Suena en alguna parte el timbre débil de un teléfono, muy repetido, como el canto de los grillos, pero mucho más raro, porque en nuestra plaza, donde hay ya varias antenas de televisión sobre los tejados, casi nadie tiene teléfono, ni siquiera Baltasar, que lo considera un gasto inútil. El único teléfono parece que está en la casa pegada a la nuestra, la que llaman la casa del rincón, la única cuya puerta está cerrada durante el día, y en la que vive solo ese ciego que apenas tiene trato con los vecinos, y que a mí me daba mucho miedo cuando era pequeño, con sus gafas negras muy grandes y su cara marcada por cicatrices rojizas. Las salamanquesas acechan inmóviles, cabeza abajo sobre la cal de las fachadas, cerca de las esquinas donde las bombillas de la iluminación pública atraen a los insectos. Igual de atentamente vigilarán las arañas que han tejido su tela en los intersticios del tejado o en el canalón de estaño que pasa bajo el alero, aguardando la vibración que les indique que una víctima ha caído en la trampa tenue y mortal de los hilos de seda. Los murciélagos vuelan por encima de los tejados con aleteos silenciosos, lanzándose como aviones de caza contra sus presas invisibles, a las que detectan gracias a un sistema muy complejo de ultrasonidos, mil veces más refinado que el radar. Tan ciegos como nuestro vecino, pero mucho más ágiles. "Contemplando las mil maravillas de la Naturaleza", dice el Padre Director en la capilla del colegio, y levanta los dos brazos extendidos, "quién podrá negar la infinita sabiduría del Creador. Si vemos por el campo un reloj, y nos admiramos de su extraordinario mecanismo, ¿quién podría negar la existencia del Relojero que lo ha construido?".
La brisa lenta y cálida trae el sonido de la última función del cine de verano, disparos de revólveres o redobles de cascos de caballos en alguna película del Oeste, trompeteos, clamores de multitud o choques de espadas en una de romanos, fragores marítimos en una de piratas, o de exploraciones y naufragios. Sobre los tejados, en los corrales, en las plazuelas del barrio, el estruendo del cine es uno de los elementos naturales de la noche, como lo sería el de los truenos de una tormenta o el de la lluvia goteando por los aleros y los canalones. Se acaba la película, hacia la una de la madrugada, y sólo entonces llega el silencio, con un fondo de murmullos de vecinos que aún no han dado fin a la tertulia nocturna, sentados en grupos junto a las puertas de las casas, con la desgana de volver al aire caliente de los dormitorios. Algunos vecinos ya no sacan las sillas para la tertulia, porque prefieren quedarse viendo sus televisores recién adquiridos: por las ventanas abiertas de par en par, al otro lado de las rejas, se ve al pasar una habitación a oscuras en la que se perfilan bultos de personas inmóviles contra la fosforescencia de las pantallas encendidas. También nosotros tenemos ya un televisor, desde hace unos meses, y aunque mi padre se resistió tanto a comprarlo y renegó diciendo que una vez más mi tío Carlos iba a estafarlo con uno de sus aparatos innecesarios por los que había que pagar plazos que no se acaban nunca, ahora se queda solo viéndolo cuando los demás salimos al fresco de la calle y nos vamos al cine, y cuando volvemos está dormido y roncando frente a la pantalla en la que ya no hay nada más que una nieve de puntos luminosos.
Por las ventanas abiertas salen a la calle ráfagas de conversaciones y fragmentos de anuncios, voces de niños, de madres que dan órdenes, se oye el sonido de los cubiertos sobre la loza y el choque de los vasos de una cena familiar. Cada noche las voces metálicas y muy articuladas de la televisión se superponen en el barrio a las de los vecinos que conversan y a las de los niños que se quedan a jugar hasta muy tarde, porque es verano y al día siguiente no habrá que ir a la escuela.
Yo escucho, asomado al balcón, en el último piso que ahora sólo es mío, desde que se casó mi tío Pedro, escucho y vigilo, miro pasar por la calle del Pozo a la gente que vuelve del cine de verano, muchos de ellos con botijos de agua fresca, con fiambreras en las que llevaron la cena para tomársela mientras veían la película.
El timbre distante del teléfono vuelve a sonar, o quizás ha estado repitiéndose tan monótonamente como los cantos de los grillos y yo no lo he escuchado. Al llegar junto a cada corrillo de vecinos, el que pasa dice buenas noches, y los vecinos interrumpen la conversación para contestarle a coro con un buenas noches idéntico, aun en el caso raro en que ni el uno ni los otros se conozcan. El ciego sale de su casa o vuelve a ella cuando es ya muy tarde y los corros de vecinos se han retirado, y además procura pasar por los callejones menos frecuentados, caminando siempre muy cerca de la pared, rozándola con una mano extendida, manejando con la otra el bastón con el que da breves golpes de reconocimiento sobre el empedrado, sobre las baldosas de las aceras y los bordillos rectos de piedra.
