}Hemos comenzado a explorar el Universo y no nos detendremos en la conquista de la Luna}, ha dicho el ingeniero Von Braun en el telediario de las nueve de la noche. Me imagino al médico -doctor Medina, le decía temerosamente la sobrina de Baltasartambién sentado frente a un televisor, renegando a solas y en voz alta, llamando nazi a Von Braun. Para los larguísimos viajes espaciales del futuro quizás será preciso reclutar y entrenar como astronautas a condenados a muerte, ofreciéndoles la conmutación de la pena capital a cambio de que acepten viajar durante el resto de sus vidas. Se ha acabado la película en el cine de verano, se han retirado hacia el interior caliente de las casas los últimos vecinos que apuraban la tertulia y hace ya un rato que la fotografía del general Franco, la bandera española ondeante y el himno nacional señalaron el fin de los programas de la televisión, dejando en las pantallas una niebla de puntos grises y blancos que mantiene todavía hechizados durante varios minutos a los espectadores más tardíos. Otros científicos sugieren que los viajes espaciales exigirán que los comiencen parejas clínicamente perfectas, que tendrán descendencia durante la travesía, y sus hijos se casarán a su vez con los de otros tripulantes y así sucesivamente,}con el fin de seguir el gran viaje de generación en generación}.
Ahora, en el silencio, que tiene un fondo de grillos y de perros, cuando también en mi casa se han dormido todos y yo sigo despierto y asomado al balcón como un vigía en un faro, o como uno de aquellos astrólogos babilonios que observaban el cielo desde las terrazas de sus zigurats y que dieron a las estrellas y a las constelaciones sus nombres más antiguos, la única casa en vela y con las luces encendidas de todo el barrio de San Lorenzo es la de Baltasar. Me parece que oigo pasos en ella, puertas que se abren y se cierran, que vuelvo a escuchar muy cerca la respiración del moribundo, a quien el dolor y el insomnio lo mantienen atado a la conciencia, y quizás también una terca decisión de no ceder a la muerte, él que durante tantos años hizo lo que se le antojaba e impuso su voluntad tiránica a quienes vivían a sus órdenes, asustados de sus gritos, de su fuerza brutal, medrosos y dóciles para solicitar su favor, un jornal o una limosna.
El motor solitario de un coche se acerca a la plaza por los callejones:
quizás han llamado al médico porque Baltasar se ahoga, porque ahora sí que viene el final. Pero el coche se aleja, y el silencio vuelve a la plaza, el silencio que la colma como el agua quieta de un estanque, lisa en la superficie, muy levemente ondulada por la brisa nocturna que roza las hojas de los álamos. El timbre de un teléfono sigue sonando. Unos pasos lentos, unos golpes menudos de bastón percutiendo sigilosamente contra el empedrado y contra la cal de una pared avisan de que se acerca el ciego Domingo González y que va a doblar de un momento a otro la esquina de la Casa de las Torres.
Por una de las ventanas entornadas en la casa de Baltasar viene ahora un rumor de rezos. Repiten oraciones, esparcen agua que llaman bendita, ponen estampas de santos o de vírgenes cerca del moribundo. Igual podrían danzar en torno suyo con las caras pintadas y agitando sonajeros de calabazas llenos de semillas secas. "Una estampa de la Virgen del Carmen bendecida por Su Santidad el Papa viajará con los astronautas a la Luna, cumpliendo una petición del Padre Carmelo de la Inmaculada, director de la revista de devoción mariana}Lluvia de Rosas}, que alcanza una gran difusión en todo el mundo", decía ayer el periódico}Singladura}, que viene de la capital de la provincia y está tan mal impreso que las caras o los objetos apenas se distinguen en los rectángulos negros de sus fotografías. "El astronauta Aldrin consultó con su director espiritual minutos antes del despegue de la nave Apolo".
Desde el fondo de mi casa, por la oquedad en sombras de las escaleras, suben hasta mí las campanadas del reloj de la sala. Las dos de la madrugada. Las dos de la madrugada del jueves 17 de julio de 1969. Primer año de la Era Espacial. Trigésimo tercer aniversario del Glorioso Alzamiento Nacional, dicen con voces enfáticas los locutores de la radio y de la televisión, que hoy darán mucha más relevancia en sus informaciones a la efemérides del levantamiento de Franco que a las últimas novedades sobre el viaje a la Luna. Aniversario, Alzamiento, Efemérides, Glorioso, Cruzada, Victoria. Según se acerca el 18 de julio las voces de los locutores se ahuecan y engolan y proliferan los discursos cargados de mayúsculas y las fechas con números romanos, los himnos marciales, las imágenes de batallas y desfiles del tiempo de la guerra, la figura de Franco, el Caudillo, el Generalísimo, un viejecillo calvo, redondeado, fondón, como el abuelo de alguien, vestido a veces de uniforme militar y otras con un traje como de jubilado pulcro, la cintura del pantalón muy alta sobre la barriga floja. Cuando transmiten por televisión un acto oficial en el que alguien con camisa azul grita al final de un discurso: “¡Viva Franco!”, Baltasar se incorpora en su sillón de mimbre y grita roncamente: “¡Viva!” La duración de plomo del pasado se mide en conmemoraciones y en números romanos: a mí me gusta el tiempo inverso y veloz de la cuenta atrás que lleva segundo a segundo al despegue de un cohete Saturno, y más todavía el que empieza en el instante del despegue: segundos de prodigio, minutos y horas de aventura y suspenso, cada hora numerada en su avance y en el cumplimiento exacto de los objetivos de una misión volcada a un porvenir luminoso de adelantos científicos y exploraciones espaciales.
