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Tanto le impactó dicha melancolía que cuando ella le miró para entregarle su taza, él no apartó la vista. La muchacha sonrió y Nathaniel se vio sorprendido por la repentina vivacidad de su expresión, una vitalidad carente del reproche que su indiscreción merecía. Sintió que su satisfacción se trocaba en la alegría que le había faltado durante tantos meses. Sintió el sincero impulso de agradar a la muchacha, no por mera bravuconería sino porque su tranquilizadora presencia desprendía un aura de calma y sosiego. En medio de la confusión que había caracterizado su vida más reciente, sintió un poderoso anhelo de paz espiritual.

Ocupado por dichos pensamientos, no se dio cuenta de que él solo había consumido la mayor parte del refrigerio.

Isaac Bower y su hija se mostraron algo sorprendidos.

– Espero que sepa disculpar mi atrevimiento, señor, pero, ¿no ha comido usted durante algún tiempo?

– No he comido como hoy durante casi un año, señor… -respondió un sonriente Drinkwater sin inmutarse.

– Pero, cuando están en la mar, ¿no es cierto que almuerzan como caballeros?

Drinkwater dio una breve carcajada. Les describió en qué consistía su dieta. Cuando el párroco mostró su gran sorpresa, el propio Drinkwater se percató de lo poco que sabía el pueblo británico sobre las condiciones de vida de los marinos. El anciano estaba sinceramente disgustado y siguió interrogando al joven guardiamarina en cuestiones de comida, rutinas diarias y las tareas propias de las distintas personas que subían a bordo de un buque de guerra, salpicando las respuestas de Drinkwater con expresiones como «¡No es posible!» o «Vaya, vaya, vaya», y numerosos suspiros e incrédulos movimientos de su venerable cabeza. En cuanto a Drinkwater, conversó con un conocimiento entusiasta y enciclopédico, propio del prosélito profesional que no ha hecho otra cosa más que empaparse de los pormenores de su empleo. La imagen que describió sobre la vida a bordo de una fragata, si bien adolecía de detalles escabrosos y engreídos, no se alejaba de la verdad, una vez tamizada por la sagacidad del anciano.

Mientras los hombres conversaban, Elizabeth rellenó sus tazas y estudió al invitado. Dejando aparte el ajado lino que le rodeaba el cuello y las muñecas, lo encontró bastante presentable. Su cabello oscuro estaba sujeto con cuidado en una coleta y enmarcaba un rostro curtido ligeramente por el sol, que acentuaba las arrugas prematuras alrededor de sus ojos. Los ojos eran de un turbio gris, como el cielo sobre el Lizard cuando soplaba temporal del sudoeste, y estaban ensombrecidos por los azulados tonos de la fatiga y las preocupaciones.

Al hablar, su rostro resplandecía con un entusiasmo contagioso y una creciente confianza que, si bien no resultaban aparentes para él mismo, no se le escapaban a Elizabeth.

Elizabeth era mucho más que la hija protegida de un párroco rural. Había sufrido la pobreza casi absoluta desde que su padre perdiera su modo de vida dos años antes. Había cometido la imprudencia de criticar la vida libertina que llevaba el heredero de su patrón, sufriendo la venganza del heredero cuando éste se hizo cargo de las tierras. La muerte de su esposa poco después había dejado a Bower solo, a cargo de la niña que tuvo en su madurez.

La niña se convirtió en una joven que maduró deprisa y asumió la carga del cuidado del hogar sin poner reparos. Aunque criada a la sombra de la profesión de su padre, las privaciones y los rigores de la vida le habían hecho cierta mella. Cuando era más joven, Bower había sido un hombre muy activo y comprometido con su rebaño. En el cerrado mundo de una parroquia rural, las circunstancias habían servido para templar el creciente carácter de Elizabeth. Buena parte de su adolescencia la pasó cuidando a su madre tísica y durante sus últimas semanas de vida, Elizabeth se había enfrentado a la enfermedad y a la muerte.

Mientras contemplaba las migajas de un pastel de fruta que tanto al párroco como a ella les habría durado una semana, se dio cuenta de que sonreía. También ella se sentía agradecida por esta pequeña ocasión. Drinkwater había traído la frescura de la juventud, ausente de su vida hasta ese momento. Era un alentador cambio de la autoritaria ampulosidad de los terratenientes de sonrojados rostros, o de la lánguida indolencia de los oficiales de infantería de la guarnición que, hasta el momento, habían sido casi los únicos representantes del sexo opuesto que había conocido. Detectó cierta afinidad con el joven allí sentado, cierta sensibilidad, algo contenido en su expresión y enfatizado por las prematuras arrugas de su rostro, aquella sombra de extenuación nerviosa alrededor de sus ojos.

Al fin, cesó la conversación. Los hombres eran, ya, amigos íntimos. Drinkwater se disculpó por monopolizar la conversación e ignorar a su anfitriona.

– No es necesario que se disculpe, señor Drinkwater, pues mi padre no disfruta de demasiadas ocasiones para mantener una interesante conversación. -Volvió a sonreír-. Me complace en gran medida que haya venido, a pesar de las circunstancias.

Con una punzada, Drinkwater recordó que esa misma tarde había presenciado un funeral.

– Gracias, señorita Bower.

– Dígame una cosa, señor Drinkwater, en todas estas aventuras, ¿no sintió usted miedo?

Drinkwater respondió sin dudar.

– Oh sí, en gran medida… como le he dicho a su padre… pero creo que el miedo podría ser el detonante del valor… -se detuvo. De pronto, era imperativo que expresase exactamente lo que quería decir. No quería que aquella joven le malinterpretase, que lo juzgase por lo que no era.

– No deseo presumir de coraje pero he descubierto que cuando más temía las consecuencias de la inactividad, más encontré la… la determinación de hacer todo cuanto estuviera en mi mano para alterar nuestras circunstancias. Por supuesto, recibí la inestimable ayuda de los otros miembros del trozo de abordaje.

La muchacha sonrió sin coquetería.

Nathaniel se deleitó en lo radiante de aquella sonrisa. Parecía iluminar toda la estancia.

Una vez consumido el pastel y el té, y con la conversación deteniéndose en aquellos silencios de amigable exceso, Drinkwater se levantó. El sol se perdía por el oeste y la estancia estaba llena de sombras. Se despidió del párroco. El anciano le apretó la mano.

– Adiós, muchacho. Regrese a vernos siempre que esté en Falmouth, aunque no sé cuánto tiempo hemos de quedarnos aquí. -Su cara se entristeció brevemente con la incertidumbre, pero se alegró de nuevo al tornar la mano del joven-. Que Dios le bendiga, Nathaniel…

Drinkwater dio media vuelta extrañamente emocionado. Hizo una reverencia hacia Elizabeth.

– Su más humilde servidor, señorita Bower…

Ella no respondió, pero volviéndose hacia su padre le dijo:

– Padre, he de acompañar al señor Drinkwater hasta la puerta; siéntese y descanse pues parece fatigado tras la larga conservación. -El anciano asintió y volvió a sentarse con ademán cansado.

Eufórico por tener la oportunidad de pasar un instante a solas con la muchacha, Drinkwater siguió a Elizabeth que, al salir de la casa, se echó un chal sobre los hombros.

Abrió la puerta del jardín y salió al camino. Nathaniel estaba a su lado, contemplando su rostro y jugueteando con su sombrero, sintiéndose de pronto abatido por el recuerdo de aquella sencilla velada, que le había hecho evocar a su propia familia y los pormenores de la vida en Inglaterra. Pero había algo más. La presencia de esta muchacha la había hecho memorable. Consiguió, con gran esfuerzo, tragar saliva.

– Gracias por su hospitalidad, señorita Bower…

El aire estaba preñado del aroma del boscaje. En la penumbra que se cernía sobre aquel camino de Cornualles, las hojas de los helechos se enroscaban como dedos de pálido fuego verde en las grietas de las piedras que marcaban la frontera de los campos. Por encima de sus cabezas, graznaban los vencejos mientras descendían en picado.