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– Espero asistir a algunos de ellos -interrumpió Holmes, cuyo violon d’Ingres era precisamente el violín.

Don Pedro prosiguió, pasando por alto la inconveniente interrupción del inglés:

– Pues, bueno, Antonio Stradivarius hizo su último violín a los noventa y tres años de edad, o sea, poco antes de morir, y ese violín recibe, con razón, el nombre de Canto del Cisne.

– Interesante, yo siempre pensé que su último violín era el Muntz, el que hizo a los noventa y dos años -dijo Holmes, que, a pesar de ser amateur, entendía bastante del asunto.

– Eso es lo que se pensó durante mucho tiempo, hasta 1822, cuando se descubrió el Canto del Cisne, que data de 1737. Es admirable que Stradivarius consiguiese crear a esa edad tan perfecto equilibrio formal entre todas las partes del instru- mento. La fuerte y amplia sonoridad de ese violín es verdaderamente increíble. Lo único que se nota, y es conmovedor, pues se debió al temblor de sus viejos dedos, son las cinceladuras, algo vacilantes, de las dos aberturas en forma de ff que forman el sistema acústico de la parte superior de la caja. Esta última obra del gran maestro fue a parar a manos de un tal profesor Bertuzzi, de Milán, y en 1840 el Canto del Cisne se vendió en París y lo adquirió el comerciante Jean-Baptiste Vuillaume. Cuarenta años más tarde el famoso violín estaba en manos de un violinista, el francés Claude Miremont. En fin, resumiendo, después de pasar por otras manos, el Canto del Cisne se subastó en el Hotel Drouot, de París, donde quedó en poder de la Maison Gand -aquí don Pedro hizo una pausa y se escanció vino de madeira en un precioso vaso-. Bueno, espero no estar aburriéndoles -añadió, notando un conato de bostezo disimulado a tiempo por el detective.

– No, no, todo lo contrario, como músico me interesan muchísimo sus datos -dijo Holmes, descruzando cuidadosamente las piernas.

El emperador prosiguió:

– Hacía ya tiempo que mi amiga Maria Luisa Catarina de Al- buquerque, baronesa de Avaré, me había dicho que le gustaría tener un Stradivarius, y usted sabe muy bien lo que son los caprichos femeninos. A las mujeres, cuando se les mete algo en la cabeza, no hay quien se lo saque.

– Y tanto que lo sé, por eso sigo soltero -asintió Holmes.

Don Pedro tomó otro sorbo de madeira y reanudó su relato:

– Pues bien, preparé un plan con mi protege, José White. Le adelanté los veinte mil francos que costaba el violín y le mandé a París a comprarlo como si fuese para él; a su regreso aquí, mi querido violinista me entregó el Stradivarius sin que nadie se enterase, quedándose él con una imitación perfecta, fabricada en secreto por una familia de luthiers de Santa Catarina que son descendientes de alemanes y hacen unos instrumentos extraordinarios. Así fue como pude regalar, reservadamente, por supuesto, ese Stradivarius a la baronesa. Como una seda. El capricho de Maria Luisa quedó satisfecho. Tout est bien qui finit bien.

– Bueno, lo malo es que alguien fue y robó inesperadamente el famoso Canto del Cisne.

– Justo -remató don Pedro II, con la frente empapada en sudor.

Sherlock se levantó y se puso a dar vueltas a largos pasos por la salita, aprensivamente vigilado por el emperador, que temía por el resto de sus porcelanas.

– Ante todo -declaró el detective- querría expresar a Vuestra Majestad cuánto admiro esta actitud suya de protector de las artes. Yo ya conocía el talento musical de los brasileños, pues he tenido la oportunidad de asistir al estreno de El guaraní en la Scala de Milán. No tenía entonces más de dieciséis años, pero, así y todo, recuerdo esa velada como si fuese hoy. Era sábado y lloviznaba.

El emperador casi derramó su botella de vino de Madeira:

– ¡No me diga, señor Holmes! ¡Pero qué extraordinaria coincidencia! ¿Entones conoció usted allí a Carlos Gomes?

