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Sorprendida, Sarah Bernhardt apartó la mano:

– Veo que el marqués conoce bien a Baudelaire.

– Siempre que leo L’invitation au voy age me digo que se refiere al Brasil.

– ¿Y cómo ha intimado tanto con nuestros poetas? -preguntó Maurice Grau, interesado en la cultura de Júlio Augusto.

– Mi padre era un apasionado de Francia. Estudió en la Eco- le polytechnique, en París -respondió Salles, disponiéndose a irse.

– Vamos, Maurice -dijo Sarah, empujando a su secretario hacia las olas.

Los dos se alejaron corriendo por la arena, que ya empezaba a calentar.

– Espero que les aproveche el baño. Cuidado con el sol, y con este mar, que a veces es traicionero. No se alejen mucho de la protección -remató el marqués, señalando la cuerda atada a una boya que distaba cosa de treinta o cuarenta metros de donde rompían las olas.

– Au revoir, monsieur le marquis!

– Au revoir, madame -dijo el depravado aristócrata, diciéndose que la francesa, a pesar de sus añitos, todavía tenía un buen revolcón.

Jamás se había visto tanto barullo en la comisaría del tercer distrito policial de Río de Janeiro, sita en la esquina de la calle del Lavradio. Ya eran más de las cuatro, y Sarah Bernhardt, la mayor actriz del mundo, estaba a punto de entrar en ella para responder a una citación.

Para el comisario Mello Pimenta, titular de esa comisaría, todo aquello era una solemnísima pesadez. Ya tenía él bastante con los problemas que le planteaba la investigación de los crímenes de la calle del Regente y la plazuela de la fuente pública. Vítor Meireles había usado su influencia cerca de la corte para apresurar los trámites, poniendo todos los recursos posibles a su disposición, por más que Pimenta estuviese convencido de que de poco iba a servir. Aún no había conseguido relacionar las pistas que coincidían en ambos asesinatos. Un gran tumulto que llegaba de fuera distrajo de pronto al policía.

– ¡Es ella!, ¡es ella!

– ¡Dios mío de mi vida!, ¡qué guapa es!

Fue como si un rayo de luz hubiese entrado inesperadamente por la puerta. Sarah Bernhardt, vestida de rosa de pies a cabeza y con el rostro arrebolado por el sol matinal, se acercó a la mesa de Pimenta, que se levantó para recibirla:

– Mello Pimenta, à vos ordres. Asseyez-vous, madame s’il vous plait.

– Ah, quelle surprise! Vous parlez français?

– No, señora, sólo esta frase, y la he estado ensayando la mañana entera.

Mello se levantó y acercó una silla a la actriz.

La silla, en cuanto Sarah se sentó en ella, adquirió prestigio de trono a pesar de ser renqueante y patituerta. En pie, a su lado, estaban Maurice Grau y el abogado Sizenando Nabuco.

– No importa, comisario, haré yo de intérprete. Soy el abogado Sizenando Nabuco, hermano del diputado Joaquim Nabuco. Represento a madame en este lamentable incidente. Usted sabrá sin duda de qué se trata.

– Claro que lo sé, doctor Nabuco, claro que lo sé. Desgraciadamente no he tenido más remedio que instruir el caso, porque la señorita Martha Noirmont ha insistido en presentar la denuncia. Aquí tiene usted una copia de su declaración, dictada ayer al escribiente Lousada -dijo Pimenta, señalando al funcionario de terno marrón muy gastado y brillante que estaba sentado en el fondo de la estancia, y tendiendo al abogado una hoja de papel.

Lousada, figura escuálida y casi calva, era escribiente de la policía desde hacía más de veintiocho años, y tenía miedo de cualquier cosa que pudiese poner en peligro su jubilación. Se levantó y salió a toda prisa camino de los calabozos, gruñendo que tenía que llevar la comida a los presos.

– Salope -gruñó entre dientes Sarah, refiriéndose a su colega.

Sizenando hizo como que leía atentamente el documento.

– Es deplorable… deplorable. Comprenda usted, comisario, que todo eso no es más que una fantasía de la chica esa, que es bisoña en su profesión y no se dio cuenta de que lo que hacía madame Sarah Bernhardt no era más que su papel.

– ¿Su papel? -preguntó Pimenta, desconcertado.

– Sí, claro, ¿no ve que la bofetada y la ruptura de la sombrilla estaban en la obra? Puede que, con el entusiasmo que suele dar a sus creaciones, madame Bernhardt exagerase un poco. ¿Le suena a usted Adrienne Lecouvreur?

– No, la verdad, no tengo el gusto -dijo el comisario, que era poco aficionado al teatro.

– Es el título de la obra. Presenta la historia de una gran actriz francesa del siglo pasado que tuvo tórridos amores con el conde Maurice de Saxe, mariscal de Francia. Y es natural, después de todo, que otra gran actriz francesa, al encarnar ese personaje, encarnase también pasionalmente sus emociones. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar una interpretación llena de arrebato? ¿Encontraría bien la patricia diosa Justicia que sucumbiésemos a esta farándula transformándonos en jueces y verdugos nada menos que de la musa Melpómene? -gritó, melodramático, el defensor de las artes, blandiendo el papel.

