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Poco después la chalupa estaba ya abarloada.

Los veinte marineros escalaron por el costado tras Price. Hagan y sus infantes de marina cerraban la expedición. El teniente Price se dirigió a un hombre con abrigo azul que parecía estar al mando.

– Debo pedirle que me entregue los papeles del barco, señor -dijo. El hombre dio media vuelta.

El sargento Hagan desplegó a sus hombres por la goleta. La tripulación constaba de cuarenta y siete hombres. Después de asegurarse de que el castillo de proa contaba con una escotilla fiable, envió a toda la dotación bajo cubierta. Los cañones de la Cyclops les apuntaban a tres cables de distancia; la tripulación estaba resentida pero no opuso resistencia.

Una vez que Price tomó posesión del barco, ordenó que se izase la insignia británica y dispuso a sus hombres en tareas de seguridad y reparación de la vela mayor. Los oficiales de la goleta corsaria fueron confinados en la cabina de popa, con un infante de marina como centinela. A continuación, el teniente hizo girar dos de los cañones para que apuntasen a cubierta y los cebó con metralla. Las llaves de la santabárbara estaban en lugar seguro y todos los certificados de la goleta fueron a parar a la chalupa, que aguardaba su regreso a la Cyclops.

Puesto que la vela mayor estaba dañada, Price se veía limitado a navegar con la cangreja de trinquete y una vela de estay, pero marcó el rumbo y tensó las escotas. En veintitrés minutos, la goleta corsaria Algonquin de Newport, Rhode Island, que navegaba con patente de corso emitida por el Congreso Continental, fue apresada por la Marina de Su Británica Majestad.

El hombre del abrigo azul seguía en el puente. Observaba a la fragata que le había arrebatado su barco. La distancia entre los dos barcos iba en aumento. Golpeó la barandilla con el puño y al darse la vuelta, se encontró con el teniente británico.

– Siento ser la causa de su pesar, señor, pero está operando ilegalmente bajo la autoridad conferida por una organización rebelde que carece de dicha autoridad. ¿Me dará su palabra de que no intentará recuperar este barco? ¿O quizás deba encerrarlo como a un delincuente común? -La modulada y cortés cadencia galesa de Price no podían ocultar sus recelos ante el silencio del americano.

Por fin, el hombre habló con el característico acento de las colonias.

– Usted, señor, practica la piratería. Malditos sean usted y todos los perversos actos de su país, y toda su opresión tirana. No le daré mi palabra y voy a recuperar mi barco. Les aventajamos en número, y tenga por seguro que a mis hombres no les gustará que los confine en proa. No habrá descanso para usted, maldito teniente, así que piense sobre lo que le acabo de decir.

El hombre le dio la espalda. Price le hizo una seña a Hagan quien, acompañado de dos infantes de marina, condujo al capitán bajo cubierta sin miramientos.

Price observó la cubierta. La reparación de la vela seguía su curso. El guardiamarina Drinkwater y los dos suboficiales lo habían organizado todo, había un hombre al timón y se dirigían rumbo al Canal. El teniente Price miró a popa. La Cyclops ya no era más que un lejano puntito en el horizonte que seguía su singladura. Se sintió muy solo. En los ocho años que llevaba navegando, había sido capitán de presa en varias ocasiones, pero los apresados habían sido mercantes dóciles y mal gobernados. Es cierto que los capitanes y las tripulaciones habían lamentado su captura, pero apenas habían presentado problemas dada la superioridad de las armas.

Durante los sombríos años de la guerra con los americanos, los británicos habían aprendido que sus adversarios poseían una capacidad casi desleal para aprovecharse de las oportunidades. Es cierto que su comandante en jefe, Washington, se enfrentaba continuamente a motines en su propio ejército, pero cuando detectaban que los británicos podrían, quizás, estar en situación de desventaja, los malditos yanquis surgían de la nada como por arte de magia. Así había sido para el general Burgoyne en Saratoga. Y lo mismo para St. Leger. Incluso cuando el gran Benedict Arnold, americano experto en estrategia táctica, cambió de bando, el lacónico comandante en jefe británico comprendió la enorme valía de ese talento cuando ya era demasiado tarde.

El destino del teniente Price estuvo marcado por la misma energía incansable. Le sorprendió, incluso al borde de la muerte, que hombres de su propia raza pudieran tratar a otros seres humanos con semejante desdén.

Durante dos días, la Algonquin navegó rumbo sudeste para doblar al sur de las islas Scilly antes de abocarse al Canal. Se había reparado y desplegado la gran vela mayor. Drinkwater mostró un deferente interés por el gobierno de la goleta. No estaba familiarizado con el aparejo de cuchillo y le fascinaba su comportamiento. No sabía que un barco pudiese moverse tan deprisa con el viento de través y escuchaba atento la discusión de los dos suboficiales sobre si era posible navegar más deprisa que el propio viento. Sin duda, el temor sembrado por Blackmore se desvanecía a medida que Nathaniel experimentaba las alegrías de la independencia.

El tiempo se mantuvo soleado y agradable. El viento, ligero pero a favor. Los americanos aparecían todos los días en cubierta en pequeños grupos para ejercitarse y el sargento Hagan y sus infantes de marina atendían a la vigilancia de la goleta.

Los suboficiales apenas causaron problemas y seguían confinados en una cabina, mientras que el capitán de la goleta corsaria permanecía encerrado en otra. Se les permitía salir a cubierta en momentos distintos, de tal manera que algunos de ellos deambulaban cerca de los obenques del palo mayor a la luz del día.

Price y los suboficiales se habían apropiado de la mejor cabina de popa, mientras que los marineros y los infantes de marina utilizaban la bodega entrecubiertas para alojarse. La intención primigenia de este espacio era la de albergar a las tripulaciones de las presas de la Algonquin.

Al llegar la noche del segundo día, Price se había relajado un poco. Una hora antes, uno de los marineros americanos había solicitado verle. Price se había dirigido a proa. Un hombre dio un paso al frente y preguntó si podían utilizar a su cocinero, pues la comida que recibían les estaba poniendo enfermos. Si el teniente del botín se mostraba conforme, harían promesa de comportarse.

Price ponderó este asunto y coincidió en que podían aportar su propio cocinero, pero no se permitiría ninguna otra relajación de la disciplina. Estimaba que estaban a unas diez leguas al sur del Lizard, y esperaba que pudieran navegar rumbo norte al día siguiente y llegar a Falmouth.

Pero esa noche, el viento aminoró hasta dejar de soplar. La llegada del amanecer dio paso a una mañana neblinosa. La goleta se balanceaba sin cesar, mientras que un perezoso oleaje hacía golpetear los motones y rozar los cabos.

Cuando avisaron a Price, estaba fuera de sí por el cambio del tiempo. Al mediodía, seguía sin haber indicios de viento e hizo arriar la gran vela cangreja para reducir el rozamiento. En esto estaba la tripulación cuando el cocinero americano se dirigió a proa, cargando con una olla de estofado.