– Éstas sí que son manos de hombre -me dice-, y no de señorito, o de cura.
Las manos de mi padre tienen un tacto de madera serrada: hace nada las mías eran engullidas por su recio apretón como los cabritillos blancos del cuento en las fauces del lobo.
Las manos de mi padre son anchas, oscuras, de dedos muy gruesos y uñas grandes, con los filos muchas veces rotos. Escarban la tierra recién removida por un golpe del azadón hasta sacar de ella un racimo de patatas.
Arrancan cebollas con sus cabelleras de raíces y de barro, palpan delicadamente entre las hojas de una mata de tomates buscando los que ya están maduros y con cuidado de no dañar los largos tallos quebradizos de los que ya se han henchido en la sombra fragante de las hojas pero todavía no empiezan a adquirir color. Las manos de mi padre aprietan la cincha sobre la panza del mulo para que la albarda y el serón no se vuelquen con el peso de la carga y tiran sin esfuerzo aparente de la soga de la que cuelga un gran cubo de estaño rebosante de agua, sobre el brocal del pozo. Empuñan hoces, atan con hilos de esparto grandes haces de espigas, palpan el peso y la textura de una sandía para saber si estará roja y reluciente cuando se abra por la mitad con un crujido de la cáscara, arrancan malas hierbas sin que las hieran los pinchos de los cardos ni el líquido venenoso de las ortigas. Las manos de mi padre se juntan en un cuenco del que rebosa el agua cuando se inclina para lavarse en el corral sobre una palangana, y luego se restriegan sobre su cara con un fragor vigoroso, y parecen todavía más oscuras por contraste con la toalla blanca con la que está secándose. Y sin embargo se vuelven torpes, lentas, premiosas, cuando sujeta un bolígrafo o un lápiz entre sus dedos y tiene que firmar algo o que escribir una lista de números, y apenas aciertan a marcar un teléfono, las pocas veces que ha tenido que hacerlo: el dedo índice demasiado grueso no cabe bien en el círculo hueco del dial, y la mano tan poderosa se queda acobardada y retraída ante los botones de cualquier aparato, o se enreda en el momento de pasar las hojas de un periódico o de un libro.
Incluso cuando el trabajo y la intemperie las han fortalecido, mis manos no se parecen nada a las de mi padre, igual que mi figura que se ha vuelto desgarbada y flaca en los últimos tiempos no tiene nada que ver con la suya, recia, ancha, sólidamente aposentada sobre la tierra. De pronto soy más alto que él, y mis manos y las suyas hace ya mucho que dejaron de encontrarse. Debería uno conservar el recuerdo de la última vez que caminó de la mano de su padre.
Ahora el mío, de vez en cuando, se queda mirándome cuando cree que no me doy cuenta, extrañado quizás de mi crecimiento tan rápido, incómodo ante este desconocido de mirada huidiza que ha suplantado el lugar de su hijo, desalentado por mi torpeza en los trabajos que a él más le gustan y que con tanta paciencia y poco resultado ha querido enseñarme. "Los hortelanos no somos agricultores", me decía, no hace mucho, cuando aún pensaba que podría transmitirme el amor por su oficio, su gusto por el cuidado y la perfección, más allá de la inmediata utilidad y hasta de la recompensa, "nosotros somos jardineros". Una noche, hace poco, lo escuché conversar al fresco de la calle con un amigo suyo. Estaban los dos sentados en las sillas de anea, a horcajadas, los brazos sobre los espaldares, a la manera masculina.
Me pareció que hablaban con pesadumbre de alguien enfermo, para quien no había mucha esperanza, de uno de esos infortunios que les fascinan a todos, porque les confirman las crueldades y los caprichos de un azar que rige las vidas humanas con la misma indiferencia con que determina los ciclos de las sequías y las lluvias. Yo escuchaba desde el interior del portal, a oscuras, junto a la ventana entreabierta para que pasara el fresco de la noche. Mi padre callaba, y su amigo le decía que no todo estaba perdido.
Casos mucho peores se habían corregido, y aunque en los últimos tiempos daba la impresión de que la mejoría se alejaba, donde había vida había esperanza. Ese alguien, el posible enfermo, el casi desahuciado, era muy joven todavía, en realidad casi un niño, y a esa edad las cosas cambian muy rápido, y quien parecía destinado a perderse revela de pronto un talento inesperado que sorprende a todos y lo convierte en un hombre de provecho. Así que no hablaban de un enfermo, sino de un inútil, un inútil al que mi padre defendía melancólicamente contra el dictamen alarmante de su amigo, que disfrutaba consolándolo de la inquietud que él mismo se ocupaba afectuosamente de alimentarle.
– Y quién sabe -dijo el amigo-. Lo mismo se desengaña de los libros y de los estudios y se te vuelve una persona normal. ¿Tú le has notado algo raro, aparte de ese vicio de tanto leer? -Ahora parece que le ha dado por los viajes a la Luna.
– Pues eso ya es más raro.
