Выбрать главу

– Sí que puede, baronesa. Le sorprendería la de pequeños detalles que suelen pasar inadvertidos a ojos de los legos, y, sin embargo, pueden tener importancia para el que les aplica la lupa de la deducción. Por ejemplo: puedo afirmar que usted, baronesa, es viuda, que su marido tenía una apreciable fortuna, que murió como consecuencia de un accidente de caza, que estaba cazando a orillas de un río, que era bastante mayor que usted, y que, al morir, le dejó todos sus bienes.

Maria Luisa, atónita, casi dejó caer su taza de café.

– ¡Pero es increíble! ¿Y cómo ha deducido usted todo eso?

– Pues leyéndolo en el Almanaque Nobiliario Brasileño que vi en el hotel.

Repuesta del susto, la baronesa cogió de un plato una almendra confitada y preguntó:

– Bueno, ¿y de qué manera puedo serle útil en sus investigaciones, señor Holmes?

– Quiero saber exactamente de dónde desapareció el violín -dijo Holmes, comiéndose otro dulce de batata.

– No fue en esta casa. Me di cuenta de que una de las clavijas del instrumento estaba floja, lo que hacía difícil afinarlo. Le dije entonces a uno de mis criados que lo llevase a la tienda llamada A Viola d’Ouro, de un maestro italiano que lleva años en Río de Janeiro.

– ¿Y cómo se llama ese señor?

– Giacomo Peruggio. Es una persona de la máxima confianza. Y de violines lo sabe todo. Además de ser un artesano estupendo, Peruggio es un excelente violinista. A veces toca en el Club Mozart, un lugar frecuentado por nuestro emperador.

– ¿Puedo hablar con el criado que llevó ese instrumento a la tienda?

La baronesa tocó una campanilla y mandó avisar al criado en cuestión. A los pocos minutos apareció en la sala un negro con botas grandes y casaca roja. Tenía en la mano un sombrero de copa y dijo, con voz de bajo profundo:

– ¿Llamó la señora?

A Holmes y a Watson les espantó la enorme figura que llenaba el quicio de la puerta. El negro, de unos cuarenta años, tendría casi dos metros de altura, y la casaca holgada no conseguía ocultar los potentes músculos de aquel hombre. Tenía la cabeza rapada y una cicatriz que le cruzaba desde el ojo izquierdo hasta la comisura de los labios, dándole un aspecto de lo más aterrador. La baronesa hizo las presentaciones.

– Este es Mukumbe. Mi ángel de la guarda. Fue esclavo de mi padre, pero ahora es hombre libre, pues lo manumití en cuanto murió mi padre. Mukumbe es mi factótum. Cochero, mayordomo, recadero y guardaespaldas. No sé bien por qué, pero, la verdad, me siento muy segura en su compañía -dijo, riendo, la baronesa.

El negro abrió la boca, mostrando una sonrisa llena de dientes blancos, su rostro se volvió dulce como el de un niño pequeño.

– Mukumbe, éste es el señor Holmes, y ése de allí es su amigo, el doctor Watson. Quieren hacerte algunas preguntas sobre el violín.

– Muy bien, señora.

Holmes se acercó al gigante:

– Sólo quería saber si notó usted que le seguía alguien cuando fue a la tienda a arreglarlo.

– No, señor. Nadie, ni hombre ni fantasma me sigue a mí cuando voy por la calle.

– Sí, desde luego, le creo -murmuró Holmes-. ¿Tiene usted la seguridad de que el violín estaba en la caja?

– Sí, señor, la tengo. Vi a la señora guardarlo en ella antes de entregármelo. Fue después de que tocaran un valsito aquí mismo, en esta sala.

– Se me olvidaba decirle que Mukumbe es también un estupendo pianista. Toca el clavicordio y el órgano cuando hay misa en la capilla de esta casa.

A Holmes casi se le atascó el quinto dulce de batata. Wat- son, que seguía la conversación desde el balcón, sin entenderla, preguntó:

– ¿Qué te pasa Holmes?

– El nubio toca el piano -tradujo el detective, estupefacto.

– Y también hablo inglés -remató el negro Mukumbe, con notable acento londinense.

– Es cierto -confirmó la baronesa-. Cuando mi difunto padre me mandó a estudiar a Inglaterra, insistió en que Mukumbe me acompañase como chapetón.

