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Por encargo de mi abuelo, mi tío Pedro y mi tío Manolo empezaron a seguir a la pareja a una cierta distancia, turnándose si les parecía oportuno como dos policías que no quieren alarmar a un sospechoso. Si mi tía Lola iba con su novio al Ideal Cinema -y al patio de butacas, que nadie de nuestra familia había pisado hasta entonces-, mi tío Pedro y mi tío Manolo entraban a la misma sesión, pero a los altos del gallinero, y desde allí se asomaban para mantener la vigilancia. Les hacían señas inclinados sobre la barandilla, incluso les silbaban para llamar su atención, en parte para advertir de su presencia censora, y en parte también por la ilusión pueril de celebrar que su hermana estaba sentada como una señora en el patio de butacas. Ella, que los había estado observando de reojo desde el principio del paseo, fingía no verlos, y hasta procuraba distraer la atención de su novio, temiendo con razón que montara en cólera. Pero los dos hermanos insistían en los saludos, en los silbidos y en los visajes desde el gallinero, y el novio, en el límite de la paciencia, la tomaba de la mano para llevarla a otra localidad que no fuera visible desde arriba. Lo malo era que los sábados y los domingos el cine estaba siempre lleno, así que mi tío Carlos tenía que conformarse y hacer como que no se enteraba de nada, o perdía del todo la paciencia y se llevaba a mi tía del cine. Pero este ardid tenía que emplearlo cuando las luces ya estaban apagadas, porque si los dos hermanos se daban cuenta de la retirada salían a toda prisa ellos también, y esperaban escondidos en un portal de la calle Real a que aparecieran los novios, o los buscaban hasta encontrarlos en algún punto del itinerario forzoso que seguían las parejas: calle Real, plaza del General Orduña, calle Mesones, calle Nueva, explanada del hospital de Santiago y regreso.

El problema era que los domingos por la mañana mi tío Manolo y mi tío Pedro estaban trabajando en el campo y no podían mantener la vigilancia.

Fue así como mi abuela y mi madre idearon el remedio de utilizarme a mí como carabina infantil de los novios, y me regalaron sin proponérselo algunas de las mañanas de domingo más felices de mi vida, ayudando además a mi secreta reconciliación con mi tío Carlos, hacia el que hasta entonces había sentido unos celos enconados, un rencor venenoso. Hasta entonces, los domingos por la mañana, cuando yo veía a mi tía Lola vestirse y maquillarse, la felicidad que me daba observarla -con su punzada de emoción eróticaestaba ensombrecida por la conciencia de que todo eso lo hacía ella para gustarle al intruso que vendría a buscarla. La seguía por la casa tan dócilmente como un pequeño perro doméstico y la observaba desde mi breve estatura con la misma devota atención.

Si se lavaba en la palangana, delante del espejo oval que había en su cuarto, yo le tenía preparada la toalla.

La miraba sin pestañear mientras me contaba historias o películas o cantaba las canciones de moda que sonaban en la radio, y que no eran las mismas que les gustaban a mi madre y a mi abuela, porque muchas veces, cuando mi tía subía el volumen para escuchar mejor una de sus canciones y la cantaba al mismo tiempo, bailando incluso, poniéndome a mí a bailar con ella -las rodillas flexionadas, las caderas moviéndose, el cuerpo entero basculando sobre los talones-, enseguida se escuchaban los gritos de alguien ordenándole que bajara la radio, que nos íbamos todos a volver locos con aquella música. A mi tía le daba la risa y no hacía ningún caso, y yo sentía miedo por ella.

Me daba cuenta, con melancolía confusa, de la diferencia entre ella y el resto de nosotros, en esas mañanas de domingo en que aparecía arreglada y perfumada, con sus tacones blancos de punta, que le daban una forma tan delicada a los tobillos y a los empeines, a sus piernas sin medias, con su peinado alto y sus faldas en forma de corola. Mientras tanto mi madre y mi abuela iban vestidas con batas viejas y mandiles y alpargatas de cáñamo y si se arreglaban era para ir a misa o a un entierro y se vestían de oscuro.

Veía todo eso con mis ojos infantiles como una especie de augurio que no hubiera sabido expresar y que nunca confesé a nadie. Cuando sonaba el llamador de la puerta mi tía Lola bajaba a toda velocidad las escaleras para abrirle a su novio, dejando atrás el revuelo de la falda y las enaguas y un olor a jabón y a colonia, a lápiz de labios, a laca de uñas. Se inclinaba hacia mí para darme un beso de adiós y yo aprovechaba ese instante para disfrutar toda la voluptuosidad que se contenía en éclass="underline" los labios rojos, el rímel subrayando sus ojos tan grandes y sus largas pestañas, las clavículas, los brazos desnudos, la tela estampada del vestido, que era la única cosa de colores vibrantes que había en nuestra casa, con excepción de las flores de los geranios. Y cuando se había ido yo advertía en la penumbra del portal el gesto de reprobación con que mi madre y mi abuela la habían despedido y me ponía silenciosamente de parte de ella, con un fervor apasionado, con la abnegación de un caballero que defendería a su dama contra los acechos de los monstruos sombríos y de las maledicencias que se cebaran con ella, y que además no le reprocharía su frivolidad ni su ingratitud al marcharse con otro.

