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– Llevas una eternidad leyéndolo -dijo Kate con una mueca traviesa-. Aparte, quiero ver qué tiene que decir hoy del vizconde de Bridgerton.

Los ojos de Edwina, que muchas veces eran comparados con los plácidos lagos escoceses, se encendieron con picardía.

– Te interesa muchísimo el vizconde, Kate. ¿Hay alguna cosa que no nos cuentas?

– No seas tonta. Ni siquiera le conozco. Y si le conociera, es probable que saliese corriendo en dirección contraria. Es justo el tipo de hombre que nosotras dos deberíamos evitar a toda costa. Seguro que es capaz de camelar a un iceberg.

– ¡Kate! -exclamó Mary.

– Kate puso una mueca. Había olvidado que su madrastra estaba escuchando.

– Pues es verdad -añadió-. He oído decir que ha tenido más amantes que yo cumpleaños.

Mary la miró durante unos pocos segundos como si intentara decidir si quería responder o no. Luego dijo por fin:

– No es que éste sea un tema apropiado para tus oídos, pero muchos hombres las tienen.

– Oh. -Kate se sonrojó. Pocas cosas le hacían menos gracia que el hecho de que la contradijeran cuando intentaba hacer una observación importante-. Bien, entonces, él tiene el doble. Sea lo que sea, es mucho más promiscuo que la mayoría de señores, y no es precisamente el tipo de hombre que Edwina debería permitir que la cortejara.

– Tú también estás disfrutando de la temporada -le recordó Mary.

Kate le lanzó a Mary la más sarcástica de las miradas. Todas ellas sabían que si el vizconde decidía cortejar a una Sheffield, no sería a Kate.

– No creo que ese diario diga algo que vaya a alterar tu opinión-comentó Edwina encogiéndose de hombros mientras se inclinaba hacia Kate para poder ver mejor el periódico-. No dice gran cosa sobre él, a decir verdad. Más bien es un tratado sobre el tema de los libertinos.

Los ojos de Kate recorrieron las palabras impresas.

– Mmf -dijo con su expresión favorita de desdén-. Apuesto a que tiene razón. Es probable que no se retire este año.

– Siempre crees que lady Confidencia tiene razón -murmuró Mary con una sonrisa.

– Por lo general es así -contestó Kate-. Tienes que admitir que para ser una columnista de cotilleo, da muestras de una sensatez remarcable. Sin duda, hasta ahora ha acertado en su valoración de todas las personas que he conocido en Londres.

– Deberías formarte tus propias opiniones, Kate -dijo Mary en tono alegre-. No es propio de ti basar tus opiniones en una columna de cotilleo.

Kate sabía que su madrastra tenía razón, pero no quería admitirlo, y por lo tanto soltó otro «mmf» y volvió la atención al diario que tenía en las manos.

Confidencia era sin duda la lectura más interesante de todo Londres. Kate no estaba del todo segura cuándo había empezado la columna de cotilleo, en algún momento del año anterior según había oído. De todos modos, había algo seguro: fuese quién fuese lady Confidencia (y nadie lo sabía en realidad) era un miembro de la aristocracia más selecta y estaba muy bien relacionada. Tenía que ser así. Ningún simple intruso podría destapar todos los chismorreos que imprimía en su columna cada lunes, miércoles y viernes.

Lady Confidencia siempre tenía los últimos on-dits y, a diferencia de otros columnistas, no vacilaba en utilizar los nombres completos de las personas. La semana pasada, por ejemplo, tras decidir que a Kate no le quedaba bien el amarillo, escribió con la claridad de la luz del día: «El color amarillo hace que la morena señorita Katharine Sheffield parezca un narciso chamuscado».

Kate no le dio importancia al insulto. Había oído decir en más de una ocasión que uno no podía considerarse «alguien» de la sociedad hasta que lady Confidencia le dedicara un insulto. Incluso Edwina, quien tenía un gran éxito social en opinión de todo el mundo, se había sentido celosa de que Kate hubiera sido objeto del honor del insulto.

