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Los británicos ocupaban el apestoso castillo de proa y adoptaban todas las posturas posibles de abandono exhausto. Pasado un rato, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y Drinkwater pudo ver como dormían los hombres. Buscó a Grattan. El hombre daba vueltas sin descanso, los ojos como platos. Era el único que estaba despierto. Otro hombre, cuyo nombre desconocía Drinkwater, estaba muerto. Había recibido una herida en la cabeza y la sangre seca le ennegrecía la cara. Yacía rígido, con la boca abierta, de la que salía un grito silencioso para toda la eternidad. Drinkwater se estremeció.

Grattan farfullaba palabras sin sentido pues el dolor del brazo le había provocado fiebre.

A mediodía se abrió la escotilla y por ella descendió una olla de sopa aguada, galleta y agua. Cuando iban a cerrar de nuevo, Drinkwater se irguió y dijo:

– Tenemos a un hombre muerto aquí abajo.

La escotilla detuvo su movimiento y la silueta de la cabeza y los hombros de un hombre se recortaron contra el cielo.

– ¿Y? -masculló.

– ¿Dará orden de que se le lleve a cubierta? -Hubo una pausa.

– Es uno de los suyos. Ustedes lo trajeron, ustedes se quedan con él -respondió, escupiendo por el agujero antes de cerrar la escotilla.

La conversación había despertado a los hombres. Se abalanzaron sobre la comida, de la que dieron cuenta como pudieron, mojando la galleta en la sopa y sorbiéndola con gula.

Pasado un rato, el sargento Hagan se arrastró hasta donde estaba el guardiamarina.

– Disculpe, señor Drinkwater, ¿tiene usted órdenes concretas?

– ¿Qué? ¿Cómo dice? -le respondió Drinkwater, sin entender.

– El señor Price está muerto. Está usted al mando, señor.

Drinkwater miró a los suboficiales y a los infantes de marina. Todos le superaban en edad. Todos tenían más experiencia marinera que él. No podrían esperar que él… ¿o quizás sí? Miró a Hagan. Hagan y sus veinte años como soldado de la Marina; Hagan y sus historias, en las que alardeaba de haber servido con Hawke y Boscawen; Hagan y todos sus recursos y su coraje…

Pero Hagan le miraba a él. Drinkwater abrió la boca para dejar constancia de que no era el candidato más idóneo. No tenía la menor idea de qué hacer. La volvió a cerrar.

Hagan llegó al rescate.

– Escuchad, el señor Drinkwater quiere pasar revista -dijo-, así que veamos cuántos somos… A ver… -Hagan tosió-. Infantes de marina, ¡identifíquense! -Además del sargento, quedaban otros cinco infantes de marina.

– ¿Suboficiales? -Los dos suboficiales seguían vivos y no estaban heridos.

– ¿Ayudantes del contramaestre? -No hubo respuesta.

– ¿Marineros? -Se identificaron once voces y uno de ellos se quejó de tener un esguince en el tobillo.

Hagan se dirigió ahora a Drinkwater.

– Eso hacen, veamos… contándole a usted, señor, exactamente una veintena, aunque uno está incapacitado, señor… – Hagan parecía pensar que esta cifra representaba algún triunfo para los británicos.

– Gracias, sargento -alcanzó a decir Drinkwater, imitando inconscientemente la dicción de Devaux. Se preguntaba qué se esperaría de él ahora. Hagan preguntó:

– ¿A dónde cree que nos llevan, señor?

Drinkwater estaba a punto de contestar, desabrido, que no tenía ni la menor idea cuando recordó las órdenes entreoídas cuando dejaba cubierta.

– Sudeste -dijo. Al recordar la carta de navegación, repitió el curso y añadió su destino:

– Sudeste, hacia Francia…

– Sí -dijo uno de los suboficiales-. Los malditos rebeldes han hecho buenas migas con esos malditos franchutes comerranas. Nos llevarán a Morlaix o St. Malo…

Hagan volvió a hablar. Sus sencillas palabras fueron como una jarra de agua fría para Drinkwater. Hagan era un luchador, un expedicionario. No se arredraría ante una tarea física una vez se le asignase. Analizaba, ahora, la capacidad de presentar buenas ideas. Para él, Drinkwater, un hombre aún a medio hacer, representaba dicha cualidad. En la situación en que se hallaban, se asumía que una persona del rango de Drinkwater aportaría automáticamente una respuesta. Era lo que se conocía en los barcos del rey como un «joven caballero».