– La señorita se va sin hacer ni siquiera su cama.

– Y mira cómo lo deja todo. Ésa se arregla mucho, pero por donde pasa parece que han pasado las cabras.

– Una cabeza de cabra es la que ella tiene.

– Sale a la calle y ya se va riendo.

– A ver si tanta risa no termina en llanto.

Pero ahora, en virtud de la consigna de vigilancia estricta, que se aplicaba a cada movimiento de mi tía Lola, yo, su partidario más ferviente, era enrolado como espía, sin que nadie advirtiera de qué lado estaba mi lealtad. Y los domingos por la mañana, en vez de asistir tristemente a su transformación, que me recordaba la de Cenicienta en el cuento, yo me beneficiaba de ella, recibía dichosamente su influjo luminoso, al menos en el tiempo en que mi tío Carlos aún no se había comprado la Vespa, haciendo cualquier vigilancia imposible. Me ponían mis mejores pantalones cortos y mis tirantes de hebilla plateada, me lavaban la cara y las rodillas con el estropajo hasta dejármelas enrojecidas, me ponían mis calcetines blancos y mis zapatos charolados, y cuando mi madre y mi abuela habían terminado de arreglarme era mi tía Lola quien se encargaba de la última inspección, agregando un detalle imaginativo o caprichoso, quizás desordenándome el flequillo demasiado recto que mi madre había aplastado con agua sobre la frente.

Y cuando sonaba la llamada -un repique especial del llamador que era la contraseña de los novios-, yo era el primero que bajaba y abría la puerta, y como el novio no estaba todavía autorizado a entrar en la casa me quedaba con él en la plazuela, explicándole que mi tía Lola iba a bajar enseguida, con un principio de complicidad que sin embargo no excluía del todo el antiguo rencor.

– Mujeres -me decía él, apoyándose en la esquina, con un cigarrillo rubio en los labios, como haciéndome una confidencia que me sería útil en la vida-. Siempre te hacen esperar.

Al salir, mi tía miraba rápidamente a su alrededor para ver si había alguna vecina espiando y le daba al novio un beso instantáneo como el picotazo de un pájaro, y eso bastaba para que reviviera en mí el antiguo rencor. Un momento después ya estaban mi madre y mi abuela en la puerta, y en la de Baltasar su mujer y la sobrina, y tal vez había algunas vecinas más que habían aparecido con una escoba o asomadas a las ventanas, regando las macetas.

– Andad con Dios.

– Lola, no tardes.

– No se preocupe, señora, que no pienso robarla.

– No le compréis marranerías al niño, que se le quitan las ganas de comer.

Yo iba entre ellos, con el instinto del niño celoso que procura impedir la excesiva cercanía entre dos adultos.

Sobre el empedrado de la calle del Pozo resonaban los tacones de mi tía Lola, y en los bolsillos de su novio tintineaban llaves o monedas, el metal del mechero. Yo era consciente de la singularidad de mi tía y del modo en que la miraban las otras mujeres -también me había fijado en cómo la miraban a veces los hombres por la calle-, y me imaginaba que ella y Carlos eran mis verdaderos padres, o unos tíos mundanos y muy viajeros que llegaban a buscarme desde un país lejano y me llevaban luego con ellos en un tren o en un transatlántico. Salía con ellos de la plaza de San Lorenzo y de los callejones donde transcurrían nuestras vidas y me llevaban a los espacios abiertos por donde se paseaba la gente muy arreglada en las mañanas del domingo: el paseo de Santa María, en el que repicaban las campanas de las iglesias con el toque de la misa mayor; la calle Real y el paseo del Mercado, donde la banda municipal tocaba en el kiosco de la música; la plaza del General Orduña, donde estaban el kiosco de periódicos y tebeos y el puesto de los helados, y frente a ellos, al otro lado de la estatua del general taladrada de disparos, los tenderetes de los soportales, donde se vendían tebeos, novelas del Oeste, sobres de cromos, pelotas de goma, bolsas de pipas, pirulís sabrosos de caramelo rojo circundado por una banda de azúcar, indios y vaqueros de plástico, cinturones con cartucheras y pistolas de juguete, espadas, corazas y hasta morriones de romanos. Me sentaba con mi tío Carlos y mi tía Lola en un velador de aluminio de la cafetería Monterrey y me embebía en la lectura del tebeo y en el sabor del refresco que me habían comprado y se me olvidaba por completo mi vigilancia recelosa. Ya no me sentaba entre los dos, ni me fijaba en lo que hacían con las manos. Las cañas de cerveza que les había servido el camarero tenían el mismo resplandor dorado de la mañana de domingo. A mi tía, cuando bebía un trago, la espuma blanca le manchaba los labios, y luego quedaba en la copa vacía un cerco de carmín.