– Mis saludos para el capitán y dígale que se divisa una vela a estribor, podría ser una fragata.
Drinkwater fue bajo cubierta. Hope estaba dormido, cabeceando en su coy, y le despertó el guardiamarina al llamar a su puerta. Se apresuró a subir.
– Todos a cubierta, señor Skelton, y vayamos a investigar.
Ahora se divisaba una gavia, blanca como el ala de una gaviota contra una borrasca, pues la cerrazón nublaba la escasa luz del sol. De vez en cuando, surgía un fugaz instante de una órbita de pálido amarillo limón, que Blackmore intentó capturar pacientemente en el horizonte de su cuadrante. Los dos barcos se acercaron con rapidez y, en una hora, estaban ya muy cerca.
Las señales de reconocimiento revelaron que la otra embarcación era amiga, y resultó ser la Galatea. La recién llegada se puso al pairo, al abrigo de la Cyclops y una serie de brillantes banderitas aparecieron en la cofa del palo trinquete.
– Señales, señor -dijo Drinkwater, ojeando las páginas del libro de códigos-. Reunión a bordo.
Hope torció el gesto.
– ¿ Quién se cree Edgecumbe que es? ¡Maldito sea!
Devaux reprimió una sonrisa mientras Wheeler murmuraba sotto voce:
– Un miembro conservador del Parlamento, quizás…
Tras una pequeña espera, lo suficiente como para que resultase impertinente, Hope gruñió:
– Está bien, responda.
– ¿Su esquife, señor? -preguntó el solícito Devaux.
– ¡No se ría usted, señor! -bramó Hope irritado.
– Discúlpeme, señor -replicó Devaux, sin dejar de sonreír.
– ¡Ya! -y con eso Hope giró sobre sus talones, furioso. Edgecumbe era un maldito y despreciable oportunista, a quien Hope doblaba la edad. Hope había servido como teniente el mismo tiempo que llevaba Edgecumbe navegando.
– Su esquife está listo, señor.
Drinkwater abarloó el esquife al costado de la Galatea. Observó como las piernas larguiruchas del capitán desaparecían de su vista y, a continuación, el sonido de los silbatos. Una cara le observaba desde arriba.
– Buenos días, muchacho.
Era el teniente Collingwood.
– Buenos días, señor.
– Veo que hoy lleva los pantalones limpios -le dijo el oficial sonriendo antes de entregarse a un violento y debilitador acceso de tos. Cuando recuperó el aliento, le entregó un paquete envuelto en papel aceitado.
– Correo para la Cyclops -dijo-, creo que hay una epístola de cierta señorita Bower…
¡Elizabeth!
– Gracias, señor -contestó el sorprendido y alegre Drinkwater mientras el paquete descendía hacia la embarcación. Collingwood empezó a toser de nuevo. Era tuberculosis y una misión en las Antillas la agravaría en poco tiempo, llevando a Wilfred Collingwood a la muerte. Fue su hermano Cuthbert quien se convertiría en el famoso segundo al mando de Nelson.
¡Elizabeth!
Cuán extraño resultaba que la mención de su nombre en medio del bravo y gris Atlántico tuviese el poder de hacer que se le desbocase el corazón en el pecho. El remero le sonreía. Y él le devolvió la sonrisa sin pensar. Después cayó en la cuenta de que era Threddle.
En la cabina de popa de la Galatea Hope daba sorbitos a un vaso de clarete excelente. Pero no lo estaba disfrutando.
Sir James Edgecumbe, cuyo rubicundo rostro y ojos saltones contrastaban con el curtido y delgado semblante de Hope, intentaba mostrarse agradablemente superior y lo único que conseguía era ser ofensivo.
– Achacaré la dejadez en el acuse de recibo de mi señal a la escasa destreza de sus guardiamarinas, capitán. He podido conocer a uno de ellos. Un mocoso altanero con el atuendo sucio. Sin duda, no se trata de un caballero, ¿no es cierto, capitán? -soltó una risotada despectiva que pretendía implicar que, como capitán, se enfrentaban a ciertos problemas que sólo podían apreciar otros comandantes. A Hope le molestó el insulto proferido contra la Cyclops, preguntándose quién habría sido el culpable. No fue más allá de un gruñido, por el que Edgecumbe entendió que se mostraba de acuerdo.