Me aparté despacio de la ventana entreabierta, para que no advirtieran que había estado espiándolos. Hubiera debido darme cuenta de que en la voz de mi padre había un fondo de ternura y lealtad hacia mí.
8
Las voces, el ruido de los platos, las quejas de mi hermana, el ir y venir de mi madre y mi abuela entre el comedor y la cocina me impiden escuchar las noticias de la televisión y hasta ver la pantalla, donde van a aparecer las imágenes más recientes llegadas desde el interior de la nave Apolo. O no prestan atención o no se enteran de nada, y cuando no se enteran empiezan a hacer preguntas y prestan todavía menos atención, o se olvidan de lo que acaban de preguntar para hacer un comentario sobre la cena o para contar un chisme o repetir un refrán o intercambiarse las últimas noticias sobre la agonía de Baltasar o sobre el precio posible al que se pagarán este año el aceite o el trigo, o se acuerdan de una gallina que tuvieron hace años y que ponía unos huevos colorados y enormes o de un pariente lejano al que le cortó las dos piernas en la guerra una ráfaga de metralla, o especulan sobre si este año las uvas de la parra estarán en sazón antes que el año pasado, y recuerdan que por Santiago y Santa Ana pintan las uvas, y que para la Virgen de agosto ya están maduras. Cada acto es una repetición, cada experiencia idéntica lleva consigo una frase hecha o un refrán que la confirma como algo ya sucedido muchas veces, ya duro y acuñado como una moneda de baja aleación que intercambian sin fatiga en sus conversaciones circulares. Dice uno de ellos la primera parte de un refrán y otro contesta con la segunda parte como si respondiera a una letanía de la misa o del rosario y aunque lo repiten todo cada año hacia la misma época, o incluso cada día, la repetición no parece aburrirles, y hasta la enuncian como el descubrimiento de un tesoro ignorado de sabiduría.
– }Agua por San Juan}… -dice uno.
E inmediatamente otro añade:
– }Quita aceite, vino y pan}.
Y todos asienten como calibrando la hondura de esa observación inapelable.
Hacia finales de junio, cuando las largas brevas negras han madurado en las higueras y se sirven de postre, alguien pela una y se lleva a la boca su pulpa dulce y rojiza, que se deshace sabrosamente en el bocado, y entonces es el momento de advertir:
– }Con las brevas, agua no bebas}…
Y la respuesta es tan inmediata como la carcajada:
– }Vino, todo el que puedas}.
Que con las brevas, como con los melones, el vino sea una bebida más saludable que el agua, los llena de una jovialidad siempre renovada, que se repite cada año cuando empieza la temporada de esa fruta; y cada vez que al terminar la comida se sirve un plato de brevas, lo cual sucede sin falta durante los días en que están en sazón. Dentro de muchos años, ya en otra vida, casi en otro mundo, reconoceré esa alegría rotunda de los alimentos en los cuadros de comilonas campesinas de Brueghel. El agua podrá ser muy saludable, pero si se bebe al mismo tiempo que se comen brevas o melón}el vientre se hincha}, de modo que lo mejor es culminar el postre con un trago de vino. La atención exhaustiva con que celebran lo familiar o inmediato, con que discuten las variaciones mínimas de una rutina circular que abarca las vidas de los parientes y vecinos, los trabajos del campo, los pormenores de la matanza, la comida, las previsiones del tiempo, se corresponde con una perfecta indiferencia hacia el mundo exterior, del que en realidad les llegan muy pocas noticias, incluso ahora que comen y cenan con la compañía ruidosa del telediario, del que sólo hacen caso, y no sin escepticismo, a las previsiones del tiempo. ¿Cómo va a saber ese hombre de traje y corbata, a quien se le ve a la legua que no ha pisado nunca los surcos del campo, si lloverá o no lloverá en Mágina los próximos días, si soplará desde el sudoeste el ábrego fresco y húmedo o si vendrá desde las colinas por donde sale el sol cada mañana un viento solano que agosta las plantas y deja en el cielo una blancura caliza de sol ardiente y secanos áridos? Los vientos soplan desde el interior de cuevas abiertas como bocas enormes en los confines planos del mundo. Que la Tierra sea redonda, y que gire en torno a su eje y dé vueltas alrededor del Sol, según se muestra en las imágenes con las que comienza el telediario, es una de tantas fantasías que aparecen en cuanto se enciende la pantalla, y a las que ellos no conceden mucho crédito porque no concuerdan con su experiencia de la realidad. Hablan de sus asuntos prestando menos atención a las imágenes y a las voces de los locutores de la que le prestarían a la lluvia en la ventana -pero la lluvia la reverencian como un prodigio raro y benéfico, a no ser que caiga hacia San Juan-, y como no controlan mucho el volumen del televisor, en vez de bajarlo -quizás no se acuerdan de cuál es el botón adecuadolo que hacen es hablar todavía más alto, trabando un guirigay en el que no hay manera de distinguir la voz del corresponsal que cuenta desde Estados Unidos las últimas novedades en el vuelo del Apolo Xi hacia la Luna.