora Flowers y yo coincidimos en que aún no estoy preparada. Le debo mucho, Bill.
– ¿La doctora Flowers también coincide contigo en ese punto? -preguntó con tono de reprobación.
Maddy sonrió, avergonzada.
– No. Pero entiende que todavía no puedo dejarlo.
– No esperes demasiado, Maddy. Podría hacerte daño en cualquier momento. Quizá no le baste con maltratarte psicológicamente y recurra a la violencia física.
– La doctora Flowers dice que se volverá más agresivo a medida que yo tome distancia.
– ¿Por qué te quedas entonces? No tiene sentido que corras riesgos. Maddy, tienes que marcharte cuanto antes.
Lo más extraordinario era que Maddy era hermosa, inteligente y con un buen empleo: la clase de persona que todas las mujeres del país hubieran querido ser. Que estas supieran, era independiente y tenía recursos para salir de una situación conflictiva. Pero el problema de los malos tratos era complejo: ella lo sabía bien, y Bill comenzaba a entenderlo. Era como un pozo de alquitrán, un pozo lleno de culpa y terror que la mantenía atascada, aunque todos los demás pensaran que podía escapar. Sentía como si se moviera a cámara lenta, y a pesar de sus esfuerzos, no conseguía avanzar más aprisa. Creía que le debía su vida entera a Jack. Bill temía que Jack le hiciese daño físicamente, además de psicológicamente, cuando descubriese que no podía seguir dominándola. Ella también era consciente de lo que estaba ocurriendo, pero estaba demasiado asustada para hacer algo al respecto. Había tardado ocho años en escapar de Bobby Joe, y Bill deseaba que esta vez no esperase tanto.
– ¿Me llamarás, Maddy? Estaré muerto de preocupación por ti. -Era verdad: aunque no terminaba de entender por qué ni lo había previsto así, Maddy estaba siempre en su mente. Todavía añoraba a su mujer; de hecho, había estado obsesionado por ella mientras terminaba su libro. Pero últimamente se distraía a menudo, y a veces se alegraba, pensando en Maddy-. Te llamaré al despacho. -Tenía miedo de llamarla a su casa y añadir los celos a las armas con que Jack la atormentaba.
– Yo también te llamaré, te lo prometo. Estaré bien. Tengo muchas cosas que hacer, y probablemente nos marchemos unos días a Virginia. Me encantaría llevar a Lizzie conmigo, pero no creo que Jack me lo permita.
– Me gustaría que lo dejases -dijo con tono sombrío.
Bill no tenía intereses personales en juego ni estaba unido sentimentalmente a Maddy, pero como cualquier ser humano que observa cómo torturan a otro, se sentía impotente, furioso y ansioso por ayudar. A veces la situación le recordaba los largos meses en que su esposa había estado secuestrada, cuando esperaba constantemente noticias y se sentía frustrado por la imposibilidad de hacer algo para rescatarla. Ese sentimiento lo había inducido a actuar por su cuenta. Y en su ingenuidad, la había matado, o al menos se sentía responsable de su muerte. En cierto modo, este era un trance dolorosamente parecido.
– Quiero que tengas mucho cuidado -pidió cuando la dejó en el coche, en la puerta del restaurante-. No hagas nada que te ponga en peligro. Puede que no sea el momento más apropiado para plantarle cara. No tienes que demostrar nada, Maddy. No necesitas su aprobación. Lo único que tienes que hacer es marcharte cuando estés preparada. Él no te liberará; tendrás que hacerlo tú sola y correr como loca hasta llegar a la frontera.
En cierto modo, era como huir de un país comunista.
– Lo sé. El día que abandoné a Bobby Joe, dejé el anillo de boda sobre la mesa de la cocina y salí pitando de allí. Tardó meses en descubrir dónde estaba, y para entonces Jack ya se había hecho cargo de la situación. Durante mis primeros meses en la cadena, tenía más guardias de seguridad que el Papa.
– Es probable que esta vez tengas que hacer lo mismo. -La miró largamente y con fijeza mientras estaban junto al coche-. No quiero que te haga daño. -O peor aún, que la matase en un arrebato de locura. Bill no lo dijo, pero creía que Jack era capaz, de algo así. Era un hombre sin alma ni moral. Un sociópata, un ser sin conciencia-. Cuídate. -Recordó a la hija de Maddy y añadió sonriendo-: Mamá. Me gusta pensar en ti como en una madre. Te sienta bien.
– A mí también me gusta. Es una sensación maravillosa -respondió ella con una sonrisa de oreja a oreja.
– Disfrútalo, te lo mereces.
Le dio un afectuoso abrazo y permaneció en la acera, mirando alejarse el coche. Dos horas después, un gran ramo de flores llegó al despacho de Maddy. Las flores eran de distintos tonos de rosa, con globos y un osito de peluche también rosados y una nota que decía: «Enhorabuena por tu nueva hija. Con cariño, Bill».
Maddy puso la tarjeta en un cajón y sonrió. Era un detalle encantador, y estaba conmovida. Llamó a Bill para darle las gracias, pero él seguía fuera así que le dejó un mensaje en el contestador diciéndole cuánto le había gustado el ramo.
Una hora después seguía risueña, pensando en las flores y en la comida con Bill, cuando Jack entró en su despacho.
– ¿Qué coño es eso? -pregunté, mirando con furia los globos y el oso de peluche rosados. Era fácil imaginar su significado.
– Es una broma. Nada importante.
– Y una mierda. ¿Quién te lo envió?
Buscó infructuosamente la tarjeta mientras Maddy, desesperada, se preguntaba qué decir.
– Son de mi psicóloga -respondió con inocencia, pero no era una buena respuesta.
Hacía años iba a un psicólogo, pero Jack la había obligado a abandonar el tratamiento. Se sentía amenazado y había dicho que el psicólogo era incompetente. Al final, a Maddy le había resultado más sencillo dejar de ir. Ahora se daba cuenta de que había sido una estratagema más en el plan de Jack para aislarla.
– ¿Desde cuándo has vuelto a la terapia?
– En realidad, es solo una amiga. La conocí en la Comisión sobre la Violencia contra las Mujeres.
– Ya. ¿Qué es? ¿Una tortillera feminista?
– Tiene casi ochenta años y es abuela. Es una mujer muy interesante.
– Seguro. Debe de estar senil. Si le cuentas lo ocurrido a gente suficiente, Mad, pronto leerás tu historia en la prensa sensacionalista. Y espero que lo disfrutes, porque cuando eso ocurra te quedarás sin trabajo. Así que yo, en tu lugar, mantendría la boca cerrada. Y di le a esa puta de Memphis que se calle, o la demandare por calumnias.
– Si dice que es mi hija, no será una calumnia -replicó Maddy con mayor serenidad de la que sentía-, porque es verdad. Y tiene derecho a decirlo. Pero me prometió que no lo hará. Y no la llames «puta», Jack. Es mi hija. -Lo dijo con claridad y cortesía, pero él se volvió a mirarla con expresión malevolente.