Solo que estas últimas noches no hay tertulias en nuestra plaza, ni al menos en la mitad de la calle del Pozo que va a desembocar en ella. No hay tertulias ni ruidos de televisores por las ventanas abiertas porque se sabe que Baltasar está muriéndose, por respeto a su lenta agonía. Al otro lado de la calle, frente a mi balcón abierto, está la casa de Baltasar, prolongada por el muro blanco de los corrales y el huerto. Es la casa más grande y sus corrales y su huerto también son los más extensos del barrio. Hay grandes higueras, una palmera que casi llega a la altura del balcón donde yo estoy asomado, cuadras hondas para los mulos y los cerdos, cercados para los pollos de cresta roja y para los pavos que responden como un coro idiota cuando se los interpela desde lejos. Cuando yo era pequeño mi tío Pedro me tomaba en brazos junto al balcón abierto y me mostraba el huerto de Baltasar y su muchedumbre de pavos y me decía que los pavos hablan y entienden lo que se les dice, y pueden responder a las preguntas.
Gritaba, para demostrármelo: “¡Pavos de Baltasar! ¿Qué habéis comido hoy?" Del corral subía hacia nosotros, desde el otro lado de la calle estrecha, un gran clamor de sonidos guturales, como de erres y de oes que mi tío Pedro traducía para mí: "Hemos comido arroz, arroz, arroz". El 25 de agosto, el día del santo de la mujer de Baltasar, las puertas del huerto que daban a la calle del Pozo se abrían para los invitados en una fiesta de manteles blancos sobre largas mesas de convite y bombillas de colores colgadas en hileras entre los árboles. Una pequeña orquesta de saxofón, batería, contrabajo y acordeón tocaba pasodobles y canciones modernas. Había grandes garrafas de vino y neveras con barras de hielo para mantener frescas las botellas de cerveza, platos de gambas cocidas, de aceitunas, de patatas fritas, gaseosas y Coca-Cola para los niños. A la mañana siguiente, al barrer las puertas de las casas, rociando la tierra con el agua de los cubos de fregar para que se asentara el polvo, las vecinas comentaban entre sí que la fiesta de Baltasar había sido "como una boda".
"Más que muchas bodas", ponderaba mi abuelo, con su amor por las cosas grandes y los gestos fantasiosos. Había vecinos que eran invitados a la fiesta del santo de Luisa y otros que no, y eso marcaba distancias y rivalidades sutiles entre ellos. A nosotros siempre nos invitaban, y cada año, según se acercaba la noche de San Luis, yo podía espiar una conversación parecida entre mis abuelos: -No seré yo la que vaya este año.
– Mujer, cómo no vas a ir, si son los vecinos de enfrente, y nos han invitado.
– Nos invitan para darnos envidia.
– También se la damos nosotros a los que no pueden estar en el convite.
– Creerán que por invitarnos se nos olvida lo que nos hicieron.
– Lo pasado, pasado.
– Yo no soy como tú. A mí no se me olvida ni se me olvidará nunca.
No habrá fiesta este año: dentro de algo más de un mes, cuando llegue el día de San Luis, Baltasar estará muerto, y es muy probable que ni siquiera entonces mi abuela le haya perdonado un agravio que sucedió en un pasado lejano y sombrío y que yo no logro saber en qué consistió. No sé nada del pasado ni me importa mucho pero percibo su peso inmenso de plomo, la fuerza abrumadora de su gravedad, como la que sentiría un astronauta en un planeta con una masa mucho mayor que la de la Tierra, o con una atmósfera mucho más pesada. La masa de Venus es menor que la de la Tierra, pero su atmósfera venenosa de anhídrido carbónico es tan densa que una nave espacial quedaría aplastada sin llegar a posarse sobre su superficie. En Júpiter mi cuerpo pesaría más de quinientos kilos, pero Júpiter es una esfera de hidrógeno líquido agitada por tormentas que duran milenios y en la que se hunden con grandes deflagraciones como de bombas nucleares los meteoritos gigantes atraídos por la fuerza de su gravedad. Lo que sucedió o no sucedió hace veinte o treinta años gravita sobre los mayores con una fuerza invisible que ellos mismos no advierten, y algunas veces, escuchando sus conversaciones, viéndolos acudir cada día a sus tareas sin recompensa, tengo la sensación de verlos caminar como buzos con enormes zapatones de suelas de plomo, cada uno con la joroba del pasado sobre los hombros, doblándolos bajo su peso como cuando se doblan bajo un costal lleno de trigo o de aceitunas. No hay ningún adulto cuya figura no proyecte hacia atrás la sombra perpetua de lo que hizo o de lo que le sucedió en otro tiempo. El pasado de los mayores es un mundo al que yo sólo puedo asomarme por rendijas estrechas, una casa oscura en la que casi todas las habitaciones están cerradas con llave y las ventanas tienen los postigos echados, y dejan salir si acaso un hilo de luz, tan delgado como el que ahora se filtra hacia la plaza desde la ventana de la habitación donde yo visité a Baltasar esta tarde.