En cubierta, había empezado a llover. Drinkwater se escabulló bajo cubierta para buscar su chubasquero y lo oyó llorar. Durante un instante, se quedó inmóvil escuchando en la oscuridad y luego, recordando que Morris lo había encontrado en idénticas circunstancias, fue hacia donde estaba el niño.
– ¿Qué sucede, Chalky? -le preguntó suavemente-. ¿Estás enfermo?
– N… no, señor.
– Déjate de «señores», Chalky, soy yo, Nat. ¿Qué pasa?
– N… nada, Nn… Nat. Nada.
No le resultò muy difícil a Nathaniel averiguar quién era el responsable del sufrimiento del niño, pero fue una prueba de su nueva madurez que asumiese que el crimen iba más allá del mero acoso psicológico.
– ¿Es Morris, Chalky?
El silencio del coy resultaba muy elocuente.
– ¿Es él, verdad?
Un «sí» apenas perceptible surgió de la oscuridad.
Drinkwater dio unas palmaditas en aquel hombro delgado y asustado.
– No te preocupes, Chalky, yo lo arreglaré.
– Gracias, N… Nat -contestó el niño, llorando, y mientras Drinkwater se marchaba sigiloso pudo percibir un suspiro apenas audible:
– ¡Ah! mm… madre…
Al regresar a su puesto, Nathaniel Drinkwater recibió una reprimenda del teniente Skelton por haber dejado la cubierta.
Al día siguiente era domingo y tras el servicio religioso, se silbó la llamada a la cena para la guardia de entrecubiertas. Drinkwater se encontró cara a cara con Morris en el rancho. También había otros guardiamarinas en el sollado, forcejeando con su cerdo en salazón. Uno de ellos era Cranston.
Drinkwater tragó lo que le quedaba de ron de melaza y, luego, se dirigió a Morris con un tono deliberadamente formal.
– Señor Morris, puesto que es usted el guardiamarina de mayor antigüedad en este rancho, tengo una petición para usted.
Morris levantó la vista. En su cerebro sonaron los ecos de una advertencia, pues recordaba la última vez que Drinkwater había pronunciado palabras de tamaña formalidad. Aunque apenas había intercambiado dos palabras con su enemigo más allá de las estrictamente necesarias para gobernar el barco, observaba a Drinkwater con mirada sospechosa.
– Bien, ¿de qué se trata?
– Simplemente, que cese su abominable conducta tiránica sobre el joven White.
Morris se quedó mirando a Drinkwater. Se sonrojó y luego comenzó a decir furioso:
– Ese condenado chivato, cuando le ponga la mano encima…
Morris se levantó, pero Drinkwater tenía algo que objetar.
– No ha dicho nada, Morris, pero se lo advierto; déjelo tranquilo.
– ¡Ah! Entonces es que te gusta, ¿verdad? Lo mismo que la guapa zorrita que tienes en Falmouth…
Drinkwater no se lo esperaba. Entonces, recordó la cara de Threddle en el bote y la carta en el fondo de su cofre. Durante un segundo, no dijo nada. Demasiado tiempo. Había perdido la iniciativa.
– Y ahora qué, ¿eh?, maldito señor Drinkwater -dijo Morris, con tono amenazador.
– Le daré una paliza, como ya hice -siguió diciendo Drinkwater con firmeza.
– Un paliza… porque tenías un garrote, maldito seas.
– Los dos teníamos espadas de… -Drinkwater no llegó a terminar la frase. El puño de Morris le alcanzó en la mandíbula y luego, cayó hacia atrás, golpeando la cubierta con la cabeza. Morris se abalanzó sobre él pero ya estaba inconsciente.
Morris se levantó. Sin duda, qué dulce era la venganza, pero no había terminado aún con Drinkwater. No, le aguardaba un destino infinitamente más maligno pero, de momento, Morris estaba satisfecho. Al menos, había restaurado su superioridad sobre aquel cabroncete.
Morris se sacudió el polvo y, dando media vuelta, les dijo a los otros guardiamarinas:
– Muy bien, hideputas. Recordad que habréis de recibir el mismo trato si me contrariáis.
Cranston no se había movido; seguía sentado, con la jarra de grog en la mano. Sacó a relucir la paciente sabiduría de la cubierta inferior para desconcertar a Morris.