– ¿Qué vamos a hacer, señor?

Drinkwater volvió a abrir la boca. Luego se serenó y habló, percatándose de que su situación empeoraba con cada hora transcurrida.

– ¡Recuperaremos el barco!

Los hombres profirieron una débil ovación, aunque para extrañeza de todos, consiguió reconfortarles.

Drinkwater siguió hablando, ganando confianza a medida que ordenaba y exponía sus pensamientos.

– Cada milla que navegamos nos acerca a Francia y ya saben todos lo que eso significa. -Con un gruñido taciturno le indicaron que lo sabían perfectamente-. Contamos con diecinueve hombres dispuestos… ¿contra quién? ¿Unas tres docenas de americanos? ¿Sabe alguien cuántos de ellos murieron en cubierta?

Le respondieron con un murmullo especulativo, que indicaba que se iban animando.

– Muchos de ellos murieron cuando el teniente abrió fuego con el cañón, señor… Drinkwater reconoció la voz de Sharpies. Con todo aquel trajín, se había olvidado de él y de que formaba parte de la tripulación cautiva. Extrañamente, se sintió reconfortado por su presencia.

– … y nosotros también alcanzamos a algunos, usted hirió a uno, señor… -continuó, con una nota de admiración permeando su voz.

Hagan interrumpió. Era cometido de los sargentos dar cuenta de las víctimas.

– Diría que nos deshicimos de una docena, señor Drinkwater… digamos que quedan tres docenas. -Los hombres expresaron su acuerdo con resoplidos.

– Bien, entonces confirmamos esas tres docenas -continuó Drinkwater. En su cerebro había germinado una idea-. Van armados y nosotros no. Estamos en el castillo de proa, separado del resto del barco. Aquí fue donde nosotros decidimos encerrarlos -se detuvo Drinkwater.

– Consiguieron escapar porque tenían un plan desde mucho antes de que los apresáramos. Un plan… hmm… de contingencia… Oí como el capitán americano le decía al teniente Price que retomarían el barco. Lo dijo pavoneándose. He oído que los americanos son conocidos por ello… -Un resoplido desesperado que pasó por carcajada surgió en la triste penumbra.

Hagan interrumpió una vez más.

– No veo cómo eso nos ayuda, señor. Ellos se escaparon.

– Sí, señor Hagan. Lo consiguieron porque tenían un plan. Hasta que no tuvieron todo atado y bien atado, fueron prisioneros modélicos. Nos confundieron hasta el último segundo y entonces, retomaron su barco. Si no hubiésemos encontrado aquel banco de niebla, podríamos estar ahora mismo al abrigo del Lizard… -Drinkwater se detuvo de nuevo, analizando sus pensamientos, con el corazón desbocado ante la posibilidad de…

– Alguien me contó que estos barcos yanquis se fabrican en gran medida con madera blanda, propensa a la podredumbre. -Uno o dos de los marineros más experimentados expresaron su asentimiento con un murmullo.

– Quizás podríamos atravesar el mamparo o la cubierta hasta la bodega y, desde allí, llegar a popa. Entonces, podríamos pagarles con la misma moneda…

Se produjo un inmediato zumbido de interés. Sin embargo, Hagan no estaba convencido y adoptó una actitud condescendiente.

– Pero, oye, si nosotros podemos hacerlo, ¿por qué no lo hicieron los yanquis?

– Eso, eso -dijeron varias voces.

Pero Drinkwater estaba convencido de que aquella era su única esperanza.

– Bien, no estoy seguro -respondió-, pero creo que no querían levantar sospechas con el ruido. Nos va a resultar difícil… De todas formas, si estoy en lo cierto, ellos disponían de un plan previo que confiaba en que nos comportásemos de una manera predecible. Ahora, tenemos que superarles. Comencemos buscando por dónde empezar.