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El vecino estaba de rodillas, apoyándose en la esquina, y tenía toda la camisa llena de sangre. La mancha de la sangre se hacía grande muy rápido en la camisa blanca. Estuvo dos días allí, con la boca abierta, con todo el calor, hinchándose como un burro muerto.

– ¿Y sabes por qué lo mataron? -Cualquiera sabe -mi padre ha terminado de llenar su cesta y la cubre con hojas de higuera, irguiéndose luego, para descansar la espalda y los riñones, las manos en la cintura-.

Fue el primer muerto que vi en mi vida. Después los veía en las cunetas, cuando iba al campo con mi padre. A casi todos se les habían salido las alpargatas o los zapatos, y tenían los ojos llenos de moscas. Ahí mismo, en ese camino, delante de la huerta, vimos a algunos, tirados en el terraplén. Mi padre me decía que no mirara, y que me tapara la nariz.

Quiero imaginar a mi padre, de la mano del suyo, mi abuelo paterno, un anciano vigoroso y callado, con el pelo muy blanco, en quien yo no sé ver al hombre joven que fue, al que bajaba con su hijo por estos mismos caminos, en un verano casi idéntico de hace treinta y tres años, los caminos con muertos rígidos e hinchados en las cunetas, con moscas en los ojos, sin alpargatas, sin zapatos, quizás con un pie descalzo y con otro cubierto a medias por un calcetín tirados sobre la tierra áspera de julio, sobre la maleza seca. Pero ahora comprendo que mi padre no hablaría tanto si no estuviera a solas conmigo.

– A mi padre se lo llevaron a la guerra y yo me quedé solo con mi abuelo en la huerta, un viejo y un niño solos para sacar adelante el trabajo y mantener a la familia.

– ¿No ibas a la escuela? -Me gustaba mucho, pero ese año ya no pude ir, ni el otro, ni el otro.

Ya no volví nunca.

– ¿Ni cuando terminó la guerra? -Si no había ni para comer, con qué iban a comprarme los cuadernos y los lápices. Y ya era muy grande además, me parecía que me había hecho un hombre, y estaba orgulloso de ganar un jornal. Me habría dado vergüenza ir a la escuela. Me gustaba ir a galope por estos caminos, montado a pelo en una yegua blanca que tenía mi padre…

– ¿No hubieras querido estudiar algo? -¿Cómo iba a querer una cosa que era imposible? -De pequeño, cuando ibas a la escuela, ¿no te imaginabas que de mayor harías una carrera? -Las carreras sólo eran para los señoritos. Pero tenía un maestro que me quería mucho, y me decía que si me empeñaba podría estudiar.

– ¿Para médico, o para abogado? -Para ingeniero agrónomo. Eso era lo que mi maestro quería que yo estudiara. Luego a él lo mataron los nacionales cuando ganaron la guerra.

Qué les habría hecho el pobre hombre a los muy malnacidos.

El sol ya está alto, y nos quema en el cuello y en las espaldas dobladas, pero mi padre y yo hemos terminado de recoger los frutos más frágiles, que se dañarían si el calor los reblandeciera: los tomates, las ciruelas, los higos. Los riñones me duelen cuando me incorporo, y la cuerda de esparto con que cargo a la espalda una canasta llena me lacera el hombro. En la penumbra de la casilla, que sirve sobre todo de almacén y de refugio contra el calor, y en invierno contra el frío y la lluvia, mi padre, sentado en una silla vieja, examina algunos de los mejores tomates, que serán los que guarde para conservar sus semillas.

Parte uno por la mitad con su navaja y me muestra la carne maciza y rosada que tiene al contraluz un brillo suculento.

– Fíjate: no hay nada de hueco, todo carne jugosa. Por eso les pusieron ese nombre que tienen.

– ¿Cómo les llaman? -}Carne de doncella}.

Con la punta de la navaja mi padre extrae las semillas diminutas, y las va dejando sobre una hoja de papel de periódico. "Cada pepita tiene dentro una mata entera", murmura, pensando en voz alta, "qué misterio más grande".

En el interior de cada pepita está contenida la forma de cada una de las miles de hojas y de las largas ramas quebradizas y sinuosas y de cada uno de los tomates que brotarán primero como pequeñas bolas verde claro entre los sépalos que dejen las flores al marchitarse e irán creciendo poco a poco y volviéndose rosados gracias al efecto del sol, adquiriendo esa carne que es a la vez un depósito de agua y un almacén para las nuevas semillas, algunas de las cuales, las que intuye mejores, mi padre seca al sol y luego guarda en una bolsa de tela como las monedas de un tesoro que volverán a fructificar el año que viene, en el futuro previsible y tranquilizador que es idéntico al pasado. Y luego nos comemos cada uno en dos bocados su mitad del tomate, tan fresco todavía, tan oloroso a savia, y nos limpiamos con la mano el jugo que nos rebosa de la boca.

