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– No he permitido que subieran a cubierta, señor. No estoy seguro de cuántos murieron anoche.

El gesto torcido del oficial se acrecentó.

– ¿Y dice que son de la Cyclops, muchacho?

– Sí, señor. Afirmativo.

– La fragata anda por aguas de Irlanda, según creo. ¿Cómo es que lucharon ayer por la noche?

Drinkwater le explicó cómo habían retomado los americanos el barco, cómo habían matado al teniente Price y relató también brevemente el desesperado intento de la dotación de presa de salvar la situación. El ceño fruncido del primer teniente fue reemplazado por una irónica sonrisa.

– Querrá deshacerse, entonces, de esos caballeros conflictivos.

– Sí, señor.

– Le enviaré algunos hombres y nuestra chalupa. Tendrá que llevarlos al Pendennis. Después, informe al capitán Edgecumbe en la posada Crown.

El hombre señaló hacia la rechoncha torre del castillo de Pendennis, situado en la punta de tierra sobre el puerto y, luego, al barullo de casas y cottages que formaban la ciudad mercado de Falmouth. Después se entregó a otro ataque de tos.

– Gracias, señor.

– No hay de qué, muchacho -le respondió el hombre, que comenzó a alejarse.

– Disculpe, señor -el hombre se giró con un ensangrentado pañuelo cubriéndole la boca.

– ¿Podría saber cómo se llama?

– Collingwood -respondió el espigado teniente, tosiendo de nuevo.

El teniente Wilfred Collingwood era un hombre de palabra. Media hora más tarde, la chalupa de la Galatea abarloaba y subía a bordo una hilera de infantes de marina. Hagan había intentado adecentar a la dotación, pero no se podían comparar con los hombres de la Galatea.

Los americanos fueron conducidos a la chalupa. Drinkwater ordenó estibar el bote de la Algonquin y lo llevaron a tierra junto con Stewart. En el muelle de piedra del puerto interior de Falmouth, los infantes de marina alinearon a los prisioneros americanos. Josiah King iba a la cabeza de mala gana, una alicaída procesión flanqueada por los abrigos escarlata de los infantes. Drinkwater, con los pantalones aún húmedos y apestando a pantoque, caminaba erguido al frente, seguido por Stewart y otros seis hombres con alfanjes.

Hagan, que también apestaba al agua del pantoque, marchaba al lado de Drinkwater. La fila se puso en marcha. Era día de mercado y Falmouth bullía. La gente aplaudió a la pequeña procesión en su marcha por las estrechas calles. Drinkwater era consciente de que era el centro de las miradas de niñas y jóvenes y encontró que la sensación que ello le producía era de gran excitación. Pero tal es la vanidad del ser humano que el sargento Hagan sacó pecho y recibió idénticas miradas, convencido de que él era su legítimo receptor. Aunque, en realidad, iban destinadas al apuesto y malhumorado capitán americano quien, en su romántica derrota, atraía la perversa preferencia de las mujeres.

Josiah King ardía con una rabia furiosa que parecía bramarle en el cráneo como una hoguera. Le consumía la vergüenza de haber perdido su barco una segunda vez. Le quemaba una furia impotente por el hecho de que el destino le hubiese arrebatado los laureles de la victoria, a él, Josiah King de Newport, Rhode Island, concediéndoselas a un guardiamarina flacucho cuyos pantalones húmedos y malolientes se le pegaban a las piernas a cada arrogante paso que daba. También le escocía saber que le habían burlado en el mismo instante en que se felicitaba por su gran previsión. Ese era, quizás, el pensamiento más inconfesable. Tras él, sus hombres marchaban cabizbajos al salir del pueblo y comenzar la escalada.

El camino superó la primera línea de defensa y siguió ascendiendo entre el sotobosque. Hacía calor y el sol apretaba. De pronto, las murallas aparecieron a su izquierda y atravesaron el foso por la prisión de estilo italiano, desde la que pudieron ver la amplísima extensión del recinto del castillo.

El oficial de guardia había llamado al sargento y éste, al capitán. El capitán despachó a un alférez para que se ocupase del asunto y retomó su cabezada tras el yantar. El oficial se comportó con una pomposidad insufrible al descubrir que la escolta estaba comandada por un guardiamarina no demasiado aseado. Su actitud condescendiente molestó al exhausto Drinkwater, que hubo de soportar el tedio del ingente papeleo, con el que no estaba familiarizado, y sin el cual ni siquiera las cuestiones de guerra podían acelerarse. Hubo que identificar a todos los americanos, uno a uno, y tanto el alférez como el guardiamarina tenían que firmar un documento distinto para cada uno de ellos. Durante todo este tiempo, el sol azotaba y Drinkwater sentía la fatiga de una noche en vela mezclarse con la euforia de verse libre de tamaña responsabilidad. Por fin, el despectivo oficial se vio satisfecho.

Los infantes de marina habían formado de nuevo y el reducido grupo comenzó su descenso en dirección a la ciudad.

Acompañado por Stewart, Drinkwater fue a presentar sus respetos a la posada Crown.

El capitán Edgecumbe, de la fragata de Su Británica Majestad, Galatea, era un oficial de la vieja escuela. Cuando aquel guardiamarina pordiosero se presentó ante él con sus inmundos pantalones, el capitán estaba, con razón, indignado. Cuando ese mismo desaliñado guardiamarina intentó darle cuenta del apresamiento y llegada de la nave corsaria Algonquin, el capitán se mostró de todo punto contrario a que los detalles le distrajesen. Tampoco apreciaba las interrupciones.

La diatriba a la que sometió a Drinkwater fue tan larga como innecesaria. Al final, el guardiamarina permaneció en silencio, descubriendo tras varios minutos que ni siquiera estaba escuchando. Fuera, brillaba el cálido sol y Nathaniel albergaba el extraño deseo de no hacer otra cosa que no fuera holgazanear al sol y, quizás, rodear con su brazo el talle de las bellas muchachas que había visto antes. El dulce aroma de Cornualles se coló por la ventana abierta, distrayéndolo de la línea del deber. Sólo cuando el capitán remató su invectiva, el repentino silencio consiguió penetrar su ensoñación y arrastrar su parte consciente de nuevo al aposento de la posada. Miró al capitán.

Sentado, en mangas de camisa, Edgecumbe aparentaba lo que era: un oficial incompetente y disoluto que no se hospedaba en su barco y que satisfacía su apetito sexual con las mujeres del lugar. Drinkwater sintió un repentino desprecio por aquel hombre.

Se llevó la mano a la frente y dijo:

– Sí, sí señor. Gracias señor. -Giró sobre sus talones y salió de la habitación con paso elegante.

Abajo encontró a Stewart en la taberna, charlando amigablemente con una muchacha de rojas mejillas. Drinkwater se percató con un pinchazo en el estómago de que la muchacha tenía los ojos brillantes y los pechos duros como manzanas. Stewart, ligeramente avergonzado, le invitó a una jarra de cerveza.

– ¿Cerveza, mi capitán? -le preguntó la muchacha a Stewart, riéndose incrédula y colocando la jarra delante de Drinkwater.

El suboficial asintió sonrojándose ligeramente.

Drinkwater se sentía confuso por la inusitada proximidad de la muchacha, pero la deferencia que le mostraba Stewart sirvió de estímulo a su hombría. Ella se inclinó en su dirección abiertamente.

– ¿Necesita algo, su señoría? -preguntó solícita.

Gracias a su ganada confianza, los turgentes senos ya no le hacían sentir incómodo. Sorbía con fruición de la jarra, observando a la muchacha y disfrutando de su turbación a medida que la cerveza le calentaba el estómago. Después de todo, era el capitán de presa de la Algonquin y se había pavoneado por las calles de Falmouth bajo las miradas de admiración de docenas de mujeres…

Terminó su cerveza.

– Para serle sincero, señorita, no puedo pagar más que una o dos jarras de cerveza. La muchacha se acomodó en el banco, al lado de Stewart. Sabía que el suboficial tenía una guinea en su poder, o al menos medio soberano, pues había visto el brillo del oro en su mano. La experiencia de Stewart le hacía asegurarse de que jamás desembarcaba sin la cantidad necesaria para disfrutar de un pequeño escarceo o una buena botella. La muchacha le sonrió a Drinkwater. Qué pena, pensó, parecía un buen muchacho, apuesto a pesar de su palidez. Sintió el brazo de Stewart rodeándola. En fin, tengo que ganarme la vida…