– ¡Se ha quedado corto!
La cuadrilla del cañón volvió a cargar y, de nuevo, escupió humo por la boca en su movimiento ascendente.
Una docena de catalejos apuntaban hacia la goleta, que estaba a babor. El grupito de oficiales del alcázar comentaba sus opiniones entre dientes. Allí estaba también Drinkwater, que servía de mensajero al capitán.
– Sin duda, nos estamos acercando.
– Aún no ha izado el pabellón.
– Ahí lo tiene.
La insignia americana se elevó hasta el tope y se desplegó al viento. La goleta había largado demasiado trapo. Bajo su proa y a los costados, salpicaba furiosa el agua blanca. De pronto surgió una pequeña nube de humo, disipada al momento por el viento. Se abrió un agujero en la vela trinquete de la fragata.
– ¡Por todos los demonios! ¡Buen disparo!
– Sí, pero maldita la gracia que le va a hacer a nuestro querido Johnny…
El cañón largo del nueve de Devaux rugió de nuevo. Se podía ver el agujero perforado en la vela mayor de la goleta.
– Quid pro quo -exclamó Keene.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Wheeler, sin dirigirse a nadie en concreto.
– Si fuera yo, caería a barlovento tan rápido como fuera posible, pues en ceñida se libraría de nosotros -dijo el teniente Price. Todos sabían que la goleta, con su aparejo de cuchillo, podría navegar de bolina, halando sus cabos, mucho más deprisa que una fragata de vela cuadras, pero la opinión de Price fue rebatida por Drinkwater, que ya no pudo contenerse más.
– Disculpe, señor Price, pero su botavara está a babor, con el viento soplando de popa. Para navegar a barlovento, debe trasluchar por la banda de babor. Para hacerlo a estribor, estaría obligado a cortar nuestra proa…
– Algo tendrá que hacer -exclamó Price irritado.
– ¡Mirad! -exclamaron varias voces al unísono.
El capitán americano sabía bien lo que hacía. Consciente de que su apuesta por navegar con demasiado velamen había fracasado, decidió caer a barlovento, por la amura de babor. Pero el riesgo de una virada que se llevase parte del aparejo por delante no era aceptable, si pretendía escapar, por lo que debía ocurrírsele algo para reducir el riesgo. Hope había observado atentamente la goleta yanqui, había llegado a conclusiones parecidas a las de Drinkwater y esperaba que el barco rebelde tomara la iniciativa.
Lo que habían presenciado los oficiales era una forma muy extraña de achicar dos enormes cangrejas. Los picos de madera lucían flácidos en las drizas, disminuyendo la velocidad conferida por el velamen. Pero Hope ya se había percatado de que los amantillos se tensaban para asumir el peso de las cangrejas, incluso antes de que comenzaran a halar los penoles de las drizas. Comenzó a escupir sus órdenes.
– ¡A las brazas! ¡Muévanse, maldita sea!
– ¡Amura de proa! ¡Sujetar puños!
Oficiales y marineros pasaron a la acción. Hope observó de nuevo a la goleta, que había aminorado la velocidad. El cañón de Devaux rugió de nuevo, pasando por encima. La goleta comenzó a virar. Ahora presentaba su popa a la Cyclops. Drinkwater pudo leer su nombre con el catalejo: Algonquin, Newport. Así se lo transmitió a Hope. La goleta se balanceaba a estribor por la virada y, luego, sus cangrejas golpearon rabiosas al trasluchar. Pero los americanos eran muy hábiles. Habían amollado las escotas del mayor y del trinquete y el viento vaciaba las velas arriadas.
– ¡Abajo el timón!
– ¡Bracear a sotavento!
– ¡Cazar la vela cuadra!
– ¡Venga! ¡Halen!
Cuando las cangrejas de la Algonquin se desplegaban otra vez hasta quedar bien estiradas, la Cyclops ya estaba girando. Hope debía atravesar la base de un triángulo cuya hipotenusa estaba formada por el rumbo que seguía la goleta. La Algonquin navegaba a barlovento mejor que la fragata y si alcanzaba el ángulo de ese triángulo imaginario antes que la Cyclops, sin sufrir daños, podría escapar casi con toda seguridad.
En el castillo de proa, Devaux prestaba su atención ahora al cañón de estribor mientras la Cyclops se mantenía en su nuevo rumbo, escorándose bajo la presión del velamen.
Se oyó un crujido en la jarcia. De la sobrejuanete mayor no quedaban más que jirones.
