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Veía la frontera de la noche avanzando de este a oeste, la oscuridad tragándose continentes y océanos, y de pronto le costaba recordar a las personas queridas que estaban esperando su regreso y hasta sentir un vínculo personal con ese planeta perdido como una ínfima mota de polvo en la espiral de una galaxia. Los astronautas que ahora mismo duermen y que despegarán dentro de unas horas van a volar mucho más lejos, más allá de lo que cualquier ser humano ha llegado nunca. A una velocidad de más de treinta mil kilómetros por hora la nave Apolo Viii romperá el influjo de imán de la gravedad terrestre y cruzará el espacio en dirección a la Luna, pero ninguno de sus tripulantes llegará a pisarla. La mirarán desde muy cerca, mientras giran en su órbita, desde una distancia de no más de cien kilómetros. Pero también es posible que la nave se incendie antes del despegue, como le ocurrió al Apolo Vii hace tres meses, el 11 de octubre, cuando el módulo de mando, por culpa de la chispa de un cortocircuito que incendió en un instante el oxígeno puro que respiraban los astronautas, se convirtió en una trampa de llamas y de gases asfixiantes.

Mi abuelo y mi padre se han levantado muy de noche para aparejar a las bestias, pero mi madre y mi abuela se levantaron mucho antes que ellos, para encender el fuego y preparar la comida del día. Han bajado a la cocina en la que el frío hacía más intenso el olor a ceniza de la lumbre que apagaron anoche antes de dormirse.

Mientras dormían el frío se ha adueñado de toda la planta baja de la casa como de una ciudad sitiada donde los centinelas se rindieron al sueño, y ahora ellas tienen que empeñarse en recobrar una parte del espacio perdido, igual que ayer cuando amaneció y que mañana cuando vuelvan a levantarse y que cada uno de los días del invierno. A la luz de la bombilla que cuelga del techo han barrido la ceniza y fregado las baldosas ennegrecidas del hogar con el agua helada de un cubo que han sacado del pozo. Han vaciado los orinales en el retrete del corral.

Han cruzado el corral reluciente de escarcha para ir al cobertizo en el que se guarda apilada la leña de olivo y al entrar en él han sobresaltado a las gallinas y a los conejos que dormían al calor del estiércol. Han vuelto a la cocina cada una con un brazado de leña y han dispuesto los troncos ásperos en el hogar de la mejor manera para que el fuego prenda cuanto antes, arrimándoles un puñado de paja seca, una hoja retorcida de periódico que encienden con una cerilla. Cuando los hombres bajan a la cocina el fuego crepita y asciende por el hueco grande de la chimenea y ya hay sobre la mesa tazones de leche recién hervida y rebanadas de pan tostado untadas en aceite o en manteca. Se acercan a la lumbre para calentarse y en sus caras y en sus manos se refleja el esplendor de las llamas. El frío se ha retirado, al menos de la cocina en la que crepita el fuego, ha ido a agazaparse en las habitaciones cercanas y en los huecos más sombríos de los pasillos y las escaleras. En el retrete del corral mi abuelo y mi padre se han aliviado con largas meadas resonantes y han examinado el cielo y considerado la textura del aire y la dirección del viento para saber cómo se presentará el día de aceituna. Mi madre y mi abuela preparan la comida fría que llevaremos al campo, las fiambreras de carne o sardinas con tomate, las lonchas de tocino salado, los chorizos, las morcillas que descuelgan del techo con una vara larga terminada en un gancho, las tortas de manteca y pimentón, los grandes panes de corteza dura y polvorienta de harina y miga densa, y lo guardan todo en un zurrón de esparto al que llaman la barja. Mi madre sube fatigada y enérgica las escaleras para dejar hechas las camas antes de que nos vayamos al campo. Y esta tarde, cuando regresemos, yo me sentaré a leer junto al fuego y mi abuelo se irá a conversar sobre cosechas, temporales y sequías, junto a los grupos rumorosos de hombres vestidos de oscuro que ocupan los soportales de la plaza del General Orduña: pero mi madre, sin descansar ni un minuto, tendrá que ponerse a preparar la cena con mi abuela, y quizás antes saldrá al cobertizo del corral a lavar la ropa de todos nosotros restregándola con sus manos enrojecidas en la pila de piedra, lavándola con un jabón rudo y casero que escuece la piel, aclarándola con agua helada.