Hace años, cuando yo tenía siete u ocho, mi padre me llevó con él una noche al cine de verano. Es raro ese recuerdo, porque mi padre y yo raramente estábamos solos fuera de la huerta, y porque con quien yo iba al cine era con mi madre y con mis abuelos, y también muy lejanamente con mi tía Lola, antes de que su novio empezara a llevársela de nuestro lado. A mi padre ir al cine en familia no debía de apetecerle mucho, y además, como madrugaba siempre tanto, solía ya estar dormido cuando empezaba la primera sesión, a la caída del anochecer, a las nueve. A mi madre, a mis abuelos y a mí nos gustaba tanto el cine, y estaba tan cerca de casa, en los jardines de la Cava, que nos íbamos casi todas las noches, y algunas veces no nos saciaba una sola función y nos quedábamos a la segunda, para ver otra vez la misma película, sobre todo las noches calurosas, cuando era una delicia disfrutar la brisa que se levantaba hacia medianoche, viniendo de los pinares y las huertas que había al otro lado de los muros blancos del cine. Sobre nuestras cabezas se prolonga el chorro de luz que venía de las ventanillas horizontales de la sala de proyección y cubría de imágenes el rectángulo inmenso de la pantalla.

Miraba uno hacia arriba y veía una niebla de millones de puntos luminosos, un polvo estelar en el que misteriosamente viajaban las figuras, los paisajes, las caras y las voces de la película. Pero lo que daba vértigo era que por encima, muy lejos, mucho más arriba, brillaban con una tenue intermitencia las constelaciones que cuajaban el cielo azul muy oscuro, cruzado por una larga nube inmóvil que parecía un jirón remoto de niebla, hecho de una materia más sutil que el polvo que flotaba en la luz cónica del proyector. Si uno lograba contar sin equivocarse todas las estrellas que había en el cielo en una noche de verano Dios lo castigaba con la muerte inmediata. Y esa nube larga y misteriosa que no se movía nunca era el Camino de Santiago, y Dios lo había puesto en el cielo para guiar por la noche a los peregrinos que caminaban hacia el Finisterre en busca de la tumba y del santuario del Apóstol.

Había estrellas que cruzaban a toda velocidad y se extinguían tan rápidamente como habían aparecido. Otros puntos de luz se movían con mayor regularidad y no desaparecían tan rápido: incluso parpadeaban rítmicamente, a veces con una claridad rojiza, y eran aviones que volaban de noche, quizás camino de América, adonde llegarían dentro de muchas horas. También podían ser satélites artificiales, o naves que navegaban por el espacio, sin que nadie las pilotara, o llevando dentro a un perro o a un mono que respiraban en el interior de una escafandra de cristal o habían sido amaestrados para manejar los mandos, según contaban con incredulidad los mayores, que lo habían escuchado en la radio.

El suelo del cine de verano era de una grava muy fina de la que se levantaba polvo bajo las pisadas, y las sillas plegables eran de hierro. Bajo la pantalla, y a lo largo de los muros encalados, había arbustos de boj y de galanes de noche. El sonido de la gravilla bajo los pasos apresurados de quien no quería llegar tarde, el olor del polvo, el aroma de los galanes de noche, el crujido de las sillas metálicas, la música de moda que sonaba en los altavoces cuando aún estaban encendidas las luces, el picor en el paladar de las gaseosas muy frías, recién compradas en el ambigú, eran una parte tan sustancial de la felicidad de ir al cine como la misma película, como los colores vibrantes sobre la pantalla, recortada contra un fondo de cielo oscuro de verano y palmeras, cuyo rumor cuando el viento las estremecía llegaba a confundirse con el de la tormenta imaginaria en tecnicolor que estaba haciendo naufragar a un velero contra los arrecifes de una isla.

Pero esta noche de mi recuerdo yo había ido al cine sólo con mi padre y la película era antigua y en blanco y negro,}Los hermanos Marx en el Oeste}.

– Ya verás cómo te va a gustar -dijo mi padre, apretándome la mano, para que caminara más aprisa, porque acabábamos de entrar en el cine y ya se habían apagado las luces y sonaba la música del noticiario-. Yo la vi de chico, durante la guerra.

– ¿En la guerra la gente también iba al cine? Al principio no me enteraba de mucho ni entendía por qué mi padre se reía tanto, como no solía hacerlo cuando estaba en casa. La risa hacía que se le pusieran los ojos brillantes. A mí me alarmaban aquellos personajes apresurados y estrambóticos, que estaban siempre huyendo de algo o corriendo hacia algo que yo no sabía lo que era, el charlatán del bigote negro pintado de un brochazo en la cara, el pequeño del sombrero cónico y la expresión de pillo, y sobre todo el otro, el mudo de los ojos fanáticos y la peluca rubia y la carcajada silenciosa, que sacaba toda clase de objetos de los bolsillos sin fondo de su gabardina desastrada y corría como un mono detrás de las mujeres.