– Bueno, sí, a distancia, desde mi butaca. Yo estaba allí con mis padres, que eran muy amigos del maestro Terziani. Al final del espectáculo fuimos a felicitar al maestro entre bastidores. Yo estaba absolutamente fascinado. Era mi primer viaje a Italia, y mi primera ópera. Le contaré un secreto, emperador: fue El guaraní lo que despertó en mí la pasión por la música.

– ¡Fantástico! -exclamó, boquiabierto, don Pedro.

– En fin, volviendo al violín. Pienso que es hora de que hablemos un poco con la baronesa Maria Luisa. Quiero saber cómo desapareció exactamente ese violín.

– Nada más fácil. Le diré a mi cochero particular que los lleve a su residencia. Además, ella los espera -dijo el emperador-, Pero le advierto que no cuente con que la baronesa le ayude mucho, porque le diré, entre nosotros, que Maria Luisa es una enfant gáté. Su marido, el viejo barón de Avaré, no hacía más que su santa voluntad. Y el violín ese sólo era un juguete para ella. Lamentó su pérdida, claro, pero su linda cabecita lo ha sustituido ya por otras diversiones. Ahora, si me lo permiten, tengo ciertos compromisos que no pueden esperar -cerró el soberano, levantándose para acompañar a Holmes a la puerta.

– Vámonos, Watson -dijo el detective.

El doctor, que dormitaba tranquilamente, se despertó, sobresaltado.

– ¡Sí, hum, claro…!, muy interesante la historia del daguerrotipo -tartamudeó, revelando, sin querer, el momento de la conversación en el que le había dominado el sueño.

Holmes se despidió del monarca:

– Espero que mis investigaciones se vean coronadas por el éxito. Entretanto sólo me queda agradecer a Vuestra Majestad el maravilloso almuerzo. Son verdaderamente mágicos los platos con los que nos ha obsequiado. Me siento liviano como una pluma.

Saludó al emperador haciendo una elegante reverencia con el cazagamos, y su capa, al revolotear, tiró al suelo un precioso jarrón de la Compañía de las Indias Occidentales que adornaba la sala. Con una agilidad increíble en un hombre de sesenta y un años, don Pedro ejecutó un vuelo en picado de lo más felino, cogiendo en el aire aquella joya antes de que pudiera hacerse añicos contra el suelo de mármol.

Holmes, cruzando el umbral del palacio en dirección a su coche, no pudo ver al emperador del Brasil caído cuan largo era sobre el suelo del zaguán.

El esclavo de librea entró en la sala de música donde Maria Luisa Catarina de Albuquerque, baronesa de Avaré, pasaba distraídamente los dedos por el teclado del clavicordio que había sido de la familia de su difunto marido.

– Hay dos hombres ahí afuera, quieren hablar con la señora.

– ¿Y qué es lo que quieren?

– Pues no lo sé, señora. Lo único que sé es que uno habla un idioma muy raro y el otro es portugués. El portugués no hace más que decirme: «Soy homem», «soy homem»; bueno, que es homem no hay más que verlo.

La baronesa se dio cuenta inmediatamente de que el homem era «Holmes», de modo que hizo seña al criado de que les hiciese pasar.

A pesar de la grandiosidad de la casona, con sus jardines y sus cascadas, lo que más llamó la atención del detective y el doctor fue la belleza de Maria Luisa. No esperaba Holmes encontrar en el Brasil ojos tan azules y cabellera tan rubia. Además, la baronesa llevaba un vestido beige escotado que acentuaba la generosa curva de sus senos. Holmes se acercó a ella, le besó la punta de los dedos y presentó al doctor Watson. Mientras éste admiraba la vista que se descubría desde el pequeño balcón, Sherlock y la baronesa se sentaron en un confidente.

– ¿Les apetece un café? Está recién molido. Y, mire, estos dulces de batata son de Castelóes, una de nuestras mejores confiterías -explicó la baronesa, señalando una mesa cubierta de golosinas.

Watson rehusó desde el balcón, pero Sherlock, que nunca rehusaba nada de comer, se sirvió dulces y café.

– Sin duda sabe usted, baronesa, el motivo de nuestra visita -dijo Holmes, tomando un sorbito de café.

– Sí, el emperador me ha informado de su llegada. Lo que pasa es que no sé cómo voy a poder ayudarle en su investigación.