Me da envidia de mi hermana, que sólo tiene siete años y puede seguir durmiendo, que se levantará tarde y se pasará el día con mi abuela en la casa silenciosa o saldrá a jugar con sus amigas a la plaza más sosegada que nunca, porque en la temporada de la aceituna el barrio entero se queda desierto. El reino en el que todavía vive mi hermana es un recuerdo tan cercano aún para mí como el de las sábanas acogedoras y calientes que he dejado atrás en mi dormitorio, ahora ya invadido por el frío. Por culpa del pecado original Adán y Eva fueron expulsados del paraíso y condenados al trabajo.

}Ganarás el pan con el sudor de tu frente}. Pero esa maldición que según los curas es universal sólo me afecta a mí entre los alumnos de mi curso, porque ayer fue el último día de clase y se repartieron las notas y había un ambiente nervioso y festivo incluso entre los internos. El réprobo Fulgencio canta}O sinner man} con la voz más grave y el ritmo más acelerado que nunca, acompañándose con imitaciones vocales del bajo eléctrico y de metales sincopados, con solos de batería -regla, compás y tiralíneas- que retumban al fondo del aula. Gregorio se ríe como un conejo después de que se le descompusieran fétidamente los intestinos mientras el Padre Director guardaba un largo silencio antes de dar lectura a las notas de Matemáticas. En vísperas de las vacaciones yo soy el único que trabajará en el campo desde el día siguiente, y no en la huerta de mi padre, sino a cambio de un jornal, en la cuadrilla de aceituneros de un propietario rico que tiene varios miles de olivos.

– El trabajo manual ennoblece -dice el padre Peter, cuando se lo cuento.

Me ha visto solo y cabizbajo en el patio y se me ha acercado para preguntarme qué me pasaba-. Los curas obreros que ahora escandalizan tanto en realidad ya existían desde que se fundaron los monasterios benedictinos:

"Ora et labora".

}Ora et labora}. Al pobre don Basilio, el ciego de Latín, Endrino y Rufián Rufián le volvieron a poner un pupitre en su camino y se dio un golpe tan fuerte en los testículos que soltó un}Me cago en Dios} y se le cayeron al suelo las hojas en braille sobre las que deslizaba los dedos leyendo nuestras notas. Se agachó a recogerlas, porque don Basilio es un ciego cabezón al que no le gusta pedir ayuda, y se dio otro golpe en la frente con el mismo canto del pupitre, lo cual fue motivo de algarabía general, y de una amenaza de suspenso colectivo. Sobre las risas de todos destacaba la carcajada bronquítica del réprobo Fulgencio, que no había aprobado ninguna asignatura, ni la Religión ni la Gimnasia, ni la Formación del Espíritu Nacional, y que tendría que pasarse las vacaciones enteras castigado en el colegio, solo en los dormitorios deshabitados y en el comedor donde no habría más comensales que él y los curas cuya principal tarea iba a ser la de vigilarlo.

Ganarás el pan con el sudor de tu frente. Ganarás el pan con tus manos casi infantiles todavía rígidas de frío y con tus rodillas desolladas de arrastrarte sobre la tierra endurecida por la escarcha, con el dolor de tu cintura y el de tu espalda que llevarás doblada todo el día. La piel de los dedos en torno a las uñas se te quedará en carne viva al arañarse con las aristas de la tierra helada cuando quieras recoger las aceitunas medio hundidas en ella, y cuando avance la mañana y el sol disuelva la escarcha se te hundirán los pies y las rodillas en el barro. Los hombres van por delante, arrastrando los grandes mantones de lona alrededor de los troncos de los olivos, golpeando con varas largas y gruesas como lanzas las ramas dobladas por el peso de los racimos de aceitunas verdes o negras, púrpuras, violetas, tan henchidas de jugo que revientan al pisarlas. A cada golpe las aceitunas caen como rachas sonoras de granizo sobre los mantones. Los hombres asedian el olivo, los más ágiles se suben a la horquilla del tronco para alcanzar las ramas más altas, hablan a gritos y ríen a carcajadas y muchas veces trabajan briosamente sin quitarse el cigarrillo de la boca.