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Todo parece sumergido en el silencio, en las aguas hondas del tiempo embalsado de la plaza, y sin embargo nada duerme, nada permanece quieto o en verdadero reposo. Dicen que el ciego Domingo González no duerme nunca, que gira la llave enorme de su casa en la cerradura y luego ajusta la tranca y revisa a tientas las rejas de barrotes que ha hecho instalar en las ventanas que podrían ser accesibles desde los tejados y los corrales contiguos a su casa. Quien algo teme, algo debe, dice mi abuelo, con ese gesto entre de astucia y de pesadumbre con el que indica que sabe mucho más de lo que puede o quiere contar. Las células del cáncer se multiplican ahora mismo con una fertilidad furiosa en el interior de los pulmones, en el hígado, en los intestinos de Baltasar, invaden su organismo entero y lo arrasan como una muchedumbre de termitas, de hormigas excavando túneles bajo la tierra apisonada de nuestra plaza. En mi casa a oscuras, en los dormitorios donde los balcones abiertos no disipan la temperatura casi de fiebre del aire y de las sábanas, mis padres y mis abuelos duermen respirando muy hondo, con las bocas abiertas, cada uno con un registro distinto de ronquidos, los cuatro hundidos en el sueño por el agotamiento de los trabajos del día.

En la cuadra la yegua de mi padre y la burra diminuta de mi abuelo duermen de pie, golpeando de vez en cuando con los cascos el suelo cubierto de estiércol. En las otras cuadras que hay al fondo del corral gruñen los cerdos que dormitan tirados entre desperdicios y excrementos con los ojos diminutos y guiñados, que se parecen a los ojos de Baltasar. En el interior de un huevo que una gallina estará empollando ahora mismo va cobrando forma un embrión que se parece asombrosamente a los embriones humanos que he visto en las fotografías a todo color de un libro que hay en casa de mi tía Lola. En su paseo espacial el astronauta Aldrin parecía tan inmóvil como un nadador que se queda quieto en el agua y sin embargo él y la cápsula Gemini estaban girando en órbita alrededor de la Tierra a una velocidad de diecisiete mil quinientas millas por hora.

Nada está quieto, y menos que nada mi cabeza sin sosiego, excitada por el calor de la noche y por el insomnio, por las percepciones excesivamente agudas de los sentidos. El mecanismo del reloj de la sala, al que mi abuelo le da cuerda todas las noches, se mantiene en marcha gracias a sus engranajes y a sus ruedas dentadas, al impulso del péndulo de cobre dorado tras la caja alta de cristaclass="underline" algunas veces yo he alzado los ojos del libro que estaba leyendo y he atrapado el movimiento de la aguja de los minutos, tan súbito como el de la salamanquesa que atrapa a un insecto. Engranajes herrumbrosos se mueven en el interior de las torres de las iglesias y en la gran torre del reloj que hay en la plaza del General Orduña y van marcando un tiempo lento y profundo que resuena cada cuarto de hora en el bronce de las campanas, irradiando sobre la ciudad ondas concéntricas que se propagan como sobre el agua lisa de un lago o de un estanque: es el tiempo demorado e idéntico de las estaciones, de los sembrados y de las cosechas, y las campanadas de las horas y los cuartos suenan tan despacio como las que llaman a misa o doblan para un entierro o para un funeral.

7

Miro los escaparates de las papelerías igual que hace sólo unos años miraba en los de las tiendas de juguetes los trenes eléctricos que por una razón misteriosa nunca me traían los Reyes Magos. Miro los escaparates de las papelerías y el de una tienda de óptica en la que también hay objetos tan deseables y tan inaccesibles como los trenes de entonces y como los libros que no tengo dinero para comprar: microscopios por los que me gustaría ver la pululación de la vida en una gota de agua, un telescopio de largo tubo blanco que me permitiría ver los cráteres, los océanos, las cordilleras de la Luna, quizás el Mar de la Tranquilidad en el que dentro de menos de cuarenta y ocho horas se posará el módulo Eagle,}Águila} según mi diccionario de inglés, la cápsula en forma de poliedro con largas patas articuladas que parecen extremidades de una araña o de un cangrejo robot. En un volumen de relatos de ciencia ficción que pude comprar después de verlo, un día tras otro, durante largas semanas de incertidumbre y ahorro, en el escaparate de una papelería, leí una historia de cangrejos robots alimentados por la energía solar que captaban con espejos poliédricos: los fabricaban en un laboratorio, en una isla apartada de las rutas de navegación, y de pronto los cangrejos metálicos, con sus costados de espejos que relumbraban al sol del trópico, empezaban a reproducirse, a multiplicarse, y arrasaban la pobre vegetación de la isla, y luego acosaban a los científicos que los habían fabricado, y que se refugiaban vanamente en el laboratorio. Se iban congregando alrededor del edificio, con un estrépito de patas y articulaciones metálicas, de pinzas de acero que chocaban entre sí y ascendían por las paredes hasta llegar a las ventanas, repicando sobre ellas con sus pinzas agudas, rompiendo los cristales, al mismo tiempo que otras patas, pinzas y mandíbulas rompían las cerraduras de las puertas, invadían corredores y escaleras, alcanzaban a los científicos aterrados, las batas blancas manchadas de sangre.

