Volviendo del espacio a la Tierra después de un cataclismo nuclear he aterrizado o naufragado en una isla tan remota que las nubes de polvo radiactivo no han llegado a ella. Creo estar solo, condenado a vivir para siempre en este lugar, a envejecer y morir sabiendo que la especie humana se extinguirá conmigo. La imaginación ferviente y nada escrupulosa no tiene reparos en acudir al plagio: un día, en la playa, descubro la huella de un pie, un pie largo, delgado, el hueco de la planta moldeado en la arena. La gitana rubia, la Eva desnuda y propicia, ¿estará en una cueva entre las rocas, o en una cabaña con un lecho de hojas frescas en el interior boscoso de la isla? Me acerco a ella, los dos asombrados del encuentro, cada uno hechizado por la presencia del otro, y aunque me gustaría contenerme un poco más, prolongar el instante de pura anticipación que se parece tanto a las efusiones sexuales de los sueños, basta un roce de la mano y un detalle especialmente vívido para que el semen estalle en un largo estertor de casi desvanecimiento.
Y ahora, sin transición, como en un agrio despertar, irrumpe la vergüenza, borrando de un golpe el batiscafo y la isla, la mujer rubia, el deseo, la teta joven con su alvéolo morado y sus venas azules, y revelando con un detallismo vengativo los pormenores inmediatos de la realidad. Un grumo enfriado de semen se desliza por el interior del muslo derecho, y antes de que gotee al suelo mojado de agua sucia he de limpiarlo con un trozo de periódico. En el calor cerrado del retrete huele a cañería, y el olor del semen es tan fuerte que si alguien entra cuando yo haya salido descubrirá mi fechoría. El pecado es un invento de los curas, argumenta débilmente mi racionalismo recién adquirido, mi conciencia precoz de libertino y apóstata: la masturbación, según un libro que descubrí con entusiasmo en la biblioteca pública -}El mono desnudo}, del biólogo irreverente Desmond Morris- no es ni más ni menos que un adiestramiento del instinto sexual que se está preparando para el estadio superior de la cópula reproductora. Pero no puedo evitar, sentado todavía en el retrete, con los pantalones bajados, frente a la puerta de tablas mal unidas, sujeta al gancho de cierre con un trozo de cuerda, una sensación insuperable de asco, de suciedad física, un deseo de esconderme no de los demás sino de mí mismo, de la parte de mí que hace tan sólo un año ni siquiera existía, la que mantengo oculta a los ojos de los otros, como el científico demente que se encierra en su laboratorio para tragar el bebedizo que lo convierte en un monstruo.
Así ha surgido alguien que va usurpando poco a poco mi vida y sin que yo me diera cuenta ha invadido mi paraíso y me ha echado, la soledad sabrosa en la que yo vivía, a la vez retirado del mundo exterior y en concordia con él.
La transformación empezó a suceder sin que yo lo advirtiera, y si me miro en un espejo podré ver sus signos, el progreso de sus síntomas, acelerándose delante de mis ojos como el crecimiento del pelo y de los colmillos en la cara del Hombre Lobo, como las cicatrices en la cara monstruosa y quemada del Fantasma de la ópera.
De la vergüenza hacia los otros puedo escaparme, pero no de la que siento hacia mí mismo. La vergüenza levanta su muro invisible, le hace a uno verse desde fuera, testigo incómodo de su doblez, cómplice indigno de su disimulo. Termino de limpiarme, examino con cuidado los bajos de mis pantalones, el suelo del retrete.
Ojalá no se acerque nadie mientras estoy todavía encerrado, mientras me subo los calzoncillos y los pantalones y me ordeno la camisa, y estrujo en una bola y guardo en un bolsillo los trozos de áspero papel de periódico con los que me he limpiado. Mi madre y mi abuela estarán en misa, o habrán ido de visita a casa de Baltasar, mi abuela disimulando su ira antigua, su falta de compasión hacia el sufrimiento de quien le hizo un agravio que no ha perdonado. Mi hermana juega con sus amigas en la calle: por encima de las bardas de los corrales llegan desde la plaza de San Lorenzo las canciones de corro y de salto de la comba de las niñas. Mi abuelo y mi padre aún no han venido del campo. Saco un cubo de agua del pozo y lo vierto en la taza del retrete como una última precaución para que nadie me descubra.
Ya no percibo el olor del semen, aunque noto un poco pegajosas las ingles.
En el techo denso de ramas y hojas de la parra que cubre el corral zumban las avispas y aletean y pían los pájaros que esperan a que las uvas alcancen su primera sazón para empezar a picotearlas.
}Por Santiago y Santa Ana pintan las uvas.
Para la Virgen de agosto ya están maduras}.