Y pese a que Kate seguía sin querer pasar en Londres la temporada, se imaginó que, ya que tenía que participar en el torbellino social, mejor intentar no ser un total fracaso. Si recibir un insulto en una columna de cotilleo iba a ser su único síntoma de éxito, pues entonces bienvenido fuera. Kate conocía sus limitaciones.

Ahora, cada vez que Penelope Featherington se jactaba de que lady Confidencia la había comparado con un cítrico demasiado maduro con su vestido de satén mandarina, Kate podía sacudir el brazo y suspirar con gran dramatismo: «Sí, bueno, yo soy un narciso chamusado».

– Algún día -anunció Mary de súbito mientras se empujaba los lentes una vez más con el dedo índice- alguien va a descubrir la verdadera identidad de esa mujer, y entonces tendrá un problema serio.

Edwina miró a su madre con interés.

– ¿De verdad crees que alguien va a descubrirla? Ha sido capaz de mantener el secreto durante un año.

– Algo así no puede permanecer en secreto eternamente -respondió Mary. Pinchó el bordado con su aguja y tiró de una larga hebra de hilo amarillo a través del tejido-. Tomad nota de mis palabras. Todo se desvelará más tarde o más temprano, y cuando suceda saltará un escándalo de tales dimensiones que jamás antes habréis conocido algo parecido.

– Bien, si yo supiera quién es -anunció Kate al tiempo que pasaba a la página dos del diario de una sola hoja- es probable que la convirtiera en mi mejor amiga. Es endiabladamente divertida. Y digan lo que digan, casi siempre está en lo cierto.

Justo en ese momento, Newton, el corgi de Kate, un poco pasado de peso, entró trotando en la habitación.

– ¿No se suponía que ese perro debería quedarse fuera? – preguntó Mary -. ¡Kate! -chilló a continuación cuando el perro se fue directo a sus pies y empezó a jadear como si esperara un beso.

– Newton, ven aquí ahora mismo -ordenó su ama.

El perro miró con anhelo a Mary, luego se fue caminando hasta Kate, se subió al sofá y le puso las patas delanteras sobre el regazo.

– Te está llenando de pelo -dijo Edwina.

Kate se encogió de hombros mientras acariciaba el espeso pelaje color caramelo.

– No me importa.

Edwina suspiró, pero estiró la mano y dio también una rápida palmadita a Newton.

– ¿Y qué más cuenta? -preguntó, inclinándose hacia delante con interés-. No he podido llegar ni a la página dos.

Kate le sonrió a su hermana con sarcasmo.

– No gran cosa. Algo sobre el duque y la duquesa de Hastings, quienes por lo visto llegaron a la ciudad a principios de semana; una lista de las viandas en el baile de lady Danbury, que calificó de «sorprendentemente deliciosas»; y una descripción bastante desgraciada del vestido de la señora Featherington el pasado lunes.

Edwina frunció el ceño.

– Parece tomársela bastante con los Featherington.

– Y no es de extrañar -dijo Mary, quien dejó su bordado para levantarse-. Esa mujer no sabría escoger el color del vestido de sus hijas aunque tuviera todo un arco iris a su alrededor.

– ¡Madre! -exclamó Edwina.

Kate se tapó la boca con la palma para intentar no reírse. Era raro que Mary se pronunciara de una manera tan dogmática, pero cuando lo hacía siempre salía con afirmaciones maravillosas.

– Bien, es la verdad. Se empeña en vestir a su hija menor de naranja. Cualquiera puede darse cuenta de que esa pobre muchacha necesita un azul o un verde menta.

– Tú me vestiste de amarillo -le recordó Kate.

– Y siento haberlo hecho. Eso me enseñará a no hacer caso de las dependientas. Nunca debí haber dudado de mi propio criterio. Lo que haremos será arreglar ese vestido para Edwina.

Puesto que Edwina le llegaba a su hermana a la altura del hombro y su color de pelo era varios tonos más delicados que ios de Kate, esto no sería problema.