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– Su señoría tendrá asuntos de gran importancia que atender -dijo intencionadamente. Se recostó contra Stewart, que no dejaba de mirar a Drinkwater. Este veía la presión que ejercía el brazo de Stewart sobre uno de los pechos. La rebosante carne blanca amenazaba con salirse de los sucios e inefectivos confines de aquel corpiño.

Drinkwater sonrió despreocupado. Se levantó y arrojó varios peniques sobre la mesa.

– Esté de vuelta antes del anochecer, señor Stewart.

A su regreso a la Algonquin, Drinkwater vio que estaban limpiando la goleta. Había un fardo en la cubierta. Era un cadáver. El resto de los heridos estaban de nuevo en faena. El cirujano de la Galatea le había entablillado el brazo a Grattan. Durante su ausencia, Collingwood había visitado la goleta y dispuesto que los heridos de la Cyclops fuesen a la Galatea a recibir atención médica. Al resto, les había ordenado que limpiasen el botín.

Collingwood se interesó por la Algonquin, pues pronto sería destinado a las Antillas, donde abundaban este tipo de embarcaciones.

Además, le había gustado el joven guardiamarina que, mirase por donde se mirase, había hecho un buen trabajo. Varias preguntas discretas entre la dotación del botín le dijeron hasta qué punto había estado acertado. El teniente dejó un mensaje para que Drinkwater se presentase ante él a su regreso.

El alcázar de la Galatea le trajo recuerdos de la Cyclops y Drinkwater experimentó una punzada de nostalgia de su propia fragata. Collingwood lo llevó hacia un lado y lo interrogó.

– ¿Ha visto al capitán Edgecumbe?

– Sí señor.

El teniente tuvo un ataque de tos.

– ¿Qué órdenes le transmitió? -le preguntó al fin.

– Ninguna, señor.

– ¿Ninguna? -inquirió el teniente, con una fingida sorpresa frunciéndole el ceño.

– Verá señor… -titubeó Drinkwater. ¿Qué se le dice a un primer oficial cuyo capitán te ha provocado el mayor de los desprecios?

– Me ordenó que me cambiase de uniforme, señor y que… y que…

– Que se presentase ante el oficial al mando, en Plymouth, sin duda. ¿No es cierto, muchacho?

Drinkwater miró a Collingwood y, a pesar de la fatiga, poco a poco cayó en la cuenta.

– ¡Oh sí! Sí, señor, es cierto -contestó.

– Bien. En su lugar, allí me dirigiría mañana mismo.

– Sí, entendido señor. -El guardiamarina saludó y se giró para irse.

– Por cierto, señor Drinkwater.

– ¿Señor?

– No puede enterrar a ese hombre en el puerto. Mi carpintero está construyendo un ataúd. Me he tomado la libertad de preparar su entierro para hoy por la tarde. Se dirigirá usted a la iglesia de St. Charles mártir, a las cuatro en punto. Agradézcale a nuestro Señor su liberación…

El alto teniente se dio la vuelta con otro ataque de tos.

Drinkwater durmió un poco y cuando sonaron las cinco campanadas, lo despertaron y vio que le habían lavado y planchado los pantalones. Hagan también había adecentado a sus infantes de marina y el reducido grupo que marchó, solemne, hasta la iglesia parroquial portando su sombría carga presentaba un cierto aire de ruda dignidad. La organización de un entierro religioso de uno de sus compañeros era un detalle que Drinkwater no apreciaba en aquel momento.

Llamados a verter su sangre al servicio de un país ingrato, los marineros británicos se habían acostumbrado a que les tratasen peor que a una bestia. Cuando un gesto como el que había tenido Wilfred Collingwood les llegaba al corazón, se convertían en una tropa emotiva. Mientras que Edgecumbe se lanzaba por el camino del libertinaje propio de un autócrata insensible, Collingwood y otros como él aprendían la verdadera esencia del liderazgo. Nadie tocaría mejor las cuerdas del corazón de los marineros que Horatio Nelson, pero no era él el único en aprender.

