Bajábamos luego por el Rastro hacia los jardines de la Cava, junto al cine de verano, que eran la gran novedad en nuestro vecindario, con sus fuentes de taza, sus bancos de piedra, sus setos de arrayán y sus macizos de rosas y jazmines que trepaban por pérgolas pintadas de blanco, dominando toda la amplitud del valle del Guadalquivir. Yo ya estaba mareado de cansancio, aturdido de felicidad, empachado de pirulís y cacahuetes, de patatas fritas, de almendras saladas, pero en los jardines de la Cava, donde había también puestos de helados y refrescos y vendedores ambulantes de globos y de juguetes, aún quedaba ocasión para un regalo más. Mi tía y su novio se sentaban en un banco, a la sombra de las rosaledas y los setos, y yo me olvidaba por completo de ellos, jugando con mi pelota de goma o con mi diligencia del Oeste o mi barquito de vela, leyendo mi tebeo que tenía colores brillantes y un olor a tinta tan delicioso como el de la vegetación de los jardines. Si había empezado la temporada de verano, miraba los cartelones de la película que pondrían esa noche, y el bastidor con fotogramas colgado junto a la taquilla. Me asomaba con una sensación de vértigo a la balconada que daba al valle del Guadalquivir, mirando las huertas, las extensiones de sembrados, los olivos que progresaban en líneas rectas hacia las laderas de la sierra, de un azul no mucho más oscuro ni menos transparente que el cielo. En aquel lugar la gente era muy parecida a mi tía y a su novio, tan joven como ellos, tan impecable y pujante como los setos y los rosales del parque, tan nueva como la pintura blanca de las pérgolas. Las parejas de novios paseaban tomadas del brazo, los hombres con trajes, gafas oscuras y pelo brillante, las mujeres con vestidos claros y zapatos de tacón, y los más modernos se tomaban de la mano según una moda reciente que mi tía Lola y mi tío Carlos habrían aprendido en alguna película y adoptado con entusiasmo, y que empezaban a practicar en cuanto doblaban la última esquina de la calle del Pozo y mi madre y mi abuela ya no podían verlos.
Una mañana, sobre nuestras cabezas, en los jardines de la Cava, apareció una avioneta blanca que había venido volando por encima de los tejados y las torres de los palacios y los campanarios de las iglesias. En su cola ondeaba una larga bandera amarilla con un letrero que decía: "Cinzano". En medio de los jardines todo el mundo miraba hacia el cielo haciéndose visera con las manos. La avioneta dio un giro sobre la pantalla del cine de verano y se alejó hacia el valle y la sierra, dejando un largo rastro blanco en el cielo sin nubes, un blanco tan limpio como espuma de cerveza. Se iba volviendo muy pequeña y ya no se oía el ruido del motor, que a mi tía le había hecho taparse los oídos mientras pasaba sobre nuestras cabezas y parecía que fuera a rozarlas. Poco a poco, cuando ya casi no se la veía en el cielo, la avioneta hizo un amplio giro y el sol relumbró un instante en sus ventanillas. Llegó a la altura del cuartel de Infantería, al final de la ciudad, y desde allí volvió en línea recta hacia donde nosotros estábamos, cada vez más cercana y más atronadora.
Pasó sobre la pantalla del cine de verano agitando con un vendaval las copas de las palmeras que hay detrás de ella, y al sobrevolar de nuevo los jardines de la Cava sentimos un golpe de viento contra nuestras caras y vimos un instante, tras las ventanillas cuadradas, la cara con gafas de sol y la camisa blanca con galones del piloto. La gente aplaudió cuando una mano apareció saludando por una ventanilla, y algunos padres alzaban en brazos a sus hijos pequeños que estiraban las manos como queriendo alcanzar las alas blancas de la avioneta. La banderola amarilla de Cinzano vibraba en el cielo muy azul con un resplandor de oro, restallando en el viento. Volvimos todos las cabezas según la avioneta pasaba volando cada vez más bajo sobre el mirador de las murallas y luego sobre el campanario cubierto de hiedra de la iglesia de San Lorenzo, en dirección a la plaza de Santa María. Mi tío Carlos le indicaba la trayectoria del vuelo a mi tía con un brazo extendido, y el otro se lo pasaba como por casualidad por la cintura, sobre el talle estrecho de su vestido estampado.
– Pues eso no es nada -dijo mi tío Carlos cuando la avioneta ya se había perdido en el cielo, más allá de la sierra de Mágina-. Ha dicho el presidente Kennedy que muy pronto el hombre llegará volando a la Luna.
– ¿Y ese presidente quién es? -dijo mi tía.
– El de Estados Unidos, el que más manda en el mundo.
– ¿Más que Franco? -Como de aquí a Lima…
Volvimos a casa por la calle del Pozo, yo ahora entre ellos, y cuando mi tío se fue y mi madre y mi abuela pusieron la comida, un potaje de garbanzos con espinacas o acelgas, a mí casi me dieron arcadas nada más ver la olla y oler los garbanzos, el repollo, el tocino.
– Mira que te lo advertimos, hija mía, pero tú ni caso. Le habéis dado porquerías al niño y ahora no quiere comer.
