A las nueve en punto de la mañana, sin decir nada, el Padre Director sube a la tarima, examinando las caras de sueño, de miedo, de melancolía abrumadora de lunes invernal, de lujuria obstinada y culpable. Con un gesto simple de su mano derecha, como si cortara el aire, nos indica que nos sentemos. Se oye el roce de la tela brillosa de su sotana al mismo tiempo que se difunde por las primeras filas el olor de su loción de afeitar eclesiástica. Yo también huelo algo más:
Gregorio, el alumno que se sienta delante de mí, le tiene tanto miedo al Padre Director que nada más oírse sus pasos viniendo por el corredor hacia el aula ya se le descompone el cuerpo y empieza a tirarse unos pedos silenciosos y fétidos, al mismo tiempo que se le agitan los hombros y le tiembla el cogote, en el que es muy probable que dentro de unos minutos caiga un golpe de los nudillos apretados del director.
No hay prisa. Nadie se mueve, los codos sobre la madera inclinada de los pupitres, los lápices dispuestos, los cuadernos con los ejercicios de Matemáticas, las cabezas bajas, flequillos infantiles o tupés de adolescentes precoces, caras con pelusa tenue o con granos, olores de higiene imperfecta, de polvo de tiza. Nada se mueve salvo los intestinos trastornados del pobre Gregorio, que deja escapar gases tan sin poder contenerse como el día en que se meó en la tarima delante del Padre Director, la bata de interno y los pantalones chorreando, la cara roja, la cabeza pelona y las orejas muy separadas, sonriendo por contagio o por instinto humillado de camaradería a la clase que acababa de romper en una carcajada, y que se quedó de inmediato en silencio, aguardando el castigo público.
El Padre Director se toma su tiempo cada lunes. Se sienta detrás de la mesa, recorre las filas de cabezas, como sobrevolándolas con la mirada, que se queda fija un instante en la lejanía oscura del fondo del aula, o en el ventanal que da al patio, a la iglesia en construcción. Abre su carpeta negra, en la que están las fichas de cada uno de nosotros, y cada uno siente un sobresalto, temiendo que en la página por la que el Padre Director ha abierto esté su foto y su nombre, las cuadrículas en las que apunta, con caligrafía diminuta, las notas de cada uno de nuestros ejercicios, con la misma minuciosidad con que su Dios airado y omnisciente anotará en su memoria inmensa los más ínfimos pecados de cada miembro de la Humanidad hormigueante y pecadora. El Padre Director, la mano izquierda en el mentón y el codo en la mesa, tiene abierto el cuaderno delante de sí, pero no lo mira, o no parece reparar en él. Con los dedos de la mano derecha tamborilea en la superficie de la mesa, suavemente, quizás sólo con las uñas, raspando la madera pulida. O bien saca el bolígrafo y golpea la mesa con el resorte invertido, y cada vez el golpe se repite en otros menores, el resorte bajando y subiendo, como si el director comprobara la elasticidad o la resistencia del muelle, o como si calculara mentalmente la cadencia de los golpes. Sesenta segundos hay en cada minuto, sesenta minutos en cada hora eterna de la clase.}Imaginad que cada segundo de vuestra vida equivale a mil años y ni siquiera así podréis calcular la duración de la Eternidad}. En los primeros minutos no hay otro sonido en el aula. El Padre Director sonríe, deja el bolígrafo quieto sobre la mesa, y todos sabemos que la tregua está terminando, ya tensada la espera hasta el límite. Los dos codos sobre la mesa, las manos largas y juntas delante de la boca, formando el eje de simetría de su figura alta y recta, el Padre Director anuncia, sonriendo:
– Hoy vamos a cortar cabezas.
Hay un murmullo de alivio y otro de miedo revivido: cortar cabezas, en el lenguaje punitivo del Padre Director, quiere decir que sólo sacará a la tarima a los alumnos cuyos nombres estén al principio de cada hoja de su cuaderno. Pero nadie debe confiarse, porque puede que a mitad de la clase el Padre Director haga un gesto de cansancio, su cara pálida cruzada por una sonrisa seca como un rictus:
– Las cabezas estaban tan huecas que me he cansado de cortarlas. Desde ahora hasta el final de la clase cortaremos pies.
Y los que estaban viendo aproximarse el castigo seguro con la fatalidad de una sentencia porque sus nombres encabezaban las próximas páginas ahora sienten casi un desmayo de felicidad, y los que se creyeron impunes de pronto se ven arrojados a la inminencia del cadalso, la tarima a la que deberán subir cuando suenen sus nombres y la pizarra llena de números y fórmulas que borrarán con la resignación del que ya lo tiene todo perdido y sólo espera el escarnio, la bofetada, el golpe de los nudillos en la nuca, los dedos fríos que le retorcerán la oreja hasta que le parezca que le va a ser arrancada.
