– Vengo a recibirle por orden del emperador. Espero que haya tenido usted buen viaje.
– Excelente, muchas gracias.
– Bueno, hable por usted -rezongó Watson, para quien cada minuto del viaje había sido un tormento.
Y, además, como solía decir en tono jocoso, su estómago no tenía pies de marinero. Ni siquiera la receta de medicina casera de tomar por la mañana yemas de huevo batidas con un va- sito de jerez le había salvado de devolver todas sus pantagruélicas comilonas durante la travesía.
– Watson, cuida de que bajen nuestro equipaje. Yo, entre tanto, voy a despedirme del capitán.
Se fue sin esperar a las protestas de Watson, a quien no hacía ninguna gracia que Sherlock Holmes le usase como lacayo, y desapareció por una de las puertas del combés.
El paso del Aquitania hasta el muelle de Pharoux transcurrió sin mayores incidentes. Los equipajes pasaron a un coche, mientras Salles y los dos viajeros se subían al lando del marqués. Pasando por el centro de la ciudad, Watson no pudo menos de admirarse:
– Es curioso, no se ven indios por las calles.
Al marqués de Salles le divirtió la sorpresa del doctor:
– Ni los verá, doctor Watson. Aquí ya estamos casi civilizados -ironizó-. Y, además, los indios son tan libres como la naturaleza, y no sirven para los trabajos domésticos. Para eso tenemos esclavos. En la mayor parte de los casos, los negros funcionan como Dios manda, aunque algunos son muy… muy… -quería decir perezosos, pero no acababa de dar con la palabra inglesa- perezosos… How would I say?, eso, perezosos… How would I say perezosos in English?
– Lazy -sugirió Holmes con la mayor tranquilidad.
La sorpresa de Watson sólo cedió ante la del marqués de Salles:
– ¿Cómo? ¿O sea, que habla usted portugués, señor Sherlock?
– Pues parece ser que sí -respondió Holmes, metiéndose de lleno en la lengua de Camóes.
Watson, que, a pesar de llevar siete años viviendo con el detective, no acababa de acostumbrarse a este tipo de revelaciones, le preguntó, intrigado:
– ¿Y dónde diablos aprendiste a hablar esa lengua?
– Pues en Macao, en China, un año antes de conocerte, Watson. Pasé allí casi seis meses estudiando los misteriosos venenos orientales, y el mejor especialista en esa materia era un hombre de ciencia portugués, Nicolau Travessa.
– No sé quién pueda ser -dijo Watson, no sin cierta irritación.
– No me extraña, Watson. ¿Que tendrá que ver un cirujano de las fuerzas armadas de Su Majestad Británica con la ciencia de los venenos exóticos?
– ¿Y entendía verdaderamente de venenos orientales el tal Nicolau Travessa? -preguntó Salles, llevado de la fascinación que le infundían los asuntos misteriosos y exóticos.
– Travessa era un genio incomprendido. Nació en Lisboa, de familia acomodada, pero su espíritu aventurero no tardó en llevarle a Goa, en la India,.de donde le expulsaron.
– ¿Y por qué? -preguntó el marqués.
– Por experimentar en su propio cuerpo con veneno de la cobra naja. Eso le costó la vista de un ojo, y que se le paralizase la pierna izquierda -explicó, admirativo, Holmes.
– ¿Pero probaba él mismo los venenos? -inquirió Watson, horrorizado.
– Como todos los grandes hombres de ciencia, Travessa convirtió su propio organismo en un laboratorio experimental. De Goa fue a China, donde, durante dos años, probó arsénico, cianuro, carbonato de plomo, estricnina, curare y hasta el conum maculatum, que es un veneno raro que se extrae de un pez japonés. Durante todo el tiempo que estuve en Macao, que fue bastante, aprendí mucho de ese hombre sencillo y aplicado. Es una lástima que la ciencia no le haga justicia.
– ¿Y por dónde anda ahora esa lumbrera de los venenos? -preguntó, perplejo, el marqués de Salles.
– Desgraciadamente murió por haber experimentado en su propio cuerpo con un concentrado de veneno de escorpiones africanos -explicó Sherlock Holmes, emocionado.
