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"?Como un amigo?", le decía yo, "?cuánto tardó en firmar el aval diciendo que eras afecto al Movimiento?". "Tardara lo que tardara, si no llega a ser por él me habría muerto de hambre o de tifus en el campo de concentración". "Ay, qué tonto eres, hijo mío, firmó el aval cuando vio que no había cargos contra ti y que de todas maneras iban a soltarte". ¿Tú sabes cuántas veces tuve yo que cruzar de nuestra casa a la suya y llamar a su puerta para pedirle que firmara ese papel miserable? Llamaba y no me respondían, me quedaba esperando y tenía que volver a llamar, como si fuera una mendiga. Y yo sabía que los dos estaban dentro de la casa y que me hacían esperar a propósito, hasta los oía cuchichear y reírse muy bajo. Y a todo esto sin saber si vuestro padre estaba vivo o estaba muerto, sin poder mandarle cartas porque yo no tenía quién me las escribiera, con mi padre a mi cargo y cinco hijos a los que no tenía qué darles de comer, echándome a la calle cada día para pedir prestado aunque me muriera de vergüenza y haciendo cola a la puerta de las oficinas y de los cuarteles donde pudieran darme razón del paradero seguro de mi marido y de todos los papeles que harían falta para solicitar que lo soltaran. Qué podía yo entender de papeles, si apenas sé leer y casi no soy capaz ni de escribir mi nombre. Hasta carbón nos faltaba algunos días para calentar el puchero. ¿No os acordáis? -¿Cómo quieres que me acuerde, si yo no había nacido? -Pues tu hermana bien que se acuerda, a que sí.

– Cómo iba a olvidárseme. Ya tenía nueve años cuando acabó la guerra.

– Nueve años y llevabas adelante la casa y cuidabas a tus hermanos como si fueras una mujer, mientras yo andaba por ahí buscando algo de comer y queriendo averiguar si vuestro padre estaba vivo o lo habían fusilado o si lo iban a condenar a veinte años de cárcel.

– Pero si él no había hecho nada.

– Siempre pagan justos por pecadores.

– Pagan los tontos, y vuestro padre lo era. Se lo creía todo. Se creía la propaganda de los del otro lado:

"No tendrá nada que temer quien no se haya manchado las manos de sangre". Y lo mismo que se creía todos los discursos se creyó las mentiras que le contaba Baltasar sobre los billetes que valdrían y los que no valdrían cuando por fin entraran en Mágina las tropas de Franco.

– ¿Y Baltasar cómo podía saber eso? -Hija mía, pareces más tonta que tu padre.

– Baltasar era un fascista, aunque lo disimulaba.

– Baltasar no era ni rojo ni fascista, era del que estuviera mandando y de quien él pudiera sacar más provecho arrimándose. Como trabajaba de arriero y andaba siempre de un lado para otro aprovechaba para ayudar a los que más pudieran agradecerle luego los favores. Traía y llevaba recados y a más de uno le ayudó a cruzar las líneas. ¿Cómo crees tú que pudo pasarse al otro lado el ciego Domingo González? Y no lo hacía por buenos sentimientos. Tenía buen cuidado de ayudar a quien pudiera luego ayudarle a él, y como era más listo que el hambre enseguida se dio cuenta de que la guerra iban a ganarla los otros. No como vuestro padre, que se estuvo creyendo hasta el final los embustes que el doctor Negrín contaba en la radio, cuando hasta el más tonto o el más ciego podía ver que todo aquello estaba hundiéndose. Pues él nada. Dijeron en la radio de Franco que Madrid había caído, y él, que se lo creía todo, de pronto no se creyó precisamente eso, decía que a él no lo engañaban, que la toma de Madrid era un golpe de propaganda inventado para desmoralizarnos. Como si no estuviéramos todos ya bastante desmoralizados después de tres años de penalidades y de guerra.

Todos menos él, claro, que se lo pasaba estupendamente presumiendo de uniforme, con lo alto y lo buen mozo que era, desfilando con su mosquetón al hombro cada catorce de abril. Yo le decía: "Manuel, si esto acaba mal y ganan los del otro bando, ¿qué va a ser de nosotros?" Y él tan fresco, "mujer, cómo van a ganarle unos cuantos militares sublevados al gobierno legítimo de la República". Él siempre con esas palabras que le gustaban tanto. "Y si pasara algo", decía, "que no pasará, ¿no estamos guardando cada semana más de la mitad de mi paga fija, para hacer frente a lo que sea?". De eso estaba tan orgulloso como del uniforme y de los correajes, del sobre con billetes que me traía cada sábado. Y a mí también me parecía mentira, después de haber pasado tantas necesidades en la vida, de no saber nunca si al día siguiente íbamos a tener un jornal o si se iba a arruinar una cosecha porque no lloviera nada o porque lloviera a destiempo.