Cada día del año tiene el nombre de un santo. Casi cada tarea, cada estación, cada cosecha, traen consigo sus refranes, sus coplas o frases hechas de una sabiduría heredada y machacona que yo también me he aprendido de memoria de tanto escucharlas. De la vida y del trabajo ellos no esperan novedad, sino repetición, porque el tiempo en el que viven no es una flecha lanzada en línea recta hacia el porvenir, sino un ciclo que se repite con la pesada lentitud con que gira la muela cónica de piedra de un molino de aceite, al ritmo demorado y previsible con que se suceden las estaciones, los trabajos del campo, los períodos de la siembra y de la cosecha. Lo que a mí me aburre, me impacienta, me exaspera, a ellos les depara una serenidad apacible que seguramente hace más llevadero el agotamiento del trabajo y el fruto mezquino e inseguro de cualquier esfuerzo. La siega y la trilla de los cereales en los días ardientes del verano, la vendimia en septiembre, la siembra del trigo y de la cebada a principios del otoño, la matanza del cerdo en noviembre, después de los días de Todos los Santos y de los Difuntos, la recogida de la aceituna a lo largo del invierno, las hortalizas más sabrosas y el cuidado de los olivares en la primavera, cuando aparecen por primera vez las habas tiernas en el interior de sus vainas aterciopeladas y las flores amarillas en los olivos como un anticipo de la futura cosecha. Y siempre los augurios, el canto de un cierto pájaro o una zona de claridad en el cielo del amanecer que anuncian la lluvia, los augurios y el miedo a que no llueva a tiempo después de la siembra y las semillas se mueran en la tierra, o a que llueva demasiado al final de la primavera y se pudran las espigas sin madurar, a que una helada tardía en febrero fulmine en una sola noche los almendros en flor. Todo inseguro, sometido a las hostilidades del azar y del mal tiempo, tan incierto siempre que no es prudente confiar por completo en nada, porque una helada en invierno o una tormenta de granizo en verano pueden desbaratar la esperanza de la mejor cosecha, y porque una bendición fácilmente se puede convertir en desgracia: la lluvia ansiada que viene en forma de inundación destructiva, la cosecha tan abundante que deja exhaustos para varios años los olivos o la tierra de siembra y que además hace que se hundan los precios.
}Agua por San Juan quita aceite, vino y pan}.
Lo más que le piden al porvenir es que se parezca a lo mejor del pasado.
El plomo del pasado es la fuerza de la gravedad que rige sus vidas y las mantiene atadas a la tierra, sobre la que se han inclinado para trabajar desde que eran niños: para cavarla con sus azadones, para sembrar en ella, para segar con hoces de hoja curva y dentada los tallos altos del trigo, de la cebada y del maíz, para arrancarle las matas secas y ásperas de los garbanzos, para apartar sus grumos buscando las patatas y los boniatos, los rábanos rojos, la blancura esférica de las cebollas, para recoger las aceitunas. Inclinado sobre la tierra, la cabeza baja, las piernas muy separadas, al lado de mi padre yo voy aprendiendo sin convicción y con honda desgana el oficio al que me destinan, y muy pronto he notado un dolor intolerable en la cintura y la aspereza seca de la tierra que me hiere las manos acostumbradas al tacto suave de los cuadernos y los libros. Me han salido vejigas en las palmas de las manos de tanto apretar entre ellas el cabo lustroso de la azada, y al reventar me han dejado una zona en carne viva que poco a poco, según pasan los días, ha cicatrizado con la piel mucho más dura de un callo. Cuando se revienta la vejiga, mi padre me dice que me orine sobre ella, porque la orina es el mejor desinfectante, por eso escuece tanto. En el colegio, en la biblioteca pública, las cosas tienen superficies suaves y pulidas, gratas al tacto, con una lisura de papel, o de tela muy rozada de sotana. Láminas de materiales plásticos y de metales relucientes y livianos componen la nave Apolo y las grandes estaciones espaciales de las películas del futuro, en las que hombres y mujeres pálidos se deslizan por corredores de luces fluorescentes y pulsan con extrema suavidad los teclados en las consolas de las computadoras. En el mundo donde yo nací y en el que es posible que tenga que vivir siempre todo o casi todo es áspero, las manos de los hombres, la pana de sus pantalones de trabajo, los terrones secos, las paredes encaladas, las albardas y los serones de los animales de carga, el cáñamo de las sogas, la tela de los sacos, el jabón basto y casero que fabrican en grandes lebrillos mi madre y mi abuela y pica las manos, y casi no deja espuma, las toallas con las que nos secamos, las hojas de papel de periódico con las que nos limpiamos el culo. Las hojas de las higueras arañan como lija, y su savia blanca escuece dolorosamente si cae en una herida o en los ojos. Los tallos y las hojas secas de las matas de garbanzos son tan ásperos que para arrancarlos de la tierra sin destrozarse las manos hay que protegérselas con calcetines de invierno. Cuando las mujeres y los niños se arrodillan para recoger las aceitunas en las mañanas de helada los grumos de tierra cortan como filos de vidrio y desuellan los dedos y la piel de las rodillas. En el verano, al cabo de unas semanas de trabajar con él, de ponerme moreno y endurecerme de nuevo la piel reblandecida por la holganza escolar del invierno, mi padre me pide que le muestre las manos y examina con satisfacción su color mucho más moreno y los callos de las palmas.