– ¿Me está amenazando, señor Morris? -le preguntó con tono neutral-, porque si así fuese, lo denunciaría al primer oficial. Su ataque contra el señor Drinkwater no fue provocado y constituye una ofensa que serviría para hacer azotar a un marinero común. Espero sinceramente que no le haya causado heridas graves a nuestro amigo, porque si ese fuese el caso, lo pagará con la máxima pena que permiten las Ordenanzas Militares.
Morris palideció tanto como la gavia de la Cyclops. Semejante discurso procedente de un hombre que, por lo general, permanecía callado y, además, pronunciado con una evidente circunspección, le provocaron un miedo visceral. Miró preocupado hacia el abatido Drinkwater.
Cranston se dirigió hacia otro de los compañeros de rancho y dijo:
– Señor Bennett, haga el favor de ir en busca del cirujano.
– Sí, sí, desde luego -contestó el niño, apresurándose.
Morris dio un paso hacia Drinkwater pero Cranston se le anticipó.
– ¡Fuera! -escupió con genuina furia.
Appleby llegó a la camareta de los guardiamarinas seguido por un preocupado Bennett. Cranston ya le estaba dando golpecitos en las muñecas a Drinkwater.
Appleby le tomó el pulso y preguntó:
– ¿Qué ha pasado?
Cranston se lo resumió. Appleby levantó una ceja.
– Mmm, écheme una mano.
Entre los dos, incorporaron a Drinkwater y el cirujano colocó sales bajo la nariz del paciente.
Drinkwater emitió un gruñido de dolor y Appleby le palpó la base del cráneo.
– Tendrá dolor de cabeza, pero se le pasará.
Drinkwater volvió a gruñir y abrió los ojos, los volvió a cerrar y abrir una vez más.
– Dios, ¿qué ha…?
– Con cuidado, muchacho, con cuidado. Le han dado un golpe en el cráneo y un puñetazo en la mandíbula, pero vivirá. Eh, vosotros, ponedlo en su coy durante un rato. ¿Prestará usted su testimonio de lo ocurrido? -dijo el cirujano, dirigiendo este último comentario a Cranston.
– Sí, si fuese necesario -respondió Cranston.
– He de informar al primer oficial. Queda por ver si el asunto sigue su curso. Appleby recogió su maletín y salió.
Devaux consideró el asunto seriamente. Ya era consciente de ciertas dudas que rondaban sobre la naturaleza de las tendencias sexuales del guardiamarina Morris y, aunque desconocía hasta qué punto Morris ejercía su influencia sobre ciertos miembros de la dotación, sabía que aquel hombre era un peligro. Además, dada la sombría atmósfera que prevalecía en la fragata, sólo hacía falta un estúpido incidente como aquel para provocar más problemas. Con la rapidez de un incendio forestal, un detalle allí podría llevar a otro y sería ya imposible tranquilizar la situación. Una infracción no castigada en la camareta de los guardiamarinas podría llevar a sólo Dios sabría qué desconocidos horrores. Buscó la oportunidad de tener una entrevista con el capitán Hope.
Encontró a Hope más preocupado con su llegada a la costa de Carolina que con el futuro del señor guardiamarina Augustus Morris.
– Haga lo que considere necesario, señor Devaux -le contestó levantando la mirada de la carta de navegación-, pero ahora, le ruego que preste atención a esta carta.
Durante varios segundos, los dos hombres estudiaron las mediciones de las sondas y la línea de costa.
– ¿Cuál es el propósito exacto de nuestro fondeo en esta zona, señor? -preguntó, al fin, Devaux.
Hope lo miró.
– Supongo que es mejor que sepa los pormenores de nuestra misión, pues si a mí algo me sucediese, sería usted el responsable de seguir adelante… Hemos de atracar aquí. -Hope señaló una zona en la carta.
– Iremos en busca de un destacamento de las tropas del fuerte Frederic, probablemente, la Legión Británica, un cuerpo de provincias bajo las órdenes del coronel Tarleton. Un oficial reconocido aceptará el paquete que se encuentra en mi caja de seguridad. En dicho paquete hay varios millones de dólares continentales…