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Como que después de pasarse el día entero de pie atendiendo al público se va corriendo a su casa a escribir para el periódico, y a veces se pasa la noche entera escribiendo y escuchando las últimas noticias en la radio, y antes del amanecer ya está en la Telefónica haciendo cola para dictar sus artículos. Y eso que no le pagan, pero a él le da lo mismo.

– Será que es tonto.

– O que tiene mucha vocación.

– ¿Y ése qué sabe de la Luna y de los astronautas, si se ha pasado la vida cortando telas y rezando rosarios? -Ha estudiado por correspondencia -dice mi tía Lola, con mucha convicción-. Tiene un diploma de periodista, y otro de astrólogo.

– ¿De astrólogo o de astrónomo? -A tanto no llego yo, hijo mío.

Mi tía Lola tiene los labios pintados de rojo, la risa fácil, los dientes luminosos, las encías frescas y rosadas, los ojos grandes subrayados por el rímel de las pestañas. Se casó con un hombre que ha ganado mucho dinero, pero desde que era muy joven y desde que yo tengo memoria la he recordado siempre así: como una flor lujosa en nuestra casa sombría de trabajo y austeridad, a salvo del desgaste de las tareas domésticas y de la resignación obstinada con que mi madre y mi abuela sobrellevan sus vidas. Desde muy joven se pintaba las uñas y los labios y se pasaba las horas delante del espejo, o escuchando las canciones de la radio, sin hacer mucho caso de las órdenes de mi abuela ni dejarse doblegar por sus castigos. Sus tacones repican jubilosamente por las escaleras y los portales de la casa, al mismo tiempo que se expande por ella el aroma de su colonia y el sonido de las pulseras que agita al mover las manos mientras habla. Mi tía Lola trae consigo el resplandor del dinero y el de la vida a todo color que se ve en los anuncios de las revistas satinadas que hay siempre en su casa, y que ella deja en la nuestra cuando ya las ha leído: anuncios de cosas que nosotros no tenemos y que nos parecerían puramente fantásticas si no las hubiéramos visto en casa de mi tía Lola y en la tienda de electrodomésticos de su marido: televisores de pantalla enorme y abombada, frigoríficos, lavadoras, lavavajillas de un blanco refulgente que se corresponde con la sonrisa de las mujeres casi siempre rubias que posan junto a ellos, estufas de gas, calentadores de agua, aspiradoras, planchas de vapor, máquinas de afeitar eléctricas, relojes de pulsera sumergibles a los que no hace falta darles cuerda. "Usted puede llevar ahora el reloj Omega que los astronautas utilizaran en el viaje a la Luna". En las revistas que nos trae mi tía Lola y de las que yo recorto las fotos en color de los reportajes sobre el proyecto Apolo mujeres tan jóvenes y tan bien vestidas como ella, sin el menor rastro de desgaste del trabajo físico, toman el sol vestidas con bañadores incitantes a la orilla del mar o junto al azul del cloro de las piscinas y sostienen en la mano, con una sonrisa de invitación que no deja de tentarme, frascos de cristal con perfumes de nombres en francés y recipientes de plástico con etiquetas de productos que yo no sé para qué sirven y no he visto nunca en la realidad, a no ser cuando he curioseado en el armario de su cuarto de baño: cremas bronceadoras, depilatorias, anticelulíticas, champús para cabellos teñidos, mascarillas faciales. Ni siquiera en los anuncios de la televisión los electrodomésticos, los coches y las mujeres que los anuncian resplandecen tanto, al ser en blanco y negro. En las revistas de mi tía los frigoríficos de los anuncios están abiertos y llenos de alimentos casi tan exóticos como las cremas de belleza: yogures de todos los colores, botellas grandes de Coca-Cola y de Fanta de naranja y limón, frutas mucho más redondas y perfectas que las que nosotros criamos en nuestra huerta, piñas tropicales, leche embotellada, bloques de mantequilla en envoltorios relucientes, cajas de queso en porciones que tienen dibujada en la tapa la cabeza de una vaca risueña.

Desde antes de que mi tía Lola entrara en casa y me llamara yo ya he sabido que venía, tan sólo por su manera enérgica de golpear el llamador, con un poco de guasa, antes de empujar la puerta entornada de la calle. Me llama asomándose al hueco de las escaleras y yo dejo mi cuaderno, las tijeras y el puñado de recortes y bajo enseguida a darle un beso y a respirar el júbilo de su presencia. Mi hermana también ha sabido que venía y entra corriendo de la calle, dejando el corro sonoro de sus amigas, con las que jugaba a la comba. Mi tía Lola siempre trae novedades y regalos: hoy, un puñado de revistas y de periódicos recientes para mí, una cinta del pelo para mi hermana, y también una pequeña nevera portátil llena de helado que ella misma ha hecho en un aparato eléctrico recién llegado a la tienda de su marido. En el corral, a la caída de la tarde, bajo la parra llena de racimos todavía verdes y sonora de avispas y de pájaros, mi madre y mi abuela dejan su labor de costura para deleitarse con los helados de chocolate y café y leche merengada que mi tía saca de su nevera portátil como de una chistera de prodigios y con las historias y las novedades que ha traído.

Mi tía corta una porción de helado, haciendo sonar sus pulseras, le pone a los lados dos galletas finas y cuadradas y nos la va pasando, chupando la parte derretida que le chorrea por los dedos. Mi hermana lame el suyo, probándose con la mano que le queda libre la cinta para el pelo, y yo devoro a bocados el mío, su triple capa de chocolate, leche merengada y café, mientras empiezo a hojear los periódicos de los últimos días, sus primeras páginas ocupadas por grandes titulares.

"?Qué les espera a los astronautas cuando salgan de la cápsula? Inquietud universal. Aldrin pregunta a su director espiritual qué actitud debe adoptar al pisar la Luna".

– El último adelanto -dice mi tía Lola-. Se bate el helado, dándole a un botón, se pone en el molde, se guarda en el congelador del frigorífico y a la media hora ya puedes comértelo, y es mucho más sano y más sabroso que los de las heladerías.

– Pero es que nosotros no tenemos frigorífico -dice melancólicamente mi hermana.

– Ni falta que nos hace -dice mi abuela-. Para qué lo queremos teniendo un pozo tan fresco.

– Pues porque no queréis. Carlos viene con la furgoneta, lo instala en un rato y se lo pagáis en tantos plazos que ni os daríais cuenta.

– ¿Y qué hacemos con los plazos de la cocina de butano y de la tele? -dice mi madre.

– Hija mía -mi abuela siempre tiene un punto de seca censura cuando le habla a mi tía Lola-. Tu marido siempre está queriendo vendernos cosas.

– Más falta nos haría una lavadora.

– ¿Y una máquina de lavar los platos? -¿También hay máquinas para eso? -Para tener una lavadora primero tiene que haber agua corriente.

– En eso tiene razón el chiquillo.

Mira que seguir trayendo el agua de la fuente en cántaros, en los tiempos que corren.

– Bien rica y bien fresca que está la que nos trae tu padre de la fuente de la Alameda.

– En la burra, en las aguaderas de esparto. Se tarda menos en llegar a la Luna que en ir y volver de la Alameda.

– Pues nos compramos un grifo, lo pegamos en la pared y ya está.

– Cállate, niña, no digas tonterías.

– ¿Quieres no hablarle así a tu hermana? En las revistas hay páginas enteras a todo color con fotografías del proyecto Apolo. Reflectores blancos iluminan de noche el cohete gigante Saturno V sobre la plataforma de despegue, rodeado de nubes que parecen producidas por la combustión de los motores y son de los gases de refrigeración del combustible. Ciento diez metros de altura y siete mil toneladas de peso, y en el pináculo la pequeña forma cónica de la nave Columbia, un resplandor blanco y vertical en la noche, observado desde lejos por los espectadores que aguardan en las playas, en torno a hogueras encendidas, controlado en cada pormenor por los ingenieros que no duermen y miran las pantallas de los computadores electrónicos, escuchando cada uno en sus auriculares los números de la cuenta atrás. Hace tres días, hace poco más de setenta y cinco horas, y la nave diminuta y frágil que en el momento del despegue parecía a punto de ser devorada por el fuego de los motores ha recorrido más de trescientos mil kilómetros y está ahora mismo en órbita alrededor de la Luna.

Con las escafandras puestas, un poco antes de entrar por la escotilla de la cápsula, los tres astronautas saludan desde la pasarela roja que se separará del cohete en el momento del despegue: sonríen, sin escuchar ya nada, las tres cabezas sumergidas en el silencio de las esferas de plástico, con sus trajes blancos, moviendo en un gesto de adiós las grandes manos enguantadas, avanzando luego con pasos pesados sobre las suelas de buzo con las que dos de ellos pisarán el polvo de la Luna. Pero entonces los trajes espaciales y las mochilas con los depósitos de aire y los instrumentos de comunicación pesarán seis veces menos que en la Tierra, y los astronautas experimentarán una ligereza superior a la de los nadadores en el agua. Tomas un leve impulso, das un salto y te quedas flotando, y caes despacio de nuevo unos metros más allá, entre el polvo tenue y lentísimo que tus pies han levantado, y que probablemente no se había estremecido desde mucho antes de que se formaran los continentes de la Tierra. "?Contendrán los asteroides de la Luna algún agente nocivo que introducido en la cabina espacial resulte un peligro para las vidas de los astronautas y desencadene una trágica epidemia en nuestro planeta?" -He ido a casa de Baltasar -dice mi tía Lola, seria de pronto-. La sobrina le decía mi nombre, pero yo creo que no me ha conocido.