Al terminar de leer, Paula hizo como que escupía en el sombrero de Calif, lo que hizo reír a todos.
Luego pasaron a debatir la llegada de Sherlock Holmes a Río, que sería al día siguiente. El marqués de Salles había sido designado por el emperador para ir a recibirle al muelle, y Albertinho, que mentía desvergonzadamente, estuvo a punto de decir que él había conocido al detective en uno de sus viajes a Londres, pero se contuvo a tiempo, recordando que se exponía a que le careasen con el inglés.
– Parece ser que le acompaña un médico, un tal doctor Watson -informó José do Patrocinio, que se había enterado en la redacción de la Gazeta da Tarde.
– ¿Y por qué? ¿Es que está enfermo, o es un hipocondríaco? -preguntó Bilac.
– Ni una cosa ni otra. Lo que pasa es que es su amigo inseparable, y vive con él -respondió Patrocinio.
– Pues no deja de ser curioso, ¿será que es maricón o así? -se arriesgó a preguntar el marqués de Salles, que sólo pensaba en esas cosas.
– Lo que nos faltaba. Un inglés maricón -se quejó Salomáo Calif, el sastre-. Como si no nos bastase con los cagafino que pululan por aquí. ¿Querréis creer que el otro día uno vino a pedirme que le hiciera unos pantalones con la bragueta atrás para facilitarle el vicio? «Pago lo que sea…, dinero hay, señor Calif, dinero hay…»
– Y sabiendo lo que a ti te gustan los cuartos, no me cabe la menor duda de que se la pusiste -gritó Guimaráes Passos desde el otro extremo de la mesa.
Todos rieron la broma. Si había allí alguien que no podía dudar de la generosidad del sastre, ése era Guimaráes. Salomáo le había hecho varios ternos y levitas al poeta sin que éste le pagase un céntimo. Un día, irritado con él, porque ya le debía casi un ajuar entero, Salomáo le dijo a Guimaráes que ya no le haría más ropa hasta que le pagase lo que le debía. A pesar de su larga amistad, Salomáo, muy serio, afirmó que el crédito de Guimaráes estaba agotado. Así y todo, el sastre, que era un caballero, se avino a seguir haciéndole alguna compostura, pequeños arreglos, cuando el poeta los necesitase. Una semana después, Gimaráes Passos entró en la sastrería de su amigo:
– A ver, ¿sigue en pie tu promesa de hacerme algún arreglillo que otro?
– Pues claro que sí -respondió el sastre.
Passos sacó inmediatamente del bolsillo un saquito lleno de botones y se lo tendió a Salomáo:
– Pues, mira, entonces lo que me gustaría es que me pegases a estos botones un terno de cachemira inglesa.
Calif mismo contaba la historia, añadiendo que le había hecho mucha gracia, y que terminó por fiarle un terno más al poeta.
Olavo Bilac volvió al tema de Sherlock Holmes:
– No, en serio, he oído decir que la capacidad de deducción de ese hombre es extraordinaria. Me he enterado de que el comisario Mello Pimenta quiere pedirle ayuda en el caso de las chicas asesinadas.
– Pues menos mal. No me hacía ninguna gracia ver a un cerebro tan brillante como el del señor ése desperdiciar materia gris en la búsqueda de un violín -dijo Paula Nei.
– Bueno, tú, no es un violín cualquiera. Es un Stradivarius, y vale una fortuna -le corrigió Salles.
– No tanto como la vida de esas chicas -replicó Bilac.
Justo entonces entró en el bar el comisario Pimenta, que les conocía bastante a todos, pues siempre caía por allí a tomar un boc después de la guardia. Recordando que el comisario había estado buscándole, Bilac se levantó y trató de esconderse entre los demás.
– Calma, señor Bilac, que no hay nada contra usted. Todo eso son exageraciones de los periódicos. Al fin y al cabo, si nuestra juventud no pudiese escribir manifiestos, ¿qué sería del Brasil? Yo aquí no vengo más que a tomarme una cerveza -se apresuró a decir Pimenta.
– A ésa le invitamos nosotros, comisario -intervino Albertinho Fazelli, haciendo una seña al camarero.
Bilac, ya tranquilizado, se volvió a sentar diciendo:
– Curiosa coincidencia, ¿eh?, que haya entrado usted en este momento, porque ¿sabe que precisamente estábamos hablando de las chicas asesinadas? Complicado, ¿eh, comisario? Se dice hasta que usted ha pensado pedir ayuda al Sherlock Holmes ese que viene aquí invitado por el emperador.
