En la oscuridad, les llevó una hora encontrar un madero reblandecido en la cubierta del castillo de proa. Hagan aportó la solución a su falta de herramientas, al utilizar sus botas. Los jocosos comentarios a que esto dio lugar les levantó la moral aún más, pues los infantes de marina y sus botas, que solían representar a la impopular guardia de los navíos de guerra, solían ser el blanco de numerosos chascarrillos de los marineros descalzos.
Hagan causó suficiente estropicio para poder sacar una mano, haciendo coincidir sus patadas con el cabeceo de la Algonquin en las poco profundas aguas del Canal. El viento soplaba y la goleta navegaba bastante escorada a barlovento, como un pura sangre. Con su cabeceo rítmico y regular, arfaba con cada ola y, con ello, ocultaba el ruido del destrozo.
La madera de la cubierta se movió con facilidad una vez se consiguió una abertura. Así se consiguió un fácil acceso al pañol de cabos inferior. El propio Drinkwater descendió.
El cable de la goleta descansaba sobre una plataforma de listones de madera. Bajo la madera, los remolinos y corrientes de agua del pantoque revelaron la existencia de un pasaje hacia popa. Allí abajo estaba totalmente oscuro pero, intentando ignorar la pestilencia, siguió adelante movido por la desesperación. Avanzó a trompicones entre las adujas de cabos y, en una esquina, libre del peso de los cables, encontró los maderos de través que conformaban el casco y dividían la parte delantera de la bodega. Aquí vio que los listones estaban rotos y que no encajaban.
Tenía que llegar a la parte posterior del casco. Forcejeó en la esquina, arrastrándose bajo el hueco formado entre el costado y la plataforma sobre la que descansaban los cables adujados. Algo le pasó por encima del pie. Se estremeció de puro terror, pues nunca había sido capaz de dominar el miedo que le producían las ratas. Luchando contra las náuseas, se sumergió en el agua del pantoque. Su frío hedor le subió por las piernas y se le pegó a los genitales. Durante una larga pausa, se quedó suspendido en el aire, inmóvil, sintiendo la repugnancia que le producía la hedionda y pegajosa humedad del agua. Entonces, le embargó una extraña sensación de indiferencia, como si estuviese contemplando su propia imagen. En ese momento, obtuvo la fuerza para seguir adelante. Continuó con su inmersión y, al hacerlo, Nathaniel Drinkwater dejó atrás su adolescencia.
La Algonquin navegaba amurada a babor, inclinándose a estribor. Únicamente la buena suerte quiso que el descenso de Drinkwater fuese por el costado de babor. Había mucha más agua a estribor y disponía de un espacio «seco» para asirse. Con todo, estaba muy resbaladizo a causa del nauseabundo limo. No podía ver nada pero, aún así, sus ojos se forzaban por distinguir algo en la oscuridad. Tenía los cinco sentidos alerta, y el del olfato casi aturdido por la fetidez del pantoque. Sin embargo, aunque sintió náuseas en varias ocasiones, una fuerza interior le impulsaba a seguir, haciendo caso omiso de la debilidad de su cuerpo, impelido por su propia determinación.
Siguió desplazándose hacia popa, dejando atrás las cuadernas de la Algonquin. Por fin, dio con lo que apenas se había atrevido a soñar. Los contratistas de la goleta no habían construido la tablazón de pino del casco hasta las cuadernas. Se extendía hasta cruzar los «suelos» que soportaban el peso del «techo», que a su vez conformaba el suelo de la bodega. Entre la tablazón y el exterior del navío, discurría un pequeño espacio del pantoque que se extendía por toda la eslora de la nave.
Drinkwater siguió adelante. Una vez completado el reconocimiento, comenzó su regreso hasta donde estaban sus compañeros prisioneros. Estaba entusiasmado, tanto que resbaló dos veces y en una de esas, el agua infecta le llegó hasta el pecho, pero consiguió arrastrarse hasta el castillo de proa. Los hombres aguardaban su regreso expectantes. Le ofrecieron un sorbo del cacillo, que aceptó agradecido. Después, intentó distinguir el círculo de rostros, apenas visibles.
– Bien, muchachos -dijo con un nuevo tono de autoridad-, esto es lo que haremos…
El capitán Josiah King, al mando del buque corsario Algonquin, estaba sentado en la ordenada cabina de popa de su goleta, bebiendo una botella de vino dulce, procedente de un botín. A la mañana siguiente, estaría en Morlaix, si el viento no cambiaba de dirección otra vez. Allí, podría librarse de los prisioneros británicos. Se estremeció al recordar cómo había perdido su barco, pero igual de rápido se consoló con su propia capacidad de previsión. El plan de contingencia había funcionado bien, el oficial británico había sido un lerdo. Los británicos siempre lo eran. King había estado con Whipple cuando los habitantes de Rhode Island quemaron la goleta del gobierno, Gaspée, ya en el 72. Recordó al oficial al mando, el teniente Duddingstone, y cómo se hizo el héroe blandiendo su espada. Un golpe en la entrepierna lo había dejado fuera de juego. Habían dejado al desafortunado teniente a la deriva en una pequeña embarcación. King sonrió al recordarlo. Cuando los jueces examinaron el motivo del incendio, la población al completo alegó que no sabía nada. King sabía que todo hombre con redaños de Newport había respondido al llamamiento de Whipple. Volvió a sonreír.
Burgoyne también se había comportado como un idiota con todas aquellas paparruchas sobre las condiciones de rendición. Qué importaba que Gates le hubiese prometido un salvoconducto hasta la costa. Los británicos se habían rendido y, después, les encerraron. Así era la guerra, se trataba de ganar. Sólo eso importaba.
Reconfortado por los recuerdos y el vino, no oyó los ligeros pasos que se acercaban por el pasillo…
El plan trazado por Drinkwater funcionó a la perfección. Habían esperado hasta bien entrada la noche. Para aquel entonces, ya habían consumido la comida proporcionada por los americanos.
Todos los hombres sanos recibieron órdenes concretas de seguir ordenadamente en fila india y mantener el contacto con el hombre que iba delante.
El guardiamarina iba a la cabeza. El viento había amainado y la Algonquin ya no escoraba tanto. El pasadizo del pantoque era apestoso. Las ratas les dejaron pasar, arañando y chillando su protesta en la oscuridad, pero nadie se quejó. El mugriento castillo de proa hedía por la descomposición del cuerpo y por sus propios excrementos. La actividad, incluso en un pantoque maloliente, era preferible a la emanación mortífera que inundaba sus aposentos hacinados.
Cuando llegaron al extremo de la bodega, Drinkwater se pegó al costado. Aquí estaba el enjaretado que rodeaba el pañol de la goleta. La santabárbara de madera se ubicaba en el centro de la nave, rodeada por una estrecha pasarela. Sobre sus cabezas estaba el enjaretado que les impedía pasar. Por encima paseaban los ayudantes del condestable dando luz con sus faroles que, al brillar, iluminaban al condestable dentro de la santabárbara y le permitían llenar los cartuchos.
El sargento Hagan iba justo detrás de Drinkwater. Entre los dos, elevaron uno de los maderos y consiguieron pasar. Los hombres hicieron lo mismo en silencio. Seguían en medio de la más absoluta oscuridad, pero una leve corriente de aire les dijo dónde se ubicaba una pequeña escotilla que les permitiría llegar a cubierta, por encima del pasaje panelado. Estaba cerrada. Drinkwater y Hagan tantearon el espacio circundante. Bajo la escalerilla, encontraron una puerta que llevaba a los aposentos de popa. También estaba cerrada.
Hagan maldijo. Sabían que si conseguían pasar esa puerta, tendrían una buena posibilidad de éxito. Detrás estaba el alojamiento de los oficiales. A ambos lados del pasadizo, un par de cabinas y al final, de banda a banda del barco, la cabina de popa. Si no conseguían tomar posesión de la cubierta, dominar las cabinas de popa significaría, probablemente, capturar a un oficial, que podría serles útil como rehén. Pero allí seguía la puerta, cerrada en sus narices.