13
El rumor ha ido creciendo en la plaza mientras caía la tarde de domingo. Se ha ido haciendo más fuerte sin que yo prestara atención a lo que llegaba a mis oídos, un ruido de fondo como el de las campanas que llaman a misa con un timbre distinto en cada una de las iglesias de la ciudad y como el de los vencejos que iniciaban sus vuelos de cacería sobre los tejados y las copas de los álamos. He escuchado voces, golpes de llamadores, el motor de un coche que se detenía casi debajo de mi balcón y lo más que he pensado lejanamente, sin apartar los ojos del libro, ha sido que Baltasar se habrá puesto peor, y que ese coche es el del médico o una ambulancia que se lo lleva al hospital del que es muy probable que no regrese.
Lo que más me importa sucede en las páginas de un libro o en un punto del espacio situado a casi cuatrocientos mil kilómetros de aquí, en la órbita de la Luna. Palabras, instrucciones, pulsaciones eléctricas, cruzan esa distancia en menos de un minuto. En los receptores del centro de control de Houston se oyen los latidos de los corazones de los astronautas. Ingenieros con la mirada fija en la pantalla de las computadoras y con pequeños auriculares incrustados en los oídos estudian la respiración de los tres hombres mientras duermen y consultan los relojes que miden el tiempo sin días ni noches del viaje para despertarlos a la hora justa. Voces atravesando la negrura del espacio vacío, latidos humanos, susurros de respiraciones.}Experimentos telepáticos serán realizados por los astronautas del Apolo Xi, aprovechando un medio como el espacial que podría ser más propicio para las comunicaciones mentales que el atmosférico de la Tierra}.
Los tres hombres dormidos en la penumbra del módulo de mando que gira alrededor de la Luna, respirando como en un dormitorio demasiado estrecho mientras los indicadores parpadean y los relojes digitales saltan de segundo a segundo en dirección al momento en que serán despertados, al comienzo de este día terrenal en el que dos de ellos se posarán sobre la superficie blanca y gris que se desliza mientras ellos duermen por las ventanillas de la nave.
El sonido es una vibración en ondas concéntricas del aire, como las ondas que se propagan sobre el agua lisa cuando una piedra cae en ella. Cada material vibra con una longitud de onda distinta, y el oído humano distingue así el origen y la calidad de los sonidos, el metal de un llamador en una puerta, el roce o el golpe de unos pasos sobre los peldaños de una escalera, el timbre preciso de una voz.
Pero otras ondas sonoras cruzan el aire sin que yo pueda percibirlas, aunque las captan las membranas infinitamente más sensibles del oído de un perro o de un gato o el de un murciélago. Los murciélagos empezarán a volar cuando haya oscurecido un poco más y no quede suficiente luz para que vuelen y cacen los vencejos. Gritos agudísimos, alaridos incesantes atravesarán el silencio igual que habrá toda clase de seres moviéndose por la oscuridad en la que yo no veo nada.
Las ondas de radio que lanza al aire una emisora ascienden hasta chocar con la ionosfera y rebotando en ella vuelven a la Tierra y por eso pueden ser atrapadas por los receptores. Pero algunas escapan al espacio exterior y podrán continuar viajando por él durante cientos o miles o millones de años y quizás acaben siendo captadas por aparatos de escucha creados por los habitantes de planetas lejanos.
Ondas sonoras viajan por el espacio entre la Tierra y la Luna, entre la Luna y la Tierra, uniendo el centro de control espacial de Houston y la nave Apolo, transmitiendo imágenes borrosas, voces humanas distorsionadas por la lejanía, latidos de corazones.
El rumor crece en la plaza, bajo mis balcones, se multiplica en voces de alarma y golpes de llamadores, queda sumido unos instantes bajo el escándalo de una sirena de ambulancia. ¿Y si también estos sonidos que yo oigo ahora viajaran tan ilimitadamente como la luz o las ondas de radio y en algún lugar muy lejano y en un punto remoto del futuro un receptor muy sensible pudiera captar y reconstituir las voces, los pasos, los ruidos cotidianos que llegan hasta mí desde el fondo de esta casa, los que se repiten cada día en la plaza? Una máquina dotada de la capacidad de registrar los ecos más débiles, los residuos de las ondas más lejanas, las grabará en cintas magnéticas en las que quedarán registrados todas las voces de los muertos, todos los sonidos que nadie ha oído desde hace muchísimo tiempo, y que parecían borrados del mundo. Así captan los telescopios la luz que brilló hace millones de años en estrellas extinguidas. La claridad que dora en este momento de la tarde las ventanas más altas y las gárgolas de la Casa de las Torres y los tejados de la plaza de San Lorenzo ha tardado ocho minutos en llegar aquí desde el Sol. Las voces que escucho parecen llegar desde mucho más lejos, hasta que de pronto los chirridos de neumáticos, los golpes de las puertas metálicas al abrirse y cerrarse, las órdenes gritadas, se imponen en el presente y reclaman mi atención. La máquina de los sonidos será una Máquina del Tiempo que permitirá viajar a las distancias más remotas del pasado. En un laboratorio de paredes blancas y asépticas del año 2000 ingenieros con uniformes muy ajustados al cuerpo auscultan los sensores conectados a antenas parabólicas capaces de captar las ondas sonoras más débiles, que luego reconstruyen los computadores para convertirlas de nuevo en voces humanas. Así han captado los astrónomos el fragor de fondo de la explosión que dio lugar al universo hace quince mil millones de años: así es como captan ahora mismo las antenas de las estaciones de seguimiento situadas en lugares altos y desérticos del mundo las señales que envían los astronautas desde la Luna: