En el aparcamiento, lejos de donde estaba atrapada, habían explotado varios automóviles y la fachada de algunos edificios. Había coches de bomberos y gente corriendo y gritando. Personas sangrando por todo el cuerpo corrían hacia el aparcamiento mientras los niños heridos eran conducidos en camillas a las ambulancias. Parecía una película, y la gente que hablaba con la policía y los bomberos decía que todo el edificio se había derrumbado en un instante. De hecho, cuatro locales del centro comercial habían resultado completamente destruidos, y un gran cráter se había abierto junto a la puerta del drugstore en el que estaba Maddy. Allí donde unos instantes antes había un camión, ahora se abría un inmenso agujero. La explosión había sido tan violenta que había roto los cristales de edificios situados a cinco manzanas de distancia. Justo cuando llegaron los equipos de televisión, sacaron al Papá Noel cubierto con una manta. Había muerto instantáneamente, igual que más de la mitad de los niños que estaban esperando para verlo. Era una tragedia tan grande que nadie acababa de creer que hubiera sucedido.
En el interior del local, hecha un ovillo, Maddy intentaba salir de entre los escombros que la mantenían prisionera. Arañaba, empujaba, hacía palanca con su propio cuerpo, pero nada se movía, y de repente descubrió con pánico que le costaba respirar. En ese momento oyó una voz en la oscuridad.
– Socorro… socorro… ¿alguien puede oírme?
La voz sonaba débil, pero era reconfortante saber que había una persona cerca.
– Sí. ¿Dónde está? -Había tanto polvo que Maddy apenas si podía respirar. Pero se giró en la dirección de la voz y aguzó el oído.
– No lo sé, no veo nada -respondió la voz.
Estaban envueltos en una oscuridad absoluta.
– ¿Sabe qué ha pasado?
– Creo que se ha derrumbado el edificio… Yo me golpeé la cabeza… Me parece que estoy sangrando. -Era la voz de una mujer joven.
Poco después, a Maddy le pareció volver a oír el llanto de un bebé, pero no mucho más. Solo algún gemido lejano… un grito… Esperaba oír sirenas -una señal de que acudirían a rescatarlas- pero no fue así. Había demasiado cemento alrededor para que percibiesen el caos del exterior o los estridentes pitidos de los vehículos de salvamento que se dirigían al centro comercial desde todos los puntos de la ciudad. Los servicios de emergencia habían solicitado refuerzos a Virginia y Maryland. De momento nadie sabía nada, excepto que se había producido una terrible explosión y que había numerosos muertos y heridos.
– ¿Ese niño es tu hijo? -preguntó Maddy, al oír otro llanto infantil.
– Sí -respondió la joven con un hilo de voz-. Tiene dos meses. Se llama Andy.
Parecía estar llorando, y Maddy la habría imitado, pero estaba demasiado conmocionada para sentir sus propias emociones.
– ¿Está herido?
– No lo sé… No veo.
Ahora prorrumpió en sollozos, y Maddy cerró los ojos en un esfuerzo por pensar con lucidez. Debía de haber pasado algo terrible para que el edificio se desmoronase, pero no adivinaba qué podía ser.
– ¿Puedes moverte? -preguntó.
Hablar con la joven la ayudaba a mantener la cordura mientras seguía tratando de apartar obstáculos. Algo semejante a una roca se movió un poco, apenas unos centímetros. Estaba en la dirección contraria al sitio de donde procedía la voz.
– No -respondió la mujer-. Hay algo sobre mis brazos y mis piernas… Y no puedo llegar a donde está mi hijo.
– Nos sacarán de aquí, ¿sabes? -dijo Maddy.
