Casi todas las noches me llevaban al cine, pero yo veía las películas como yuxtaposiciones de imágenes poderosas y aisladas o como secuencias discontinuas, que me hechizaban más porque no tenían trazas de similitud con el mundo real y porque mi imaginación no podía organizarlas en historias. Una película era sobre todo una sostenida alucinación que seguía actuando a la salida del cine, primero en el recuerdo y luego en los sueños.
Era el eco enorme de las voces amplificadas en la noche de verano, el enigma del chorro moteado de luz que flotaba sobre mi cabeza y se convertía en imágenes planas y desmesuradas en la pantalla, sin explicación posible; era el mareo de mirar hacia arriba y ver en la negrura cóncava las puntas innumerables de alfiler que nadie habría sido capaz de contar nunca y quizás la Luna ancha y pánfila que parecía mirar hacia nosotros como una cara redonda asomada al brocal de un pozo.
Pero ahora yo miraba la película con la misma atención que mi padre, y había empezado a reírme tan sonoramente como él, como el público entero del cine que aplaudía y silbaba a nuestro alrededor, coreando las órdenes dementes del hombre de las gafas de broma, el bigote pintado y el puro entre los dientes:
– ¡Más madera! ¡Esto es la guerra! Por algún motivo que yo no llegaba a entender el hombre del bigote, el del gorrito redondo y el mudo de la peluca rizada iban en un tren a toda velocidad, pero la locomotora se estaba quedando sin combustible. Y entonces empezaban a desguazar las puertas, a arrancar los asientos, a destruir con una felicidad demente todo lo que encontraban para quemarlo en la caldera, y cuanto más rápido iba el tren y estaba más en peligro de descarrilar, con más ahínco aquellos tres lunáticos destrozaban a hachazos los vagones y se iban quedando sin una plataforma que los sustentara, entregados triunfalmente a un desastre cuya consigna repetían como un grito de batalla el hombre del bigote y el público entusiasta y ruidoso:
– Más madera! Cuando volvíamos a casa, a la salida del cine, yo revivía con voz aguda y excitada la escena del tren, y mi padre imitaba el vozarrón engolado de Groucho Marx en la película, quizás recordando a través de mí al niño que él había sido y que la había disfrutado tanto treinta años atrás, en un verano de la guerra, cuando su padre estaba en el frente y él había empezado a madrugar y a trabajar como un hombre. Durante mucho tiempo nos acordamos él y yo de aquella noche singular en la que habíamos estado solos en el cine, y cuando nos contábamos de nuevo el uno al otro los pormenores de la aventura del tren destrozado a hachazos, el grito de}más madera} tenía algo de contraseña secreta entre nosotros.
12
Justo ahora mismo, a las seis y veintidós de la tarde, cuando mi tía Lola acaba de golpear el llamador en la puerta de nuestra casa, ha estallado una llamarada roja sobre la cara oculta de la Luna. La manera de llamar de mi tía Lola no se parece a ninguna otra: es rápida, decidida, ligera, casi burlona, golpes rápidos de la aldaba que tienen algo de mensaje telegráfico. Cuando yo era pequeño su cercanía me daba siempre una secreta felicidad que era intensamente erótica. El propulsor principal de la nave Columbia se ha encendido para situarla en una órbita elíptica. Los astronautas se asoman a una oscuridad que jamás han intentado traspasar unos ojos humanos, y durante los próximos cuarenta y ocho minutos permanecerán aislados de toda comunicación con la Tierra, navegando por esa región de sombra a la que no llegan las señales de radio. Dormía con mi tía Lola en las noches heladas de invierno y me apretaba contra ella para cobijarme de la oscuridad y del frío, y a mi tía le daba una risa que se me contagiaba y los dos escondíamos las cabezas bajo las mantas pesadas y la piel de borrego para que nadie nos escuchara. Dentro de menos de veinticuatro horas el módulo lunar Eagle se separará del módulo de mando Columbia, desplegará sus patas articuladas y encenderá sus motores para emprender un descenso de cien kilómetros hacia un punto situado en el Mar de la Tranquilidad. Sólo dos de los tres astronautas culminarán esa parte del viaje. El tercero, Michael Collins, permanecerá solo en el módulo de mando, desde la tarde del domingo hasta la del lunes, dando vueltas alrededor de la Luna, casi treinta horas en ese tiempo insomne sin noches ni días que mide el reloj en el panel de mandos. Solo y atento, en guardia, mirando la negrura exterior sobre el horizonte gris del satélite, en el que verá aparecer la esfera distante y azulada de la Tierra, dividida por un cerco de sombra.