Los quejosos y los solicitantes de certificados de pobreza que atestaban la comisaría aplaudieron entusiasmados. No habían entendido una palabra, pero la elocuencia del abogado les parecía prueba sobrada de la inocencia de la actriz. Pimenta se apresuró a poner orden en la sala:

– ¡Silencio! ¿Es que piensan que esta comisaría es un tugurio de simplicios o qué?-gritó a su vez, para demostrar que también él sabía vocabulario-. ¡Si siguen armando escándalo, los meto a todos en chirona! -volvió a sentarse-. Estoy completamente seguro, doctor Nabuco, de que este incidente no tendrá consecuencias. A fin de cuentas, nadie quiere que madame Sarah Bernhardt se lleve una mala impresión de nuestra tierra. Lo que pasa es que no tuve más remedio que enviar la citación porque hay que cumplir la ley. Pero ahora que he oído sus explicaciones, no se hable más del asunto.

– Muchas gracias, comisario -dijo, magnánimo, el abogado, guardándose en el bolsillo la copia de la citación.

Mello Pimenta sabía perfectamente que de nada valía dar patadas contra el aguijón. Las relaciones influyentes de los Nabuco y la importancia de la actriz conseguirían indefectiblemente que se archivase el caso en algún empolvadísimo cajón del Tribunal de justicia de Río de Janeiro.

– C’est tout? -preguntó Sarah, levantándose.

– Oui, madame-se arriesgó a decir Pimenta en francés.

Se levantó también, para acompañarlos:

– Si no le molesta, doña Sarah, me gustaría preguntarle si por un casual se acuerda usted de esta tarjeta -añadió Pimenta, sacando del bolsillo del chaleco la cartulina estrujada donde estaba la dedicatoria de la actriz.

– Pero es claro que sí -respondió Sarah-. Le di el autógrafo a una bonita jeune filie que estaba a la puerta del teatro. Me llamó mucho la atención la dulzura de su mirada. ¿Es su hija?

– No, madame, por desgracia es una de las víctimas de un tortuoso caso de asesinato que estoy investigando ahora.

– ¡Qué horror!

– ¿Se fijó usted en si la acompañaba alguien?

– No, no. A la salida del teatro nunca me fijo en nada. Me monto derecha al coche que me espera. Si me detuve, fue porgue la chica aquella era distinta, de verdad que lo era. Lo siento mucho, comisario. Espero que coja usted al salvaje que hizo esa barbaridad. Bueno, que tenga suerte en sus encuestas, o, como tenemos el hábito de decir en la Francia la gente de teatro: merde!

– Pues merde también para usted, señora -respondió Pimenta, dando un fuerte apretón de manos a la actriz.

Sarah Bernhardt salió de la comisaría acompañada de su séquito, como salía en escena en el segundo acto de Ruy Blas.

7

La luz del quinqué lanza sombras contra las paredes de la estancia. El mira su lúgubre, agigantado entorno y sonríe. Proyecta con las manos imágenes infantiles de conejos y zorros que la llama vacilante concreta en siluetas. Vuelve a fijar su espectro en la pared. Es la misma imagen que se fija en la retina de sus víctimas justo antes de morir. El no comprende qué es lo que le induce a hacer lo que hace, pero sabe que no tiene más remedio que seguir haciéndolo. Mientras no le detengan, seguirá matando. Y los mensajes que deja son cada vez más evidentes, aun cuando nadie parece entenderlos. De tanto como lo lee, ya se sabe de memoria el pasaje del manual de anatomía de Le Pileur, Le corps humain, que trata de los pulmones. Lo recita en voz alta, como si fuese poesía: «Órgano esencial para la respiración. Son dos, pero reciben el oxígeno por el mismo canal, y la sangre por un vaso único. Los pulmones han de ser considerados como expansión terminal de las ramificaciones de la traquearteria. O mejor dicho, como dos copas de un mismo árbol. Ocupan la mayor parte de la cavidad torácica, que puede ser considerada como su forma o molde…». Él se queda un rato en silencio, atento a su propia respiración. Pasa cosa de una hora oyendo el aire entrar y salir de su cuerpo. Y luego levanta del suelo una de las tablas de pino y comprueba que el frasco que contiene las orejas sigue en su escondrijo improvisado. Vuelve a poner la tabla en su sitio. A continuación saca del armario la piedra de afilar y el largo cuchillo. Sentado en el borde de la cama, dura como un catre, se pone a afilar el cuchillo con largos movimientos y lenta cadencia. Piedra de afilar, piedra tumular. Losa sepulcral sin nombre. Piedra de afilar, piedra fundamental, filosofal. Piedra. Piedra preciosa, celosa, esciente. Piedra angular, piedra de afilar, piedra. Aumenta el ritmo, el vaivén, el afilar, cada vez más rápido. Está jadeante, excitado, tiene el rostro bañado en sudor. Aprieta más con la mano el puño de su daga e, imaginándose ya el próximo encuentro, se sume en un estertor de orgasmo. Su cuerpo exhausto se desploma de espaldas sobre la angosta cama. Piedra. Una pieza menos en el tablero.