Igual que os digo una cosa os digo la otra, listo no será vuestro padre, pero trabajador más que nadie. Desde niño se ganó la vida en los cortijos y en las huertas, pero el que no tiene nada más que sus manos no saca nada en limpio por mucho que trabaje, y por muy buenas palabras que le digan los señores o los capataces. Los peones de los cortijos dormían en las cuadras con los animales y el día en que estaba lloviendo o en que se ponían malos no cobraban el jornal. Y cuando llegó la República y a pesar de todas las promesas había menos trabajo todavía, los señoritos y los capataces les decían a los hombres del campo: "Decidle a vuestra República que os dé de comer".

– Dice Carlos que de esas cosas antiguas más vale no acordarse.

– Como si acordarse o no acordarse estuviera en la mano de uno.

– Hasta para nacer tuviste suerte tú, Lola, que viniste al mundo cuando lo peor había pasado.

– Cuando estalló la guerra nosotros estábamos algo mejor, y habíamos podido mudarnos a esta casa, porque a vuestro padre lo habían hecho aperador o jefe de muleros o comoquiera que se diga en el cortijo de los señores de Orduña. Pero llegaron unas patrullas en camionetas de aquellos milicianos que llevaban pañuelos rojos y negros y dijeron que incautaban el cortijo. Me acuerdo de esa palabra porque vuestro padre la decía mucho. Pero lo que hicieron fue quemar la casa, matar a tiros a los animales y pegarle fuego a la cosecha de trigo y de cebada, y hasta a vuestro padre estuvieron a punto de fusilarlo.

– ¿Y él que había hecho? -Pues lo que ha hecho siempre y lo que ha sido su ruina, meterse donde no lo llamaban y hablar cuando tendría que haberse callado. Después de emborracharse con el vino de la bodega de los señores los milicianos empezaron a tirar al patio por los balcones del cortijo todo lo que encontraban, los muebles, los libros de la biblioteca, los cuadros, las imágenes de los santos, y cuando tenían una pila que llegaba más alta que los tejados lo rociaron todo de gasolina. Los peones estaban allí, mirando, sin hacer nada, pero vuestro padre se acercó a los milicianos y les dijo, "pero, hombre, vais a quemar también los libros y los santos, qué mal os han hecho". Y el miliciano lo agarró por la pechera de la camisa, aunque era más pequeño que él, y le dijo, "pues a ver si vas a ir tú también derecho a la hoguera".

– Qué valiente, mi padre.

– Qué insensato, más bien. Por mucho menos a otros les dieron el paseo, y tuvieron sus familias que buscarlos por las cunetas, tirados como perros, con las bocas abiertas y los ojos comidos por las moscas.

– Habría que verlo, lo orgulloso que iría, con su uniforme de guardia.

– Guardia de Asalto. Con todo el tiempo que ha pasado y todavía le gusta decir el nombre.

– ¿Cómo sacó la plaza? -Porque era muy alto, y porque sabía leer y escribir y hacer cuentas.

Y porque a los guardias más jóvenes los mandaban al frente y como los mataban tan rápido siempre hacía falta gente nueva. Había aprendido a leer y a escribir en el cortijo, de noche, a la luz de un candil, con otro peón que había sido asistente de un capellán en la guerra de África.

– Yo me asomaba a la ventana para verlo venir. Salía corriendo y él me levantaba en brazos, y me ponía la gorra de plato. Las otras niñas que jugaban en la calle se morían de envidia.

– Y lo mejor era el sobre, cada sábado, lloviera o nevara o hubiera sequía, parecía mentira, los billetes tan nuevos, que olían tan bien, sin mugre ni manoseo, como si los hubieran planchado, un jornal seguro por primera vez en nuestra vida. Y por tan poco tiempo. Pero yo veía cada semana que mi caja de lata iba estando más llena, y la guardaba en el fondo del armario. Él me decía, "mujer, no seas tan económica, que la semana que viene habrá otro sobre igual que éste". Pero yo escuchaba las noticias de la guerra, aunque no entendía casi nada, y miraba las caras de hambre de la gente, y los puestos del mercado que se iban quedando vacíos, y los soldados que volvían de los frentes con un brazo o una pierna de menos o sin los dos brazos o las dos piernas, y pensaba, "esto no va a durar mucho, y cuando se acabe estaremos mucho peor que antes de que empezara". Al final mi caja de lata estaba llena de billetes, bien apretados, con ese olor a nuevo que me gustaba tanto, pero de qué me servían, si ya no había casi nada que se pudiera comprar con ellos, si el campo no daba trigo ni aceite después de tres años de dejarlo en barbecho.