– No digo ni que sí ni que no -respondió Mello Pimenta, molesto de que la noticia hubiese corrido ya de boca en boca.
– Hale, Pimenta, no se ponga así, que todo el mundo sabe ya ese chisme -dijo Chiquinha Gonzaga, siempre irreverente-. Es Paiva, el de Correos, que ha ido por ahí diciendo que usted le había mandado un telegrama.
Tanto indignó esto a Pimenta que se le atragantó la cerveza que estaba tomando:
– ¡Violación de secreto postal! ¿Cómo se atreve ese canalla a revelar mi correspondencia? ¡Eso es un delito!
– Y tanto. Pero lo que pasa es que Paiva, además de funcionario público veterano, es hermano de la institutriz del conde D’Eu, de modo que no hay quien le toque -explicó Coelho Neto.
– Ni siquiera un celoso comisario de la policía, perseguidor de poetas -remató Bilac con una mirada maliciosa.
Todos soltaron la carcajada, hasta Pimenta, que terminó el primer boc; y Albertinho Fazelli llamó inmediatamente al camarero que atendía siempre a la tertulia para que le trajese enseguida otro.
– El joven Bilac tiene razón. Bueno, pues ya veo que mi telegrama al inglés es del dominio público, no lo voy a negar. Es verdad que le pedí ayuda. Pero no sé si podrá dedicarme un poco de tiempo. Después de todo, si está en el Brasil es porque le ha llamado don Pedro.
– Ningún detective que se precie de serlo podrá menos de interesarse por dos crímenes tan curiosos -dijo Aluísio Azevedo, encendiendo un puro-. Lo que me gustaría saber es cuál es la especialidad de ese señor.
– Eso se lo puedo decir yo -respondió Pimenta, con la lengua más suelta gracias al segundo boc de cerveza-, porque también pedí informes a Scotland Yard…
Gracias a la cerveza, la pronunciación del nombre de la policía inglesa le salió casi perfecta. El grupo, interesado, se le acercó más todavía. Fazelli pidió otra ronda. El marqués de Salles se adelantó.
– Apuesto a que es la deducción. Los buenos detectives tienen que tener la capacidad de sacar conclusiones basándose en las pistas, sin usar otra cosa que la lógica y el raciocinio. ¿No es verdad eso, comisario?
Pimenta asintió. Le gustaba ser el centro de la atención de todos.
– Y permítame que añada, marqués, que no es tan fácil como parece a primera vista. Mire, voy a aprovechar la oportunidad de estar hablando con gente tan inteligente como ustedes para hacerles una demostración. Les contaré un caso muy famoso, y a ver quién da con la solución basándose en las mismas pistas.
– ¡Estupenda idea!-se animó Aluísio Azevedo-. Es como un juego de adivinanzas.
– No, señor, Aluísio, nada de adivinanzas: ¡deducción, pura deducción! -pontificó Mello Pimenta, sentándose a la mesa.
Se sentía el amo de la situación. Los bohemios, incluso los que estaban en mesas cercanas, se acercaron, pendientes de sus palabras y de unos cuantos litros de cerveza más. Pimenta tomó otro trago, se secó la espuma blanca del bigote, hizo una pausa, y empezó:
– Como les he dicho, es muy difícil. Es cosa de profesionales, créanme. No se depriman si no les sale la conclusión. Naturalmente, no diré ni los nombres de las personas ni los de los sitios donde ocurrió -y, en un tono de voz más sombrío, pasó a contarles la vieja charada policial, pero poniéndose él de protagonista-. Se encontró a una mujer muerta de un tiro en la cabeza en un jardín a unos doscientos metros de distancia detrás de su casa.
– Pues algo habría hecho -gruñó Alberto Fazelli, que no tenía muy buena opinión del sexo débil.
Coelho Neto le mandó callar, y Mello Pimenta prosiguió:
– En cuanto llegué yo, el marido me dijo que él había sido el primero en encontrarla. Al oír el disparo salió en la dirección de la detonación, y vio a su mujer sangrando profusamente, de modo que fue corriendo a por vendas. Cuando volvió, ya estaba muerta. Entonces volvió a su casa y me mandó llamar.