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De pronto el futuro resplandeciente de las predicciones científicas se me vuelve sombrío cuando pienso que en el año 2000 mi padre será un hombre de setenta y dos, y mi madre cumplirá setenta, y mis abuelos probablemente estarán muertos.

Con la ayuda de una navaja mi padre corta en pedazos pequeños una loncha de tocino sobre un gran trozo de pan.

Desayuna de pie, ensimismado y tranquilo, examinando con deleite de propietario la parte de la huerta que sus ojos abarcan desde aquí, el paisaje familiar que la rodea, las huertas de los vecinos, el ancho camino de tierra que sube hacia la ciudad, la casilla blanca y los cobertizos, las terrazas llanas, cruzadas por canteros rectos y acequias, donde verdean las hojas de las hortalizas, las líneas de higueras, granados y frutales, que dan sombra a las veredas y que separan entre sí las zonas de cultivo. Ésta es su isla del tesoro y su isla misteriosa, y en ella se siente como Robinson Crusoe cuando ya había colonizado la suya, y si tuviera que abandonarla se pasaría el resto de la vida añorándola. Su padre y su abuelo labraron esta misma tierra, pero nunca llegaron a poseerla, trabajando siempre como aparceros de otros que les esquilmaban la mitad de los frutos de su esfuerzo y los trataban como a siervos. Él ha podido comprarla, ahorrando desde que era muy joven, renunciando a tener una casa propia, llenándose de deudas cuyos plazos rondan siempre sobre él y algunas noches le quitan el sueño.

Son cuatro cuerdas, apenas dos hectáreas según las medidas oficiales que constan en el registro, pero la huerta está bien orientada, el agua que fluye del venero en la alberca es sana y abundante y la tierra muy fértil. Cada día al atardecer el mulo y la burra suben al mercado cargados con sacos y grandes cestas de mimbre rebosantes de hortalizas y frutas, sobre todo ahora, en los meses de verano, cuando la tierra no se cansa nunca de producir suculentas maravillas, que a la mañana siguiente se apilan en un orden magnífico sobre el mármol del mostrador de mi padre, en un esplendor planetario de tomates rojos y macizos, rotundas berenjenas moradas, sandías como bolas del mundo, ciruelas de luminosidad translúcida, melocotones con una pelusa de mejillas fragantes, cerezas de un rojo dramático de sangre, higos perfumados, pimientos rojos y verdes y guindillas de un amarillo muy intenso, patatas grandes y de formas rocosas como meteoritos, rábanos que salen de la tierra con una maraña de finas raíces embarradas y al lavarse bajo el chorro frío de la alberca revelan un rosa casi púrpura, cebollas con cabelleras de medusa. Según vaya terminando el verano llegarán las uvas y las granadas, que al partirse revelan en su interior una lumbre de granos jugosos tan roja como los fuegos centrales de la Tierra, que son de hierro y de níquel fundidos, hirviendo a seis mil grados de temperatura.

En la primera luz y en el aire fresco y perfumado de la mañana de julio mi padre desayuna en pie pan con tocino y mira en torno suyo la tierra que le pertenece, la que ha cuidado, labrado, limpiado de malas hierbas, sembrado en cada momento justo, abonado con el mejor estiércol y roturado según una geometría inmemorial de acequias, caballones y surcos, nivelándola para que el agua del riego avance sobre ella a la velocidad precisa, de modo que no se desborde pero que tampoco se quede inmóvil y empozada: es una tierra en la que no hay nada de ilimitado o de agreste, en la que todo está calculado con arreglo a una larga experiencia y a la medida de fuerzas humanas casi siempre solitarias o de grupos muy reducidos de trabajadores diestros en un cierto número de saberes que requieren sobre todo celo y constancia. Con una caña y un carrete de hilo bramante mi padre sabe trazar, sobre la tierra recién labrada y tan mullida que los pies se hunden en ella, las líneas rectas, los ángulos, las paralelas de los surcos, igual que lo haría hace quinientos años un campesino morisco o hace cuatro mil un agrimensor egipcio. Ahora mira de soslayo a su hijo, que desayuna una torta de manteca espolvoreada con azúcar sentado en un muro bajo de piedra a la sombra del granado y parece encontrarse muy lejos de aquí, aturdido de sueño por la insana costumbre de quedarse hasta muy tarde leyendo, perdido en cualquiera sabe qué cavilaciones sobre la atmósfera de Venus o sobre los astronautas que dentro de dos días llegarán a la Luna: su hijo, que lee demasiado y no sabe manejarse con las herramientas ni con los animales, que se duerme tardísimo y se levantaría más tarde aún si lo dejaran, que se pierde por las habitaciones altas de la casa o por los parajes más recónditos de la huerta y no contesta cuando se le llama, y cuando vuelve no parece enterarse bien de lo que se le dice. Hoy, al menos, me ha hecho levantarme a una hora saludable y va a tenerme todo el día con él en la huerta, enseñándome a hacer las cosas que me gustaban tanto cuando era pequeño, a distinguir los frutos maduros de los que no lo están, a coger un tomate sin dañar las ramas largas y frágiles de la mata, a trabajar a su lado, aprendiendo habilidades tangibles que algún día me serán útiles en la vida, endureciéndome las manos que de pronto son mucho más torpes y menos sensitivas que las suyas, poniéndome moreno, de una manera honrada, con el sol del trabajo, no como esa gente holgazana y parásita que se tumba al sol y se unta de cremas en las playas, mientras otros siegan y trillan para que ellos se encuentren el pan blanco con el desayuno o trabajan doblados sobre la tierra para recoger los frutos con los que ellos se deleitarán. A mi padre le parece que la gente adulta y vigorosa que se lanza en coche a las carreteras en estos días de la fiesta del 18 de julio para tostarse en las playas o en las orillas de los pantanos o los ríos es de una baja categoría moral, de modo que no es extraño que se maten en las carreteras o que se ahoguen por un corte de digestión.

