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– Yo diría que es intraducibie. Si necesitan ustedes alguna cosa no tienen más que avisarme. Me llamo Inojozas, y estoy a sus órdenes -respondió el recepcionista en impecable inglés.

– Bueno, señores, les dejaré un momento para que puedan descansar. Tenemos un almuerzo en palacio a la una y media, con madame Sarah Bernhardt. Su Majestad suele almorzar a las once, pero, como su barco llegó con retraso, don Pedro tendrá esa deferencia con ustedes. Sé que el emperador está deseoso de contarle el caso del violín de la baronesa de Avaré, señor Holmes. Pasaré al mediodía a buscarles, porque el palacio de Boa Vista está un poco lejos. Bueno, señor Holmes, señor Watson, ha sido un placer -se despidió el marqués de Salles.

Arrancó una flor de uno de los jarrones, se la puso en el ojal y se dirigió a buen paso hacia su lando.

La mesa estaba puesta para el almuerzo en un invernadero situado en una de las alas de Palacio. Por motivos obvios, eran pocos los comensales: Sarah Bernhardt, Sherlock Holmes, Watson, el emperador, el vizconde de Ibituaçu y el marqués de Salles. Edward Jarrett, el empresario norteamericano de la actriz, también invitado, no había podido asistir, pues los temores de Sarah se habían confirmado: Jarrett tenía la fiebre amarilla. El vizconde de Ibituaçu era viejo amigo del emperador: riquísimo terrateniente del valle del Paraíba poseía una magnífica casona de estilo romano sita en la calle de los Naranjos, en torno a la que se extendía un maravilloso parque. El vizconde pasaba allí varios meses al año. Viejo solterón, este excéntrico hidalgo era muy aficionado a dar fiestas para bohemios y literatos en su palacete de la ciudad, y de ahí venía su amistad con Salles. En los salones de su residencia se veía a gente como Lins de Albuquerque, Bilac, Dermeval da Fonseca, Guimaráes Passos, y muchos más. Don Pedro apreciaba mucho su amistad, ya que, gracias a él, estaba siempre al tanto de lo que pasaba en los bares y los cafés. En cuanto se vieron, Holmes y Sarah Bernhardt rememoraron viejos encuentros:

– Jamás olvidaré su Lady Macbeth de hace dos años, en el Gaiety de Londres. La escena de sonámbula, además de dejar al público alucinado, dejó muertas de envidia a las actrices inglesas.

– Mon cher Holmes, siempre tan amable… -y, dirigiéndose en inglés a Watson-: Y a usted, querido doctor, ¿qué tal le va? Espero que haya tomado en serio mi sugerencia de escribir libros sobre las fantásticas aventuras de su amigo.

– No lo echo en saco roto, madame. Lo que pasa es que nunca hay tiempo.

Don Pedro II, sobria, casi monacalmente vestido de levita negra y guantes blancos, comenzó por disculparse:

– Pido mil perdones por la ausencia de la emperatriz, pero Teresa Cristina no se siente demasiado bien. Si no fuese por su migraine, yo habría ofrecido un gran banquete a mis ilustres invitados.

Todos los presentes sabían de sobra que se trataba de una simple excusa traída por los pelos, y que la razón misma del almuerzo no le gustaba nada a la emperatriz.

La conversación que siguió a estas palabras habría podido tener lugar en la torre de Babel, pues Watson hablaba en inglés, Sarah Bernhardt y Maurice en francés, y el marqués, el vizconde y el emperador en tres idiomas. Holmes, expresándose correctamente en lusitano, parecía más un comerciante portugués que un detective británico.

– Lo voy a pasar muy bien en su tierra, señor -le dijo al monarca.

– Lástima que el motivo de su visita sea profesional -le respondió don Pedro, que quería sacar cuanto antes a relucir el tema del violín.

Tradujo cortésmente a los otros lo que acababa de decir a Holmes, y Sarah Bernhardt aprovechó la oportunidad para elogiar al soberano brasileño.

– Me encantan las gentiles maneras de Vuestra Majestad. Muy distintas, cierto, de las de otro soberano de mis conocidos: Francisco José de Austria, persona detestable. Tuve buena ocasión de comprobar lo intratable y antipático que es con su mujer, la emperatriz Elizabeth, su prima, que se casó con él apenas tenía quince años; es muy afectuosa, y siempre detestó la ridícula etiqueta de la corte de Viena. Desde que fui testigo de su grosera manera de conducirse con su esposa, he rehusado visitar el escenario de no importa qué teatro al que pueda asistir igualmente Francisco José.