La iglesia resultó maravillosamente fresca tras el calor de la tarde. La escasa congregación se removía en su sitio, incómoda por la extrañeza de la ocasión. Tras el servicio, bajo los tejos, el calor volvió a rodear al grupo. Tres hombres lloraron cuando descendió el sencillo ataúd, exhaustos por el esfuerzo y los nervios crispados.

Una vez concluido el breve funeral, los marineros y los infantes de marina se prepararon para regresar a la ciudad. El sacerdote, un hombre delgado y arrugado cuya cabellera le llegaba hasta los hombros, según la vieja costumbre, se acercó al guardiamarina.

– Sería un honor para mí, señor, si fuese usted tan amable de tomar una taza de té conmigo en la vicaría.

– Gracias, señor -dijo Drinkwater, con una reverencia.

Los dos hombres entraron en la casa, que conservaba parte del frescor de la iglesia. A Drinkwater le recordó brusca y dolorosamente su propio hogar. La mesa tenía tres servicios. Parecía que el sacerdote conociese las hazañas del trozo de abordaje pues se dirigía a Drinkwater con ademanes entusiastas.

– No soy más que un mero sustituto, pero estoy seguro de que el párroco titular desearía que aprovechase la oportunidad para atender a un héroe naval en su casa…

Con un gesto, le señaló una silla a Drinkwater.

– Es usted muy amable, señor -respondió Drinkwater-, pero no creo que mis acciones puedan ser calificadas como heroicas…

– ¡Oh, vamos!

– No, señor. Me temo que la amenaza de terminar en una prisión francesa consiguió revivirnos… -Se levantó al entrar una mujer con la tetera.

– ¡Ah! El té, querida… -El viejo inclinó la cabeza frotándose las manos.

– Señor Drinkwater, me gustaría presentarle a mi hija Elizabeth. Elizabeth, querida, este es el señor Drinkwater… Me temo que no conozco el nombre de pila del caballero, aunque sería un honor para mí saberlo… -dijo, mientras hacía pequeños gestos con las manos, abriéndolas y cerrándolas sin cesar como si manejase una marioneta de guante con manos inexpertas.

– Nathaniel, señor -ofreció Drinkwater.

La mujer se dio la vuelta y Drinkwater se encontró con los ojos de una muchacha muy hermosa, que debía de tener su misma edad. Tomó su mano e improvisó una torpe reverencia mientras se sonrojaba por la sorpresa y la turbación. Los dedos de la muchacha estaban fríos como la iglesia. Drinkwater murmuró:

– Su más humilde servidor, señorita.

– Me honra usted, señor -su voz era baja y clara.

Los tres se sentaron. Drinkwater se sintió inmediatamente intimidado por la loza. La delicadeza de la porcelana después de pasar meses viviendo en un barco le hicieron sentirse muy torpe.

Sin embargo, la aparición de un plato con pan y pepino hizo que se desvaneciesen sus recelos.

– Con que Nathaniel… -murmuró el anciano-. Bueno, bueno… «regalo de Dios» -dijo riéndose suavemente para sí mismo-, muy apropiado… sin duda, muy apropiado…

Drinkwater sintió un repentino ataque de plena felicidad. La salita, muy luminosa por su decoración con brillantes telas de calicó, y la porcelana de finos diseños le recordaron dolorosamente su propio hogar. Había incluso un aire de raída elegancia y de cierto orgullo que, en ocasiones, paliaba los desiguales medios de subsistencia.

Drinkwater observó a la muchacha mientras servía el té. Sin duda alguna, tenía su misma edad, aunque su vestido de otra época le había conferido en una primera impresión una imagen de mayor madurez. Se mordisqueaba el labio inferior, concentrada al servir el té, descubriendo así un hilera de dientes cuasi perfectos. Llevaba suelta su oscura melena, peinada con sencillez hacia atrás, y se unían a ella sus ojos, de un castaño profundo e inteligente, que le daban a su rostro una inexorable sensación de tristeza.