La mayor parte de las cosas que me gustan son inaccesibles: las miro tras un cristal, o desde una lejanía a la que ya me he acostumbrado porque es una de las dimensiones naturales de mi vida. Los lugares a los que me gustaría ir, las islas que están en medio del océano Pacífico o en ninguna parte, las llanuras y las laderas rocosas de la Luna, las mujeres muy jóvenes o no tan jóvenes que me hechizan nada más mirarlas y de las que no puedo apartar mis ojos avivados por una codicia clandestina, por un deseo que carece de explicaciones igual que de asideros con la realidad, y que me convierte en un perseguidor secreto, en un don Juan obstinado y sonámbulo, en un onanista al mismo tiempo devoto y angustiado que incurre en su vicio tan asiduamente como se deja abatir luego por la vergüenza y el remordimiento. Me despierto casi cada mañana con el frío y la humedad de una eyaculación y el recuerdo de un sueño en el que no hay actos sexuales, porque apenas sé nada de ellos, sino visiones mórbidas atesoradas en el estado de vigilia, unas piernas morenas, un escote con un hueco de penumbra separando un par de tetas blancas, o ni siquiera eso, roces casuales, olores, fotogramas de películas, el muslo de una esclava apareciendo por la abertura lateral de una túnica en una historia de romanos, los pies descalzos con las uñas pintadas de rojo y unas ajorcas en los tobillos. Me despierto mojado, incómodo, culpable, con la angustia del miedo al pecado en el que sin embargo ya no creo y a la enfermedad que según la ciencia dudosa de los curas será tan destructiva para el cuerpo como lo es la culpa para el alma estragada.

El vicio solitario. Debilita el cerebro, reblandece la médula espinal, diluye la fuerza de los músculos hasta confinar al enfermo en una languidez que en los casos extremos acaba en parálisis, en descontrol de la orina y la evacuación de las heces: imagino a un sujeto miserable, confinado en las salas de un manicomio, un despojo humano con la boca babeante, la mirada húmeda y perdida, la cara desfigurada por granos purulentos -no muy distintos de los que me salen a mí-, la bragueta manchada de orines y de otros flujos ya sin control, un crudo pañal de plástico atado a su cintura debajo de los pantalones del pijama de enfermo.

– ¿Y vale la pena sacrificarlo todo por un espasmo de placer pasajero? -dice el Padre Director, en la penumbra siniestra de la capilla, alumbrada por cirios, durante los ejercicios espirituales-. ¿Tanto valor concede el desdichado pecador a ese instante que está dispuesto a pagar por él con la ruina de su cuerpo mortal y la condenación eterna de su alma? El vicio solitario: el secreto que me aparta de los otros, volviéndome consciente de una interioridad que hasta hace nada yo no sabía que existiera, o en la que habitaba tan confortablemente como cuando me escondía debajo de las sábanas y las mantas en mi cama de niño o me encerraba a leer en un cuarto en el que no iban a encontrarme y al que no llegaban las voces y los sonidos de mi casa, los pasos fuertes de los hombres en las escaleras, las pisadas de los cascos de los animales percutiendo en el suelo empedrado del portal o en los guijarros o en la tierra apisonada de la calle. Mi plácida soledad de lecturas y ensueños era mi Nautilus, mi Isla Misteriosa, mi cabaña confortable y segura de Robinson Crusoe, mi velero de navegante solitario, mi sala oscura de cine, mi biblioteca imaginaria en la que cualquier libro que yo deseara estaría al alcance de mi mano. Cuando mi padre me llevaba con él a la huerta los deberes que me imponía eran tan livianos que podía pasarme largas horas a solas, sin hacer nada o casi nada, internándome entre las higueras o los cañaverales para imaginarme que era un explorador en el centro de África, observando a las hormigas o a los saltamontes o espiando a las ranas que se mimetizaban con las ovas de la alberca. A cada instante me convertía sin esfuerzo en lo que por capricho me apetecía ser y me inventaba una ficción adecuada a mi identidad fantástica. Era un pionero o un trampero indio en los bosques vírgenes de Norteamérica. Era un naturalista persiguiendo especímenes de mariposas exóticas en el Amazonas. Era el explorador que en mitad de una noche selvática escucha alaridos mitad animales mitad humanos en la isla del doctor Moreau. Era cualquier personaje de la última novela o tebeo que hubiera leído o de la última película que hubiera visto la noche anterior en el cine de verano. Yo no había probado el sabor agrio del trabajo obligatorio ni sabía que en la penumbra sabrosa de la soledad pudiera agazaparse como un animal dañino la vergüenza.