Выбрать главу

– Querido Sherlock, pruebe usted una costilleta más con pimienta malagueta, se come sola.

– Muchas gracias -masticó Holmes.

– Y una rodaja de pescado. Mire, ésta misma, pero con más dendé. El dendé es excelente para el corazón.

– Muchas gracias -deglutió Holmes.

– Y no olvide el cacahuete del vatapá, es buenísimo para la circulación.

– Muchas gracias -devoró Holmes.

– Repita de lengua de cerdo y de harina de maíz, es lo mejor que hay para la buena digestión.

– Muchas gracias -engulló Holmes.

– Voy a ver si le invito a mi casa para que pruebe el sarapatel, un plato regional de Pernambuco, mi cocinera es del nordeste, y lo hace de maravilla.

– Muchas gracias -eructó discretamente Holmes.

Y siguió comiendo, y siguiendo al pie de la letra los consejos del vizconde. Sólo el doctor Watson, pensativo, no comía. Sus ojos seguían fijos en los suculentos manjares que cubrían la mesa imperial.

– ¿Pero qué es eso, Watson? ¿Es que no vas a comer nada? Pues te advierto que está delicioso -afirmó Holmes entre dos tremendos bocados.

Watson, lleno de dudas, contemplaba las enormes bandejas. Sus recuerdos culinarios del tiempo que había pasado con las fuerzas armadas británicas en la India le habían hecho receloso. Desde entonces evitaba los adobos extraños, y la carne, de cualquier clase que fuese. Respondió, sin apartar los ojos de los platos:

– Es que todavía no sé si prefiero la cosa amarilla o la cosa negra.

– Si me permite usted que le aconseje, doctor, le sugiero las alubias, el arroz y la berza, pero sin las carnes -le dijo el marqués, con la experiencia del que ha sobrevivido a más de mil banquetes.

Y luego, aprovechando un momento en que todos estaban comiendo, le preguntó al detective sobre el caso de las muchachas asesinadas:

– He oído que un comisario de policía nuestro le ha pedido ayuda para un caso difícil que está investigando.

– Sí, por cierto -confirmó Holmes, engullendo un camarón-, Encontré curioso su telegrama, y, como detective que soy, me dejó intrigado lo que me decía sobre el caso en cuestión. Estoy impaciente por dar con él. Naturalmente, sin dejar por ello el motivo principal de mi visita al Brasil -remató, sonriendo al emperador.

Don Pedro respondió a esto:

– Sí, ya sé, ya sé… Por otra parte, si usted pudiese echar una mano a nuestra policía en ese asunto, también le quedaría muy agradecido. A fin de cuentas, una de las víctimas era sobrina de un amigo mío, Vítor Meireles, uno de nuestros mejores pintores.

La comida prosiguió sin más comentarios dignos de atención. De postre hubo fruta, y Holmes asombró a todo el mundo comiendo un abacaxi y dos mangos. Después del café, el coñac y dos puros, el emperador acompañó a sus invitados hasta la puerta.

– Si me lo permiten ustedes, yo pediría al señor Holmes y al doctor Watson que se quedasen un poco más. Me gustaría hablar más detalladamente de nuestro asunto. Luego haré que los lleven al hotel.

Sarah se volvió hacia el detective:

– Pues a rever, señor Holmes. No falte de venir a verme al teatro. Casi me da pena de tener que irme a la Argentina, porque sé que me va a faltar mucho el cálido público brasileño.

– Iré sin falta, madame. Bueno, si tengo tiempo. Estoy seguro de que será, como siempre, una experiencia inolvidable.

Don Pedro se despidió de todos, besó elegantemente la mano a Sarah Bernhardt y se retiró con los dos ingleses.

Los tres se sentaron en un pequeño gabinete de lectura, uno de los rincones favoritos del emperador en el inmenso palacio. Era una salita discretamente amueblada, donde don Pedro guardaba objetos queridos y recuerdos de familia. Delicadas estatuillas antiguas decoraban el ambiente, y cubrían las paredes cuadros de Vítor Meireles, Almeida Júnior y Araújo Porto Alegre. En una de las mesas se veían soldaditos de plomo formados como en la famosa batalla de Tuiuti, de la guerra del Paraguay, en la que había muerto heroicamente el célebre general Sampaio. Holmes encendió su pipa, mientras Watson observaba, intrigado, una amarillenta fotografía en la que don Pedro, rodeado de indios desnudos, llevaba sobre el uniforme de gala un manto bordado, con muceta de papos de tucán.

– ¡Fantástico! -exclamó el doctor.

– ¿Le gusta? Lástima que el daguerrotipo esté ya un poco deslucido.

Holmes se acercó y miró atentamente la fotografía, que estaba enmarcada:

– Menos mal que el daguerrotipo ya es cosa pasada. Gracias al procedimiento coloidal, con una solución de nitrato de celulosa, que fue inventado por mi compatriota Frederick Scott, la fotografía ha entrado, por fin, en los tiempos modernos en los que vivimos -explicó el detective, derramando erudición-. Las fotos nos ayudan mucho a identificar a los delincuentes.

– ¿Me permite Su Majestad que le pregunte el motivo de este daguerrotipo? -preguntó Watson, intrigado.

– Es muy antiguo. Lo llevé a la Exposición de Filadelfia, en 1876, para embellecer el pabellón del Brasil. Parece ser que no quedamos nada mal allí -afirmó, con vanidad, el emperador-, Y fue allí, por cierto, donde conocí…

– A Graham Bell, el inventor del teléfono -le interrumpió Sherlock Holmes.

– ¡Ah!, ¿de modo que conoce esa historia? -preguntó don Pedro, sorprendido.

– Sí, claro, fue el mismo Bell quien me contó lo del teléfono: To be or not to be…

Don Pedro, algo violento, explicó:

– Esta es una injusticia que seguramente me hará la historia. Pero no fui yo, sino Bell, quien dijo la frase de Shakespeare por el teléfono. Y me quedé tan desconcertado al oír con toda claridad la voz de Bell en el auricular, que me puse a repetir, como un insensato: That is the question! To be or not to be, that is the question!, al darme cuenta de que era cierto que el chisme aquél hablaba.

– Su Majestad debe perdonar el que la anécdota se cuente mal -dijo Holmes, volviendo a encender su pipa-. Como decía uno de nuestros grandes políticos, Benjamin Disraeli: «Si la versión del hecho es más pintoresca que el hecho mismo, lo que se cuenta es la versión».

El emperador se sentó en su poltrona favorita e hizo seña a sus invitados de sentarse en un pequeño sofá.

– Sé que estarán ustedes cansados del viaje, de modo que no quiero detenerles más tiempo que el absolutamente necesario. Quiero contarles brevemente el caso del violín. Lo que pasa es que no sé por dónde empezar.

– Pues pruebe a empezar por el principio, Majestad -le forzó Holmes, cruzando sus largas piernas con nonchalance y tirando, al hacerlo, una mesita sobre la que había una pequeña colección de porcelanas de Sévres.

– No se preocupe, no tiene importancia -dijo don Pedro, poniéndose lívido, pero sin pestañear, a pesar de que aquellas piezas eran un regalo de Napoleón a Maria Luisa de Habsburgo y estaban en su familia desde hacía mucho tiempo.

El emperador apartó la vista de aquellos cascos, que habían dejado impávido al inglés, y comenzó su relación:

– Desde los años setenta frecuenta nuestra corte un maravilloso violinista cubano llamado José White. White estudió en París, con maestros como Alard, Reber y Taite. Ganó el primer premio de violín del Conservatorio. A mí me encantó su talento y le tomé bajo mi protección. White fundó aquí, con el pianista Artur Napoleáo, la Sociedad de Conciertos Clásicos, que nos ha proporcionado momentos inolvidables.