A pesar de ser hombre duro, Sherlock Holmes se enternecía siempre que recordaba al sabio lisboeta.
Durante el resto del trayecto Holmes tuvo oportunidad de mostrar al encantado marqués su dominio del idioma. Como lo había aprendido en una colonia portuguesa, lo hablaba con fuerte acento lusitano. El lando se detuvo ante el Hotel Albión, y el cochero, un joven que aún no tendría veinte años, se bajó para ayudar a los señores. Holmes fue el último en bajarse, apoyándose en los brazos del muchacho:
– Muy agradecido, joven. Ya veo que su hermano era tísico, y que murió de tuberculosis galopante hace poco tiempo, créame que lo siento -dedujo Holmes, y, ante el asombro del cochero y de los otros, prosiguió-: Me doy cuenta de lo perplejo que le ha dejado mi deducción, pero le aseguro que es elemental. He visto en su chaqueta una mancha roja de sangre, procedente, sin duda, de una hemoptisis; y también se ve que la ropa que lleva le está muy grande, lo que indica que originariamente fue de otra persona. En las familias poco acomodadas es costumbre que los hermanos menores hereden la ropa de los mayores, de donde resulta evidente que esta chaqueta manchada por un vómito de sangre perteneció a su pobre hermano, víctima reciente de tan terrible enfermedad.
Pasmadísimo, el marqués de Salles se volvió al cochero:
– ¿Son ciertas las afirmaciones del señor Holmes?
– No, señor. Soy hijo único. El chaquetón era de mi tío, que es boticario. Por eso tiene manchas de mercurocromo.
Holmes, que ya estaba en el vestíbulo del hotel, hizo caso omiso de las explicaciones que balbuceaba el joven cochero.
El Hotel Albión no tenía nada que envidiar a su congéneres del viejo mundo. Situado en la calle Fresca, llamada así porque siempre recibía la brisa marina, daba al mar, lo que hacía que sus habitaciones estuviesen bien aireadas el año entero. El suelo de la entrada era de mármol travertino, y en el gran vestíbulo, donde estaba el mostrador de recepción, se veían muebles de estilo, traídos de Francia y tapizados de terciopelo o seda. Espejos florentinos enmarcaban el ambiente, aumentando más aún las dimensiones de la sala. Sobre las mesas, cubiertas con mantelillos de blanquísimo encaje, enormes jarrones de porcelana henchidos de flores tropicales daban al que llegaba al hotel la impresión de estar cruzando el portal del paraíso. A la izquierda de la entrada había una inmensa sala de billares, frecuentada por los señores de la buena sociedad, que se congregaban allí después de su trabajo. A la derecha, el salón del té, donde se servía, además de los más exquisitos tés ingleses, la mejor repostería francesa, y siempre en vajilla de plata y finos servicios de porcelana. En el Hotel Albión todo era de importación, desde la ropa de cama hasta los palillos.
El marqués de Salles se acercó a la recepción acompañado de Holmes, mientras Watson vigilaba el equipaje, que llevaban tres negritos uniformados.
– La corona ha reservado habitaciones para los señores Sherlock Holmes y John Watson -explicó.
Inojozas, el eficiente encargado de la recepción, personaje indispensable en el Hotel Albión, le entregó las llaves. Delgado y muy elegante, de bigote encerado y pelo negro pegado a la cabeza con grandes cantidades de plateada brillantina, no había problema que tan veterano concierge no resolviese. Las propinas que recibía de los clientes agradecidos superaban con mucho el sueldo que cobraba. Se decía que si la propina le merecía la pena, Inojozas era capaz de colocar cinco putitas vírgenes en la cama de cualquier cliente del hotel a pesar de la severa vigilancia del propietario y de la dificultad de encontrar tantas doncellas dedicadas a la prostitución.
– Son las mejores habitaciones del hotel -dijo, haciendo una reverencia, al tiempo que indicaba a otro empleado que acompañase a Holmes y a Watson.
– Lo dudo -objetó Holmes-, las mejores las tendrá algún terrateniente millonario, y el doctor y yo nos tendremos que contentar con lo… how wouldyou say in Portuguese «second best»?