– Y, además, no soy nubio. Mi familia vino aquí del Congo. Mi padre era un rey de la nación yoruba, cayó prisionero de los zingala, que le vendieron a los portugueses.

– ¿Y qué tipo de música toca usted? -preguntó Holmes, volviendo al tema que le interesaba.

– Depende. En la capilla, naturalmente, música sacra. Pero cuando toco con mi señora, valses y polcas. Pero lo que a mí me gusta son maxixes y sambas.

– ¿Maxixes?, ¿sambas?

– Son bailes de corro procedentes de Angola. Si la señora me lo permite puedo mostrárselo al señor -Mukumbe miró a la baronesa como pidiendo su asentimiento.

– Claro que sí, Mukumbe. Aunque el clavicordio no es lo más apropiado. No entretengas mucho al señor Holmes, que está muy ocupado.

El gigante, sin dar tiempo a Maria Luisa de terminar lo que estaba diciendo, se sentó al instrumento y se puso a improvisar. El ritmo era cautivador. Las manos enormes de Mukumbe corrían como arañas por el teclado. Holmes, sin darse cuenta de lo que hacía, se puso a seguir el ritmo con su pipa sobre una consola Luis XV que estaba junto al clavicordio. Mukumbe terminó ejecutando un pequeño choro de Ernesto Nazareth.

– Lástima que me dejase el violín en el hotel. Me habría encantado aprender esos ritmos nuevos -dijo el detective, cuyo acompañamiento ya había dejado marca indeleble en la consola.

– Estoy segura de que no le faltarán oportunidades -le aseguró la baronesa, levantándose-. Y ahora, si no tienen más preguntas que hacerme, les ruego que me permitan retirarme. Tengo clase de equitación dentro de unos instantes. Mukumbe los acompañará hasta la puerta y, si lo desean, puede llevarles a A Viola d’Ouro en uno de mis coches.

– Le quedo muy agradecido, baronesa. Mañana sin falta iré a ver al italiano. Adiós.

– Muchas gracias -dijo el doctor Watson, pronunciando con fuerte acento las únicas palabras que sabía en portugués.

10

El execra los kioscos. Esos tenderetes de madera tosca proliferan por toda la ciudad, como monumentos a la inmundicia y al pecado. Pequeñas torres fétidas que ensucian las calles. Y odia, con más intensidad todavía, el kiosco que se ve desde la ventana de su cuarto. Muchas veces, al anochecer, como en este momento, se pasa horas asomado, con las luces apagadas, viendo a los transeúntes que, como animales sedientos, van a enfangarse en torno a esa sentina de vicio. El abomina del suelo que rodea al kiosco, le irrita el fango formado por la saliva espesa de la gentuza que se congrega en torno al pútrido tenderete, escupiendo y bebiendo aguardiente barato. Bebiendo y escupiendo acaban por formar una alfombra viscosa en torno a la cloaca. Y odia a los borrachos decadentes que ven en el kiosco un oasis en medio de un espejismo etílico. Detesta a los tenderos mediocres que van a comprar billetes de la lotería, como si el beso del gordo pudiese transformarlos, de sapos que son, en príncipes. Pero su repugnancia más intensa la reserva para los que van a comprar tarjetas pornográficas. Hay obscenidades de todos los tipos. Mujeres desnudas con el sexo abierto, con una sonrisa estúpida en los labios, mujeres echadas con enormes perros que tienen la cabezota metida entre sus muslos. Mujeres frotándose contra grandes falos de madera, y hasta mujeres con mujeres. Y siempre riendo. La misma risa idiota y pervertida. Putas. Putas todas ellas. El piensa de nuevo en la chica de la fuente pública. ¿De modo que era camarera de paludo f Vaya, qué pena, pero la cosa era que estaba en la calle a aquella hora. Y si estaba en la calle, puta tenía que ser. Puta, requeteputa. ¿No es cierto que todas son putas en el fondo de su alma? Vuelve a mirar al kiosco. Como queriendo salirse de sus límites, una mujer entra y se apoya sobre el mostrador. Es una mulata clara, blanca casi. El vislumbra su rostro de rasgos finos, delineado por la luz de la calle, y le espanta su belleza de muchacha. La joven suelta una carcajada ante algo que acaba de decirle el dueño del kiosco. Sin duda es una proposición infame. La carcajada hiere sus oídos como la hoja de un cuchillo. Una puta más. La ve alejarse, llevando una botella de leche. Y él sale rápidamente a la calle, en pos de su presa.