– Sí, mi querido amigo, el problema del rango, ¿sabe usted?
Hope no dijo nada. Estaba empezando a sospechar que sir James tenía otro motivo para requerir su presencia.
– Bien, como yo digo siempre, capitán, problemas del rango y exigencias de la Marina. Tampoco me ayudan demasiado mis responsabilidades en el Parlamento, pardiez. Le aseguro, señor, que hacen que mi vida de servicio público sea una ardua tarea.
»Esto me lleva a una pregunta, querido amigo. ¿De cuánta agua y comida dispone?
– Supongo que tenemos provisiones para unos dos meses, pero si me releva usted de mi misión no veo…
Edgecumbe alzó su mano.
– ¡Ah! Esa es la cuestión, querido amigo. Verá, yo no… -Edgecumbe se interrumpió.
– ¿Más vino? Al menos -dijo, pronunciado muy despacio, con una voz más dura y cierto tono malicioso-, al menos no lo pretendo.
Hope tragó saliva y dijo:
– ¿Está tratando de decirme algo difícil de digerir, sir James?
Edgecumbe se relajó y volvió a sonreír.
– Sí, mi querido capitán. Consideraría un gran favor si me liberase usted de una tarea bastante odiosa e infructuosa. De hecho, mi querido amigo -bajó el tono de su voz hasta hacerla confidencial-, he de estar en el Parlamento en breve para apoyar la votación de la Marina en uno o dos asuntos. En estos tiempos, todo patriota debería hacer lo máximo posible. ¿No está usted de acuerdo, capitán? Y lo mejor que yo puedo hacer para servir a mi país, y a ustedes, valientes amigos, es fortalecer a la Marina. -Abandonó ahora el falso tono y de nuevo moduló su voz con un deje amenazador-. No sería bueno para ninguno de los dos si yo no pudiese estar en dicha votación, ¿verdad?
A Hope no le gustaron las inflexiones del discurso de Edgecumbe.
Tenía la impresión de que lo estaban arrinconando.
– Estoy completamente seguro, sir James, de que usted hará cuanto esté en su mano para asegurarse de que los buques como Foudroyant, Emerald y Royal George sean debidamente reparados…
Edgecumbe agitaba absurdamente sus manos.
– Eso no es más que un detalle sin importancia, capitán Hope, ya están las autoridades competentes en los muelles para atender a dichos asuntos.
Hope contuvo una agria respuesta pues, como de la nada, había aparecido el sirviente de sir James con otra botella de clarete. Edgecumbe evitó la mirada de Hope y hacía que ordenaba algunos papeles. Levantó la vista sonriente y le tendió un sobre sellado.
– Ah, la vida está llena de coincidencias, ¿no cree, capitán? Esto -dijo mientras señalaba el sobre con un dedo- es una letra de cambio, según creo, de la Casa de Banca Tavistock. He oído que ha tenido usted suerte con las presas; bien, bien, mi esposa es la hija del viejo Tavistock. Es un mal bicho, tacaño y anticuado, pero espero que acepte una letra del Almirantazgo por valor de cuatro mil libras.
Hope terminó el líquido de su copa. Perjuró mentalmente. La legítima indignación era un arma inútil ante algo así. Se preguntó cuántas personas habrían actuado en connivencia para que esta pantomima siguiese su curso. Todo para que él, Henry Hope, hiciera algo desagradable en nombre de sir James, y que éste pudiese ocupar su lugar en el Parlamento. O quizás era aún peor, sir James podría tener otros motivos para no cumplir sus órdenes. Esta idea le dio náuseas y vació otro vaso de clarete.
– Imagino que tendrá usted mi nuevas órdenes por escrito, sir James -preguntó Hope, receloso, aunque ya sabía que se vería obligado a aceptar lo inevitable.
– ¡Desde luego! ¿Creía usted que mis acciones no eran oficiales, mi querido señor? -dijo Edgecumbe, cuyas cejas se habían alzado indignadas.