En las noticias de la radio y de la televisión siempre dicen las horas que han pasado desde el comienzo exacto del viaje de la nave Apolo Xi. Intento hacer el cálculo ahora mismo, venciendo la pereza y el peso del sueño. Once horas y cuatro minutos desde el momento del despegue. La silueta blanca de la nave contra el cielo negro, la nave silenciosa, inmóvil en apariencia, aunque viaja de la Tierra a la Luna a diez mil pies por segundo, la nave que es en realidad una rara yuxtaposición de dos módulos: el módulo de mando, llamado Columbia, y adherido a su morro cónico el módulo lunar, que será el que se desprenda para descender hacia el satélite, y que tiene un aire de insecto o de crustáceo robot, con su forma poliédrica y sus patas articuladas. El tiempo de la misión espacial no se parece nada al de nuestras vidas terrenales, no puede ser medido con los mismos torpes instrumentos que ellas.
Primero fue la cuenta atrás, el pulso numérico de cada segundo que progresaba en línea recta hacia el instante preciso de la explosión de gases y el despegue, las voces nasales que cuentan a la inversa y en inglés, terminando en un cero que ya tiene algo en sí mismo de explosivo. Y a partir de entonces segundos y minutos fueron agregándose para numerar exactamente las horas, midiendo un tiempo veloz, aventurero, matemático, tan limpio como el chorro blanco de humo en el cielo azul de Florida. La misión Apolo no se mide por días ni por semanas, ni por largos años sombríos de repetición ceremonial del pasado, sino por horas, minutos y segundos.}?Será usted quien dirija el vuelo?}, le preguntaron al comandante Neil Armstrong. Y él contestó con una sonrisa:}quien lo dirigirá de verdad será Isaac Newton}. Lo que impulsa ahora mismo a la nave en dirección a la Luna no son sus motores sino la fuerza de la gravedad lunar. Ahora mismo, mientras yo miro al cielo buscando en vano la pulsación de un punto luminoso que sea el de la nave espacial, los astronautas miran la Tierra por una de las ventanas circulares, la Tierra azul y más grande que una Luna llena recién surgida en el horizonte. La Tierra azul y en parte ensombrecida, la noche sumergiendo la mitad de ella, incluido este valle al que da mi balcón, esta ciudad pequeña cuyas luces muy débiles difícilmente podrá ver nadie desde una cierta altura. Dentro de poco verán la Luna mucho más cerca: los cráteres inmensos, que conservan la forma del impacto de los meteoritos que los provocaron hace cientos de millones de años, las cordilleras de un gris de ceniza, las llanuras que llaman mares,}Maria} en latín, océanos de rocas y polvo que ningún viento ha estremecido nunca. En uno de esos mares aterrizarán en la madrugada del lunes, o}alunizarán}, según dicen algunos reporteros y expertos en la televisión. En el Mar de la Tranquilidad,}Mare Tranquilitatis}. En latín la geografía fantástica de la Luna se vuelve mucho más misteriosa. Mare Tranquilitatis, Mare Serenitatis, Océano de las Tormentas: me acuerdo de las jaculatorias que se decían antes al rezar el rosario, las palabras litúrgicas de la misa cuando yo era pequeño, y también las clases lúgubres de Latín en el colegio.
El profesor de Latín es un ciego que se llama don Basilio. Vivo en un mundo, en una ciudad, donde abundan los ciegos, los cojos, los mancos, supervivientes de la guerra y de los años del hambre, mutilados en las batallas o en los bombardeos, heridos por la viruela, por la tiña, por la poliomelitis, despojos del tiempo que está más allá de la frontera de sombra que divide el presente del pasado, como la que separa en las fotografías de la Tierra tomadas desde el espacio el día de la noche. Don Basilio es un ciego raro, sin gafas, con la cara muy carnosa, con un ojo abierto de color gris y de pupila escarchada y otro que mantiene siempre guiñado, y en el que le queda un poco de vista, porque se pega a él la esfera del reloj para saber la hora. Las cataratas enturbian el ojo abierto de don Basilio como las masas de nubes que cubren a medias la esfera azul de la Tierra en las fotografías tomadas desde el espacio.