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– Hola, comisario, ¡éstas no son horas! ¿Es que no teme despertar a mis clientes? -bromeó el liliputiense ayudante con su voz de falsete.

– Perdona, Gervasio, ya sabes que la justicia no sabe de horarios. Tengo que enseñar a estos amigos, todos ellos grandes detectives, los cuerpos de las dos mozuelas.

– Sí, sí, por supuesto, comisario, siempre tengo mucho gusto en ponerme a su disposición -dijo con toda sinceridad el enano, pues Pimenta era el único que no le gastaba toscas bromas pesadas sobre su estatura-. Las chicas, ya sabe, se encuentran en muy buen estado, a ver si no se nos retrasa el hielo.

Gervasio se refería al hielo que llegaba de Norteamérica en grandes bloques en la sentina de los barcos, muy bien envuelto en gruesas capas de serrín. Una vez descargado se guardaba inmediatamente en depósitos especiales, en profundas bodegas y con todas las precauciones necesarias. Y, por increíble que parezca, lo cierto es que las pérdidas eran pequeñas. No más de un treinta o un cuarenta por ciento al cabo de cinco meses. Pero a veces los vapores llegaban con algún retraso, lo que planteaba serios problemas en los depósitos de cadáveres y en las fábricas de helados. El enano abrió con agilidad y destreza dos grandes cajones donde estaban los cadáveres de las chicas asesinadas. De uno de ellos sacó un paquete de color marrón.

– Vaya, de modo que era aquí donde me había dejado lo que quedaba de mi bocadillo -comentó, como hablando para sus adentros.

El grupo quedó espantado ante tal escena. Exceptuados Bilac y el marqués, que estaban poseídos de una curiosidad morbosa, todos se habían arrepentido ya de haber aceptado la invitación del comisario, y lo que querían era salir de allí lo antes posible. Aunque trataban de dar la impresión de encontrarse a gusto, Pimenta se dio perfecta cuenta de la sensación de malestar y pavor que aquel lugar provocaba en sus invitados, la misma que él sintió muchos años antes, cuando, al comienzo de su carrera, fue a visitar el depósito de cadáveres por primera vez. A pesar de la muerte violenta que habían sufrido, las muchachas, envueltas en sus grandes sábanas blancas, parecían sumidas en un profundo sueño. Más que en un depósito de cadáveres, los asistentes se sentían en un colegio de chicas, acechando a escondidas el dormitorio de las alumnas.

– Qué bellas son… -murmuró Bilac.

– ¿Pero quién habrá sido el monstruo que hizo esta salvajada? -preguntó Guimaràes Passos.

– Eso es lo que me gustaría saber a mí -dijo Mello Pimenta.

Se volvió a Chiquinha Gonzaga, saboreando la venganza de tenerla allí, y le preguntó:

– Bueno, vamos a ver, «colega», ¿le apetece examinar los cadáveres?

– De sobra sabe usted, comisario, que no soy especialista. Además, el único dato curioso ya lo sabemos: les faltan las orejas -respondió Chiquinha, sin conseguir apartar los ojos de las muertas.

– Bueno, hay otro: las cuerdas -añadió el comisario.

– ¿Qué cuerdas? -intervino el marqués de Salles.

– ¡Ah!, ¿pero no se lo dije? Enrolladas, junto… junto al cuerpo de las dos, encontramos sendas cuerdas de un instrumento musical -remató Pimenta, sacando los hilos del bolsillo-. Lo que pasa es que no sé qué clase de instrumento musical será.

Chiquinha Gonzaga le quitó las cuerdas de las manos a Mello Pimenta.

– A ver, comisario. Para eso no hacía falta traernos a un lugar tan cargado de sombras y tristeza como éste. Esas cuerdas son de violín. Y le diré más, son la primera y la última, la de sol y la de mi -se las devolvió, y se volvió hacia la salida-, ¿Y ahora, qué? ¿Nos podemos ir o tenemos que seguir visitando esta versión macabra de Madame Tussaud? -escupió, arisca, refiriéndose al famoso museo londinense de figuras de cera.

– No, nos vamos todos, basta de horrores, para una noche ya está bien -añadió Coelho Neto, tirando del brazo a Olavo Bilac, que seguía con los ojos fijos en los dos cadáveres-. Hale, venga, Olavo, vámonos.

– Qué lindas son… -murmuró de nuevo el poeta.

Gervasio cerró los cajones y los acompañó hasta la puerta.

– Vuelva usted, comisario. Ya sabe lo mucho que me gusta su compañía; estos señores ya se ve que no son de mucho palique.

Pidió al vigilante nocturno que le ayudase a cerrar los pesados portones y se quedó a la entrada, mirando a través de la verja al grupo que se alejaba. En cuanto hubieron desaparecido por la calle de la Asamblea, el enano se sacó del bolsillo el paquete marrón y terminó de comer tranquilamente su bocadillo.

9

Para el viajero que llegaba por mar, la ciudad de Sao Sebastiáo de Río de Janeiro era un espectáculo deslumbrante.

Todo el litoral, con su vegetación exuberante, se cubría de cocoteros, sapucaias, muriás y otros árboles jamás soñados por la mente europea. En cuanto el navio cruzaba la barra y entraba en la bahía de Guanabara, entre la isla del Gobernador y el Pan de Azúcar, el navegante comenzaba a divisar los barrios de Botafogo, Catete y Gloria, que ya mostraban construcciones llenas de empaque. El mar se iba llenando de pequeñas embarcaciones que salían al encuentro de los vapores, con sus marineros gritando bienvenidas. Entre los oteros del Castillo y San Benito, ya se percibían, al fondo, los tejados del centro de la ciudad, pero lo que más llamaba la atención del recién llegado era la blancura de la arena de las playas.

Todo esto lo veían desde la baranda del combés del Aquitania el detective Sherlock Holmes y el doctor John Hamish Watson. Este vestía terno de lana marrón con chaleco y sombrero de fieltro del mismo color; el detective, por su parte, iba de oscuro, con capa a cuadros color claro y gorro de visera de la misma tela, de esos que en inglés se llaman deer-stalkers, es decir, «cazagamos»; era su atuendo de siempre. Acababan de dar las siete de la mañana, hora que, a tales alturas del invierno, brindaba una temperatura bastante agradable en torno a los veintitrés grados centígrados. Como el barco no atracaba, los pasajeros aguardaban en los botes que iban a llevarlos al muelle. Absorto en el paisaje, e imaginando cómo sería la vida en aquella ciudad, Sherlock no se dio cuenta de que alguien gritaba su nombre desde uno de los botes. Watson tuvo que interrumpir sus meditaciones:

– Holmes, te llaman.

– ¿Quién?

– ¿Y yo qué sé?, alguien.

– ¿Dónde?

– Me parece que es allí, desde ese bote -dijo Watson, señalando a una de las embarcaciones.

Abajo, en el botecillo, Julio Augusto Pereira, marqués de Salles, hacía señas al detective.

El marqués casi no había dormido, y aún se le notaban en el rostro huellas del cansancio de la lúgubre noche anterior. Además, odiaba los barcos, y sólo un encargo del emperador podía sacarle de la cama y lanzarle a tan agotadora navegación. Salles se mantenía en precario equilibrio, pues el bote se mecía al ritmo de las olas. Llevándose ambas manos a la boca a modo de altavoz, volvió a gritar:

– Mister Sherlock Holmes!, I am looking for mister Sherlock Homes!

– Here I am! -respondió el detective agitando los brazos.

El marqués mandó al botero que se acercase más al Aquitania.