Recorto informaciones, titulares y fotografías del periódico y las voy pegando en las hojas anchas y recias de un cuaderno de dibujo.}Los vuelos espaciales son el mayor exponente de la nueva era en la que ha entrado la Humanidad y han sido posibles gracias a los computadores electrónicos}.
Atesoro recortes, datos y palabras, refugiado en mi habitación, en lo más alto de la casa, como si viviera en un faro o en un observatorio astronómico, yo solo, igual que el astronauta Collins mientras sus dos compañeros caminan sobre la Luna. Palabras traídas del griego y del latín que nombran hechos de la ciencia y tienen resonancias de mitología. Aposelenio, periselenio. El punto más alejado de la órbita elíptica se llama aposelenio, y sitúa a la nave Columbia a 314 kilómetros de la superficie de la Luna:
periselenio es el punto más cercano, a 112 kilómetros.}?No llegará un día en el que esas máquinas superrevolucionadas se rebelen contra los amos que las construyeron y que ya no podrán seguir controlándolas?} A las 22:44, esta noche, el propulsor se encenderá automáticamente de nuevo para que la nave adopte una órbita circular, a cien kilómetros de altura. "Las matemáticas explican el Universo", dice el Padre Director, "hacen visibles para la limitada razón humana las leyes eternas y sutiles que trazó Dios en la Creación". El espacio negro por el que viaja el Apolo Xi es un vacío tan perfecto como el de la pizarra en la que el Padre Director dibuja círculos y elipses y garabatea fórmulas con un trozo de tiza.
La sustancia blanca de la tiza está hecha con las conchas pulverizadas de unos moluscos diminutos que se extinguieron hace doscientos millones de años, tan innumerables que forman los acantilados blancos de la costa sur de Inglaterra. Nada es simple, nada es lo que parece a primera vista, y cualquier fragmento mínimo de la realidad contiene tales posibilidades de conocimiento y de misterio que da vértigo asomarse a ellas. Millones de ángeles cabrían en la punta de un alfiler, y todos los ceros que pueden dibujarse en la pizarra de la clase detrás de un solo uno no bastan para expresar la duración de la cienmillonésima parte de la Eternidad. Hacia cualquier lado que mires te asalta un mareo de cifras imposibles. ¿Qué mortandades, qué extinciones masivas de espermatozoides provoco yo mismo cada vez que me hago una paja, despilfarrando así los dones del plan divino establecido en el Génesis,}Creced y multiplicaos?} Millones de moluscos tuvieron que morir para que existiera el cabo de tiza con el que el Padre Director escribe una ecuación aterradora en la pizarra: el polvo de sus conchas fósiles se queda flotando en el aire cuando el Padre Director se limpia las manos o da una palmada para llamar nuestra atención o formular una nueva amenaza, la fecha de un examen cercano. ¿Y si hay miles, millones de otros mundos habitados por seres inteligentes, a una distancia tan inmensa que jamás podremos tener noticias de ninguno de ellos, por mucho que hablen los periódicos de avistamientos de naves extraterrestres? Aparte del Sol, la estrella más cercana a la Tierra es Alfa Centauro, y está a más de cuatro años luz, billones de veces más lejos que la Luna.}Posiblemente, el problema que más está en la calle se refiere a la posibilidad de que estos hombres de otros planetas tuvieran también pecado original}, escribe en}Singladura} el periodista L. Quesada, al que la gente llama Lorencito, y que cada día llena páginas y páginas de información sobre el viaje a la Luna, aparte de intervenir en un programa semanal sobre Ufología y misterios del espacio que yo procuro escuchar cada viernes por la noche en Radio Mágina. Anoche terminó la emisión recitando un poema sobre el Apolo Xi que al parecer le había llegado de manera anónima, aunque él insinuó con tono de misterio que por el estilo y por el matasellos se podría asegurar que su autor era alguno de los poetas que escriben en nuestra ciudad, tan abundante en ellos, y no de los peores:
}El hombre por el Cosmos se aventura, supera con su espíritu el espanto de tanta inmensidad jamás hollada…} -Pobre Lorencito -dice mi tía Lola, que es cliente suya en El Sistema Métrico-. El viaje a la Luna va a acabar con él. Está muy pálido, dice que no duerme, y se equivoca midiendo las telas y haciendo las cuentas de las cosas. Esta mañana le entró un mareo cuando estaba atendiéndome y tuvo que sentarse, y le trajeron un vaso de agua. El pobre sudaba, pero no de calor, sino de escalofríos.