– Ya verás esta noche en las noticias, cuántos se habrán matado en el coche, cuántos ahogados habrá.

El verano cosmopolita y risueño del que habla la televisión, el de los anuncios a todo color de cremas solares y apartamentos junto a la playa, con zonas ajardinadas y piscinas, que vienen en las revistas de mi tía Lola, no existe para mi padre, o no le merece ningún crédito. En el telediario de ayer por la noche un locutor anunció triunfalmente, entre las noticias de inauguraciones y signos de progreso que robustecían la celebración del Xxxiii aniversario del Alzamiento, que de la fábrica SEAT había salido el automóvil un millón y que acababa de llegar al aeropuerto la turista diez millones, una chica de Pennsylvania de minifalda tentadora y pelo largo y liso a la que le fueron impuestas una montera de torero y una capa española. (Me enamoré de ella instantáneamente, de su pelo lacio caído a los lados de la cara y su sonrisa extranjera, y habría querido rescatarla con bravura novelesca de aquel séquito de tunos y dignatarios franquistas con gafas oscuras y bigotes de cepillo que la tenía secuestrada).

Pero mi padre, más allá de su huerta y de su puesto en el mercado, ve el verano como una extensión tórrida de secanos con atascos de tráfico y chatarra de accidentes en las cunetas, con ríos y pantanos traicioneros en cuyas orillas se arraciman paletos en calzoncillos que no saben nadar, se hieren los pies con los guijarros y los cristales de botellas y mueren por una insolación o porque se tiran al agua después de hincharse de paellas aceitosas y sangría.

– El dieciocho de julio -dice, pensativo y sarcástico-. El Glorioso Alzamiento.

– ¿Tú te acuerdas de aquel día? -Como si fuera ayer, aunque era más chico que tú ahora.

– Tenías ocho años.

– ¿También sabes eso? -Como habías nacido en mil novecientos veintiocho…

– A mí las cuentas del mercado se me dan muy bien, pero las de los años no me salen nunca.

Terminamos de desayunar, y mi padre se frota las palmas ásperas de las manos y guarda la navaja. Hay que ponerse a trabajar, todavía con la fresca. Con una canasta de mimbre al hombro cada uno bajamos por la vereda hasta los canteros de tomates. Si hay un millón de coches en España -y eso de una sola marca-, ¿cuántos habrá en todo el mundo, escupiendo en la atmósfera dióxido de carbono, dentro de veinte años? Nubes oscuras cubren perpetuamente el cielo de ciudades cruzadas por puentes de autopistas que unen entre sí los rascacielos y la gente circula por las calles con mascarillas de gas que dan a las multitudes un aire aterrador de colonias de insectos.

– Pon cuidado, hombre, que no te fijas.

Mi padre corta hojas de higuera y me enseña a superponerlas en capas que cubren el fondo de la canasta, para que los tomates no se dañen al contacto con las varas entrelazadas de mimbre. El olor de las hojas es la fragancia de las mañanas de verano, igual que el de los dondiegos o galanes perfuma las noches.

– Era sábado, y hacía mucho calor en casa -dice mi padre, mientras tantea delicadamente una mata, descubriendo bajo su espesura un gran tomate rojo que yo no habría sabido ver-.

Pero mi madre no me dejaba que saliera a jugar a la calle. Yo no entendía por qué. Miraba por la ventana y no veía nada. Entonces vi a un vecino que bajaba corriendo, gritando algo, con una camisa blanca. Estaba muy cerca, en la otra acera, junto a la esquina. Era muy raro ver a alguien corriendo a la hora de la siesta, con el calor que hacía. Tropezó y se cayó al suelo, y parecía que había sonado un cohete, como los de la feria. Yo entonces no había oído nunca tiros.