– ¡Arriba y aseguren esa maraña de lona!
La Algonquin navegaba briosa, pero aún con demasiado trapo. No obstante, se estaba adelantando a la fragata británica. Durante varios minutos, las dos naves siguieron adelante, con el viento en la jarcia y el siseo del agua rodeando los cascos, los únicos sonidos significativos de su cruda carrera. Entonces, Devaux disparó el cañón de proa, por la banda de estribor, y atravesó la vela mayor de la Algonquin, cerca de donde lo había hecho antes. El desgarrón fue cediendo y la vela empezó a azotar en dos, tres trozos.
La Cyclops alcanzó a su víctima y se puso al pairo, justo a barlovento. El pabellón yanqui seguía izado.
Hope se dirigió a Drinkwater:
– Mis saludos al señor Devaux. Dígale que la primera división puede abrir fuego. Drinkwater se apresuró hacia proa y transmitió el mensaje. El primer oficial descendió a la zona de baterías y los seis cañones principales del doce de la batería de estribor cumplieron su orden con un rugido. Los americanos arriaron el pabellón.
– Señor Price, escoja a un guardiamarina, dos suboficiales, dos ayudantes del contramaestre y veinte marineros. Llévela a Plymouth o Falmouth. Señor Wheeler, necesitamos un grupo de sus infantes de marina.
– Entendido, señor.
La chalupa fue arriada desde el combés y por el costado, las poleas de los penoles chasqueando por el esfuerzo de los marineros. Una vez en el agua, los hombres saltaron dentro. Drinkwater oyó que Price le llamaba.
– Señor Drinkwater, pregúntele al piloto de derrota cuál es nuestra posición y pídale una carta de navegación.
– Sí, ¡sí señor!
El guardiamarina fue en busca de Blackmore. El viejo piloto aún seguía refunfuñando por la interrupción de las mediciones que realizaba en el banco Labadie, pero anotó la latitud y longitud aproximadas bastante deprisa. Cuando Drinkwater se daba la vuelta para marcharse, le agarró el brazo.
– Tenga cuidado, muchacho -le dijo, preocupado-. Esta vez no se enfrentará a caballeros.
Drinkwater tragó saliva. Con el alboroto, no se había dado cuenta de las implicaciones de abordar la presa. Se dirigió hacia la chalupa que, unos minutos más tarde, se desplazaba entre los dos barcos.
Al dejar el abrigo del barco, la fuerza del viento arrancó salpicaduras de las olas, que se precipitaron sobre la chalupa. El sargento Hagan les recordó a sus hombres que protegieran el cebo y los infantes se movieron al unísono para colocar sus manos sobre la cazoleta. A mitad de camino entre las dos naves, la chalupa cayó en el seno de las olas de manera tal que sólo podían ver los mastelerillos de los dos barcos. Luego, mientras los de la Cyclops se volvían cada vez más pequeños, los del barco rebelde se cernieron sobre ellos.
Drinkwater tenía una peculiar sensación de vacío en la boca del estómago. Era consciente de la tensión que compartían todos los integrantes del trozo de abordaje, allí sentados, con expresión imperturbable, cada hombre acompañado por su propio temor. Drinkwater se sintió muy pequeño y vulnerable, sentado al lado de Price, mientras gobernaban la frágil chalupa sobre las turbulentas aguas del vasto océano. A popa, la Cyclops, el poderoso hogar de doscientos sesenta hombres, menguaba su ya insignificante tamaño.
Hope había asignado deliberadamente un numeroso trozo de abordaje para el barco corsario. Sabía que su tripulación sería numerosa y agresiva, y muy capaz de conseguir sus propios botines. Cuando la chalupa se acercaba a la goleta corsaria, Drinkwater se dio cuenta de que la predicción de Blackmore resultaría acertada. Este abordaje no era comparable con el de la Santa Teresa. Entonces, protegidos por la fortaleza de la victoriosa flota, no había tenido reparos. Las dramáticas circunstancias de la batalla del cabo de Santa María y la rápida sucesión de los acontecimientos, que habían concluido con su aceptación de la espada rendida, se habían entremezclado en una experiencia de un júbilo casi sublime. Pero ahora, no quedaban ya retazos de la caballerosa guerra. Las bayonetas de los infantes de marina emitían un brillo cruel. Con una espantosa punzada de miedo nauseabundo, Drinkwater imaginó cómo sería que te atravesase un arma tan monstruosa. Se estremeció de sólo pensarlo.