En ese preciso momento ambas oyeron voces lejanas, pero no podían saber si se trataba de otras víctimas o del personal de rescate. Mientras se preguntaba qué hacer, Maddy recordó que llevaba el teléfono móvil en el bolso. Si lo encontraba, podría pedir ayuda o conseguir que las localizaran más fácilmente. Era una idea descabellada, pero le proporcionaba algo que hacer, de manera que empezó a buscar a tientas a su alrededor. No encontró nada salvo polvo, piedras e irregulares trozos de cemento. Sin embargo, en el proceso se hizo una idea de la fisonomía del lugar donde estaba. Volvió a intentar mover los muros de su provisional celda y consiguió apartar unas tablas situadas en un extremo, a un palmo de ella, ganando sitio.
– Estoy tratando de llegar a tu lado -le dijo a la joven con intención de darle ánimos. Hubo un largo silencio que la asustó-. ¿Te encuentras bien? ¿Me oyes?
Tras otra larga pausa, volvió a oír la voz de la chica.
– Creo que me había dormido.
– No duermas. Procura permanecer despierta -dijo Maddy con firmeza, tratando de pensar con claridad. Aún estaba conmocionada, y al moverse se dio cuenta de que tenía un fuerte dolor de cabeza-. Háblame… ¿cómo te llamas?
– Anne.
– Hola, Anne. Yo soy Maddy. ¿Cuántos años tienes?
– Dieciséis.
– Yo tengo treinta y cuatro. Soy periodista… de televisión… -Otra vez silencio-. Despierta, Anne… ¿Cómo está Andy?
– No lo sé.
El niño lloraba tan fuerte que Maddy sabía que estaba vivo, pero la voz de la joven sonaba cada vez más débil. Solo Dios sabía si estaba herida de gravedad y si alguien las encontraría.
Mientras Maddy continuaba luchando en el interior de su cueva, fuera seguían llegando coches de bomberos de todos los distritos de la ciudad. Dos tiendas estaban en llamas, cuatro se habían derrumbado, y de las zonas más cercanas al epicentro de la explosión sacaban cuerpos destrozados, algunos irreconocibles. Había manos, pies y cabezas por todas partes. Las personas que podían andar eran trasladadas en coches, mientras que las ambulancias se llevaban a todos los heridos incapaces de moverse por su propio pie. Trataban de despejar la zona para facilitar el trabajo de los equipos de salvamento y los voluntarios. Habían llamado al Centro de Control de Catástrofes y Emergencias Nacionales y estaban organizando equipos de rescate. Entretanto empezaron a llegar las excavadoras, pero no pudieron usarlas, ya que los edificios que aún se mantenían en pie se encontraban en un estado precario y había demasiadas víctimas para usar máquinas que podían agravar el problema.
La zona estaba llena de periodistas y las cadenas de televisión de todo el país habían interrumpido sus emisiones para informar a los espectadores de la mayor catástrofe nacional desde el atentado de Oklahoma en 1995. De momento había un centenar de víctimas, aunque no podían calcular cuántas más encontrarían entre los escombros. Todas las cámaras habían filmado a una niña con un brazo amputado, llorando a gritos mientras el personal sanitario la sacaba de allí. Su identidad era una incógnita; nadie la había reclamado todavía. Y las personas en condiciones semejantes se contaban por docenas. De entre los escombros sacaban heridos, mutilados, muertos y moribundos.
Bill estaba en su estudio, viendo tranquilamente la televisión, cuando emitieron el primer boletín; entonces se incorporó en su silla con expresión de horror. Maddy le había dicho que iría a ese centro comercial después del trabajo. Corrió al teléfono y la llamó a casa, pero no obtuvo respuesta. A continuación marcó el número del teléfono móvil y oyó una grabación anunciando que el usuario se encontraba fuera de cobertura. Continuó viendo las noticias, cada vez más asustado. Estuvo a punto de telefonear a la cadena para preguntar si sabían algo de Maddy, pero no se atrevió. Cabía la posibilidad de que estuviese en el lugar de la catástrofe, cubriendo la noticia, así que decidió esperar a que llamase ella. Sabía que lo haría si tenía tiempo… y si no estaba atrapada bajo los escombros. Lo único que podía hacer era rezar para que no estuviese allí. Y solo podía pensar en el momento en que un grupo de encapuchados con ametralladoras había secuestrado a Margaret.