Se produjo un incómodo silencio entre los brasileños allí presentes, pues, sin saberlo, Sarah Bernhardt acababa de cometer una tremenda inconveniencia. Don Pedro, hijo de la princesa austríaca Leopoldina, era primo de Francisco José. Menos mal que el emperador mismo se encargó de romper el hielo, cambiando de tema:

– He leído en sus memorias, madame, que hace seis años estuvo usted en América del Norte, donde conoció a la viuda del presidente Lincoln.

– Sí, Majestad. Pero en circunstancias poco placientes -Sarah Bernhardt se volvió a los demás comensales, transforma- (los súbitamente en espectadores-. Imagínense, señores, que yo estaba a bordo del Amérique cuando determiné montar al combés en busca de un poco de aire fresco. Era una mañana muy fría. Mientras iba allí me crucé con una señora de negro que tenía aire de resignación. De repente, una ola inesperada golpeó de tal manera a la nave que las dos caímos al suelo. Yo conseguí agarrarme a la pata de un banco, pero la pobre señora salió lanzada en avant. Me levanté y tuve justo el tiempo de cogerla por la falda, y gracias a eso se salvó la pobre de caer escalera abajo. Le dije: «¡A punto estuvo de morir, madame!», y ella me respondió: «¡Sí, la verdad, lástima que Dios no lo permitiera!», y añadió: «Soy la viuda de Lincoln». Vean qué ironía del destino: su esposo, el presidente, había sido asesinado por Booth, un actor, y yo, una actriz, venía de impedirle reunirse con su amado marido. Me quedé sin coraje para volver a dirigirle la palabra durante el resto de la travesía.

Sarah había narrado el incidente con tal dramatismo que al final sus oyentes casi la aplaudieron. De nuevo tocó al anfitrión la tarea de aliviar la tensión; don Pedro, con tono jovial, observó:

– Espero que a madame Bernhardt y al señor Holmes les guste la comida. Mandé que preparasen un almuerzo con algunos de nuestros platos típicos. Tendremos feijoada y vatapá, así nuestros invitados podrán escoger el que prefieran.

– Merveilleux! ¿Y qué es eso?

A una señal del monarca, varios camareros de librea se acercaron con bandejas. Fue don Pedro quien hizo los honores, señaló primero la feijoada y explicó a continuación, traduciendo sobre la marcha:

– Bueno, aquí están las alubias negras, black beans, haricots noirs, cocidas con varias clases de carne: oreja y pata y lomo de cerdo, carne salada y secada al sol, costilleta, salchichón, lengua de cerdo curada, y otras variedades. La carne y las alubias se sirven con berza, rodajas de naranja, harina de mandioca y arroz blanco. Vamos, una obra de arte.

– ¿Y el otro plato? -preguntó Maurice Bernhardt, con la curiosidad habitual de los franceses por todo lo exótico.

– El otro se llama vatapá, y es una especialidad de Bahía. Manjar delicioso para los que prefieren los frutos del mar, pues se hace con rodajas de pescado, camarón, harina de maíz, cacahuete y leche de coco, y se sazona con cilantro, nuez moscada, jengibre, cebolleta, cebolla, tomate y mucha pimienta de la que aquí llamamos malagueta. Se guisa con aceite de dendé.

– ¿Dendé? -preguntó Holmes, curioso.

– Sí, un pequeño coco indígena que da un aceite bastante excéntrico -explicó, eufemísticamente, el emperador-. El vatapá se sirve con piráo, que aquí también se llama acaçà, o crema blanca, y que se hace con harina de arroz y leche espesa de coco. Un verdadero manjar de dioses. Madame et messieurs, a elegir se ha dicho.

Sarah Bernhardt, más viajada, evitó el vatapá por excesivamente picante y se sirvió un poco de caldo de alubias con arroz. Y Maurice imitó a su madre. Los brasileños picaron de ambos platos, excepto el emperador, que, invocando la autoridad de su médico, se hizo servir una ensalada verde. Sherlock, que, a pesar de su delgadez, era muy comilón, mezcló feijoada y vatapá, regando ambos platos con unas cuantas cucharadas de pimienta malagueta y bastante aceite de dende. El viejo vizconde de Ibituaçu había contraído en Alemania una cierta dolencia, probablemente de origen venéreo, pues recorría todos los consultorios médicos deshaciéndose en improperios contra las mujeres. Esto le forzaba a someterse a un régimen riguroso a base de caldos y gallina. Como era bromista inveterado, decidió divertirse con la voracidad del detective, orientando su apetito: