Estaba solo pero no me sentía aislado de los otros, separado de ellos por una barrera tan invisible y tajante como el cristal de los escaparates de las papelerías y de las tiendas de juguetes, en las que algunas veces todavía se me quedan prendidos los ojos.
Sigo envidiando los Scalextrics con sus pistas sinuosas de carreras y sus coches de colores vivos, los trenes eléctricos, los veleros de casco rojo y velas blancas, con sus cordajes de hilo y sus banderas en lo alto de los mástiles. Pasé solo los primeros años del despertar de la conciencia, solo en mis divagaciones y en la mayor parte de mis juegos pero también custodiado por los mayores y seguro de su compañía y del caudal permanente y numeroso de su ternura, tan discreta que me protegía sin sofocarme y sin volverse opresiva o debilitadora. Presencias benévolas me habían llevado de la mano, alzado en brazos, protegido la boca con una bufanda de lana antes de salir al frío, levantado el embozo hasta la barbilla antes de apagar la luz para que me durmiera, me habían traído al dormitorio en penumbra tazas de leche caliente con cacao y zumos de naranja cuando estaba enfermo, permitido que prolongara unos días más una convalecencia sin volver todavía a la escuela, me habían contado cuentos y cantado canciones, leído libros infantiles y tebeos con la voz dubitativa de quien no aprendió bien a leer en la infancia y separa con dificultad las palabras, confortado en la oscuridad, rescatado de las pesadillas de la fiebre, dejado tras la cortina de un balcón, en las madrugadas del día de los Reyes Magos, regalos modestos que me sobrecogían de dicha por el efecto mágico de su simplicidad: una pequeña pizarra, un pizarrín blanco de textura casi cremosa, una caja de lápices de colores y un estuche que al abrirlo desprendía un aroma de madera fresca matizado por el olor de la goma de borrar todavía intacta, una pelota de goma con los continentes, los océanos, las islas, los círculos polares, la cuadrícula de las longitudes y las latitudes, un coche de lata azul, un libro con un submarino o con un globo aerostático en la portada, o con una bala de cañón aproximándose a la Luna. Me había dormido muy tarde, por la impaciencia y el nerviosismo, y me despertaba cuando la claridad vaga del amanecer revelaba apenas las formas de las cosas, dejando intactas oquedades de sombra en las que mis pupilas intentaban en vano discernir el contorno misterioso de algo que podía ser un regalo. Años después, cuando mi hermana dormía conmigo, los dos esperábamos el amanecer del 6 de enero despiertos y abrazados, como los hermanos perdidos de los cuentos, y aunque yo ya sabía el secreto de la inexistencia de los Reyes me gustaba alimentar su credulidad y sin darme cuenta me contagiaba de ella.
Ahora mi hermana, a la distancia de seis años, todavía habita el mundo que yo he abandonado. Seis años es una vida entera: es el tiempo que me separa del ayer remoto de mi primera comunión, y si lo proyecto hacia adelante y quiero imaginarme a mí mismo cuando haya cumplido diecinueve la extrañeza es mayor todavía, casi tanta como si pienso en el futuro lejano de las predicciones aeronáuticas y las novelas y las películas de ciencia ficción. Cómo será el mundo en 1984, en 1999, en el año 2000. Una serie de televisión que no me pierdo nunca se llama}Espacio 1999}: la sola enunciación de esa fecha ya da un vértigo de tiempo remoto, situado mucho más allá de la realidad verosímil. Habrá estaciones espaciales permanentes y vuelos regulares a la Luna y probablemente a Marte. Naves robots habrán traspasado la densa atmósfera venenosa de Venus y establecido bases de observación permanentes en alguna de las lunas de Júpiter.
Aunque quizás la civilización humana tal como la conocemos habrá sido destruida por una guerra nuclear, y algunos supervivientes habrán logrado refugiarse en planetas lejanos, o habrán mirado los hongos de las explosiones atómicas desde los telescopios de la Luna, florones blancos de muerte y destrucción ascendiendo hacia el espacio desde la superficie azulada de un planeta en el que va a extinguirse por completo la vida. O casi por completo: se salvarán organismos muy resistentes, ratas, cucarachas, hormigas, arañas, sometidos tal vez a cambios genéticos, a monstruosos saltos evolutivos causados por la radiación nuclear. Habrá ciudades subterráneas de insectos, como las que encontraron los exploradores de Wells bajo los cráteres de la Luna. Habrá en los lugares más apartados del mundo grupos de hombres y mujeres que se hayan salvado y retrocederán a la Edad de las Cavernas. O un solo hombre y una sola mujer, desnudos como Adán y Eva, inocentes, amnésicos, darán origen en una isla o en un refugio a cientos de metros bajo tierra a una nueva especie humana…
La idea es prometedora, incitante, rica en detalles posibles, alimentados a partes iguales por la calentura sexual y el fervor literario de la imaginación, por el exceso de lecturas, de películas y de flujos hormonales.
Yo no he visto nunca a una mujer desnuda. He visto a Raquel Welch vestida con un improbable bikini de pieles de animales en una película que se titula}Hace un millón de años}, en la que seres humanos primitivos conviven y pelean absurdamente con los dinosaurios. He visto en la biblioteca pública libros con fotos en color de mujeres con los pechos al aire pintadas por Rubens y por Julio Romero de Torres. He espiado casi desde que tengo recuerdos los escotes de las mujeres, la hondura de unos muslos al cruzarse unas piernas en el sillón de mimbre de una cafetería, las tetas sueltas de las gitanas que dan el pecho a sus hijos en el arrabal por donde paso camino de la huerta de mi padre, o las que se inclinan para lavar la ropa en el mismo pilar donde llevamos a beber a nuestros mulos. Me trastorna cada día una gitana muy joven, casi rubia, con los ojos muy claros, que se sienta al atardecer en la puerta de su chabola a darle de mamar a un bebé. Despeinada, los mechones rubios sobre la cara delgada, sin más vestido que una bata abierta, con las piernas separadas, los pies sucios sobre la tierra. Es la más joven y la única rubia en esa callejuela donde sólo viven familias gitanas. Me voy acercando, montado sobre el mulo, al regreso de la huerta de mi padre, y nada más enfilar la calle ya siento la erección, y empiezo a buscar la cabeza rubia y la figura delgada entre la gente pobre que toma el fresco o se espulga o cocina algo a la puerta de las chabolas. El corazón me palpita muy rápido, y como tengo las piernas muy separadas sobre la ancha albarda del mulo la erección resulta dolorosa.
La expectativa de no verla se me hace intolerable: la descubro de lejos con un golpe de calentura renovada y hasta de gratitud, y nada más ver las piernas frescas y desnudas me parece que estoy a punto de correrme. Un día me da tiempo a observarlo todo de lejos, a preparar la mirada para que ningún detalle quede inadvertido. Está sentada, a la puerta de su chabola, que es la última del callejón, y tiene al niño en brazos, como descansando.
Probablemente ya terminó de darle de mamar. Pero entonces, como en un relámpago que me disuelve de deseo, se lleva una mano al escote de la bata y justo cuando paso a su altura y puedo percibir cada pormenor se saca un pecho con un gesto desenvuelto y un segundo antes de que el bebé estruje la cara contra él veo el pezón redondo y grande y la piel muy blanca con tenues venas azules. La gitana alza la cara y se me queda mirando con sus raros ojos azules, y descubro en un instante de codiciosa lucidez que tiene los labios pintados de rojo y que es menos joven de lo que me parecía y se ha dado cuenta de la intensidad con la que estoy observándola. Me mira con un aire que no sé si es de descaro o de burla, o de fatiga y pobreza y pura indiferencia, la mitad de la cara tapada por el pelo rubio y sucio, y yo me avergüenzo tanto en lo alto del mulo de mi padre que me pongo rojo y aparto la mirada.
Llego a casa, le quito la albarda al mulo, lo dejo atado en la cuadra y le pongo pienso en el pesebre, salgo al corral, donde por fortuna no hay nadie, me encierro en la caseta del retrete, cuya puerta de tablas se asegura por dentro con una cuerda. No hay cisterna en la taza del váter, que es el único que hay en toda la casa.
No hay cisterna porque si bien ya tenemos televisión todavía falta mucho para que nos llegue el agua corriente:
sobre mi cabeza pende la alcachofa de la ducha que mi tío Pedro instaló el año pasado, ya casi descolgada, mal sujeta por una cuerda de cáñamo, los agujeros por los que brotó el agua una sola vez manchados de herrumbre. No hay cisterna y el váter se limpia después de usarlo con un cubo de agua del pozo, y tampoco hay papel higiénico, sino un gancho en el que se ensartan trozos de hojas de periódico. Pero estoy solo, razonablemente protegido de toda intromisión, solo como un astronauta en su cápsula o como un explorador de las profundidades marinas en su batiscafo: sentado en la taza del váter, que ni siquiera tiene tapadera, con los pantalones bajados, concentrándome en los saberes manuales del vicio solitario, en el arte secreto de la paja, en el que aún soy un aprendiz devoto, consumado, culpable, utilizando las manos al mismo tiempo que la imaginación, elaborando sustanciosos detalles, experimentando matices, zonas de turgencia y de particular suavidad, y a la vez sometiendo a la memoria a un ejercicio de invocación casi doloroso de tan pormenorizado: el rojo de los labios, la teta blanca y redonda y el gran alvéolo del pezón surgiendo de la bata desabrochada, los ojos claros mirándome. Antes morir mil veces que pecar.