Nadie está a salvo: ni siquiera quien no ha sido llamado a la pizarra, quien inclina la cabeza sobre el cuaderno y garabatea un ejercicio o simplemente permanece inmóvil, queriendo contraerse hasta alcanzar la invisibilidad, como un molusco que aprieta sus valvas, como un insecto ilusoriamente protegido por su mimetismo del pisotón que va a aplastarlo. Entonces se acercan por la espalda, entre las filas de pupitres, los pasos del director, que viene desde el fondo del aula, y junto a sus pasos el roce de la sotana, y la premonición de un golpe súbito de los nudillos en la nuca es tan intensa que se eriza el pelo en la base del cuello y se contraen los músculos. Cada mañana de lunes, a las nueve, en el arranque tétrico de la semana, después de que la tarde del domingo se fuera anegando en tristeza según caía la noche, después del sueño y del despertar penitenciario, y del viaje al otro extremo de la ciudad, al descampado donde se alza el colegio, la clase de Matemáticas es una laboriosa iniciación en el miedo, en una variedad aguda y honda del miedo que es otra de las novedades de mi vida.
– ¿Te han gustado los libros? -Sí, padre.
– No me llames padre -sonríe el padre Peter, el Pater-. Estamos en vacaciones. Y además no llevo sotana.
Lleva pantalón negro, camisa gris de manga corta, alzacuellos. El padre Peter se peina con raya, y un flequillo desordenado le cae sobre la frente. Los cristales de las gafas se oscurecen cuando les da mucha claridad.
En la pared hay un mapamundi en el que están señaladas con alfileres rojos las misiones salesianas en Sudamérica, en África y en Asia, y fotos en color de niños sonrientes, con rasgos orientales, indios, negros. Sobre la mesa, el Che Guevara sonríe mordiendo un puro en la portada de un libro.
– Otro gran revolucionario -dice el padre Peter, advirtiendo la dirección de mi mirada-. Un gran revolucionario y también un gran rebelde, que no son dos cosas iguales. Algún día te prestaré}El hombre rebelde}, de Albert Camus.
El padre Peter se echa hacia atrás en la silla, apoyando el respaldo en la pared. Justo sobre la vertical de su cabeza hay un crucifijo, y debajo de él una imagen en blanco y negro de María Auxiliadora, flanqueada por el retrato de San Juan Bosco y el de Santo Domingo Savio, con su cara triste, afeminada e infantil, de inocente que murió casi a la misma edad que tengo yo ahora sin cometer nunca el pecado solitario. Antes morir mil veces que pecar. Antes pecar mil veces que morir, dice Fulgencio el Réprobo, soltando una carcajada ronca de fumador y libertino.
– ¿Las vacaciones? -el padre Peter hace preguntas muy breves, yendo al grano, dice él, como un reportero.
– En la huerta, con mi padre, casi todos los días -me encojo de hombros, sentado frente a él, al filo de la silla-. Y estudiando Inglés y Taquigrafía.
– ¿Taquigrafía? -Por si alguna vez pudiera hacerme reportero internacional.
– Enséñame las manos.
Por un momento enrojezco: como si el padre Peter buscara en mis manos las huellas del pecado. Le muestro las palmas, encima de la mesa, y él las mira, roza la parte endurecida con las yemas de los dedos.
– Manos trabajadoras -dice-. No hay nada más hermoso.
Yo las retiro, incómodo, me froto las palmas sudadas, entre las rodillas.
– Mírame. No hace falta que bajes la cabeza.
– No me había dado cuenta.
– Aunque la bajes yo puedo leer en tu cara…
Enrojezco de nuevo, y alzo la mirada hacia el padre Peter, pero no le puedo ver los ojos, porque ahora los cristales de las gafas se han oscurecido.
– … y sé que no has cumplido tu promesa.
– Claro que la he cumplido -miento de nuevo-. He leído los libros.
– Te pedí que me prometieras otra cosa.
– No me acuerdo.
– Que prestaras atención para escuchar la}Llamada} -el padre Peter dice algunas palabras con mayúscula y en cursiva-. Vocación, ¿recuerdas? Del latín}Vocare}, llamar. Muchos son los llamados, y pocos los elegidos.
– ¿Y por qué unos sí y otros no? ¿Dios tiene preferencias? -Dios sabe lo que es mejor para cada uno, mejor que nosotros mismos.
– ¿Dios sabe que es mejor que se muera uno en un accidente de tráfico, o que se quede paralítico, o que se harte de trabajar y sea pobre toda su vida? -El Evangelio es una apuesta por los pobres…
– Pero aquí en el colegio tratan mejor a los hijos de los ricos.
Yo mismo me asombro de mi impertinencia. Digo lo que se me pasa por la cabeza, con un impulso vago de hostilidad, tan sólo por llevar la contraria, por la incomodidad de estar en este despacho y la impaciencia de irme, y de no saber cómo.