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Holmes despertó entre un estrépito de explosiones de granadas. Pensó que sería un grupo de revoltosos que trataban de derrocar el régimen. Se levantó, y, cruzando el cuarto, vacilante de sueño, entreabrió la puerta que comunicaba con la alcoba de Watson. Vio a su amigo, que tenía el sueño ligero propio de los médicos, profundamente dormido. Entretanto, tiros y explosiones crecían en intensidad. Se acercó a la ventana. La calle seguía tranquila y desierta a aquella hora. Y fue entonces cuando, de pronto, comprendió que no eran granadas. Las explosiones que se oían llegaban directamente de su propio abdomen. Era el dendé que empezaba, por fin, a hacer de las suyas en su interior. El detective comenzaba a sentir las consecuencias devastadoras de los camarones, de la lengua de cerdo, de la pimienta, de los cacahuetes, de los dulces. Sintió un súbito dolor, sutil y agudo, nacerle en las entrañas. Para entonces ya estaba sudando abundantemente. Abrió la puerta del cuarto y fue a toda prisa en dirección al cuarto de baño.

Minutos después, parcialmente restablecido, se volvió a su cuarto. Se sentía deprimido, pero no quería despertar al doctor Watson por causa de una ligera indisposición digestiva. Bebió un trago de agua y se notó mejor. Al diablo el sueño. Decidió salir a dar una vuelta para tomar el fresco nocturno. Se puso pantalones sobre el camisón de dormir, se encajó el cazagamos, se echó sobre los hombros la capa y salió del cuarto con gran sigilo, para no despertar al doctor. Al salir del hotel lo primero que hizo fue respirar hondo, y, no sintiéndose aún bien del todo, bajó a buen paso por la calle Fresca en dirección a Santa Lucía. El aire marítimo le sentaba muy bien. Y la larga caminata, también. Acostumbrado a recorrer durante horas las calles de Londres, no se dio cuenta de que se había alejado bastante del hotel. Al cabo de algún tiempo, llegó a la calleja del Campo de los Frailes, en la esquina del Paseo. Allí se detuvo al pie de una farola de gas y, aliviado, encendió la pipa. Se apoyó en el poste de la farola y exhaló una larga bocanada.

La muchacha estaba exhausta. Había hecho dos funciones seguidas de la revista A mulher-homem. Su papel era pequeño, casi de simple corista, pero Oscar Pederneiras, que la había visto en escena, se quedó encantado de su vitalidad y acababa de prometerle un buen papel en Zé Caipora, con el actor Machado, en la próxima temporada del Teatro Príncipe Imperial. Era muy joven todavía, y los papeles principales podían esperar. Después del teatro había pasado por el kiosco del señor Isidoro, en la calle de Lavradio, junto a la de Bernardo de Vasconcelos, para comprar una botella de leche, que le gustaba beber caliente en su casa, a solas, antes de dormir. Como siempre, el portugués le había gastado algunas chanzas pesadas. A la joven mulata le hacían gracia esas tonterías inofensivas que le repetía siempre que la veía, como si fuese un ritual de fin de jornada. Y ahora, la muchacha iba distraída por la calle Nueva de los Arcos, sin notar una figura casi transparente de puro pálida que la seguía furtivamente. En cuanto dobló la calle del Vizconde de Maranguape, el desconocido la atacó. Cubierto por su inmensa capa negra, parecía un gigantesco murciélago abalanzándose sobre una mosca.

Esta vez, sin embargo, el azar favoreció a la res y no al cazador. Cuando el verdugo de negro se vio junto a su víctima, se le resbaló un pie en un adoquín suelto y perdió el equilibrio. La joven se volvió rápidamente, con agilidad aprendida en el teatro, y le tiró a la cara la botella de leche. Luego echó a correr, pidiendo socorro.

Holmes, desde la otra esquina, salió como un rayo en su dirección. Cogió a la moza aterrorizada y la apretó contra su pecho. Ella seguía gritando, señalando al bulto negro.

– ¡Allí, ¡allí!, ¡un hombre!, ¡quiso matarme!, ¡socorro!, ¡socorro! -gritaba, despavorida.

El detective vio que el agresor aún empuñaba un largo puñal. De lejos no podía distinguir sus facciones. Le dijo a la mulata:

– ¡No se mueva de aquí!

El otro ya había dado media vuelta y corría calle arriba. Holmes salió disparado detrás de él. Algunos curiosos comenzaban a encender luces y a salir de casas del otro extremo de la calle. El asesino se detuvo en seco. Miró a Sherlock, que se acercaba. Se vio acorralado entre el detective y los hombres que venían hacia él. Se volvió hacia la primera casa que vio y, con la punta de su puñal, forzó la cerradura del pesado portón, desapareciendo acto seguido edificio adentro. Era la Biblioteca Nacional.

Con más de cien mil volúmenes distribuidos en cuarenta y dos salas, la Biblioteca Nacional era uno de los orgullos del emperador. Holmes se detuvo a la entrada. El aire olía a moho. Oyó los pasos del monstruo contra el suelo de piedra. Gritó:

– ¡Soy Sherlock Holmes!, ¡pare o disparo!

Esto era puro farol, porque se había dejado el revólver en el hotel. El asesino no le hizo caso.

Sin vacilar, Holmes salió en su búsqueda. Pasó entre el nicho donde reposaba el busto en mármol blanco de don Juan VI y vio a lo lejos un bulto negro huyendo furtivamente por el tercer salón de lectura, que albergaba los cuarenta y cinco mil volúmenes clasificados de la sección teológica. El detective corría sin prudencia, y este ímpetu estuvo a punto de costarle la vida, porque, al cruzar el arco que dividía la sala, casi se le cayó encima un inmenso estante que el perseguido había intentado derribar sobre su cabeza. Se desvió por puro reflejo, y el suelo quedó sembrado de obras de gran valor, como las biblias políglotas de Ximenes y Arias Montano. Tuvo tiempo de ver al demente enloquecido cruzar la sección de clásicos griegos y latinos, atravesar la de ciencias morales y subir por una escalerita de caracol. Sherlock cruzó como un rayo el espacio que le separaba de la escalera. Subió los escalones de tres en tres. Al llegar casi a la cima, la fiera acorralada abrió la puerta de los retretes, y, sin detenerse un instante, se tiró por la ventana que daba al fondo del edificio, dejando a su paso un rastro de cristales rotos. Holmes, que estaba a punto de cogerle, se dispuso a saltar también a través de la ventana medio descristalada, es decir, por el mismo camino, pero el espectáculo del retrete de porcelana francesa decorada con ramos de rosas rojas entrelazadas le produjo súbitamente un violento cólico. Vaciló un instante entre tirarse por la ventana o sentarse en el retrete, y acabó desabrochándose los pantalones y cediendo a sus imperiosas urgencias naturales. El detective se quedó allí, mortificado, en plena madrugada. El dendé había conseguido lo que nadie hasta entonces, ni siquiera su archienemigo el doctor Moriarty: parar en seco a Sherlock Holmes.

La mulata se llamaba Anna Candelária. Hija natural de una lavandera mestiza, había sido criada en Itaguaí, cerca de Río, por el padre Marcial Fiúza, a quien las viejas del pueblo, siempre maliciosas, solían acusar de ser padre por partida doble, o sea, también de la niña. Pero sólo porque el padre Marcial, pernambucano descendiente de holandeses, tenía el pelo muy rubio y los ojos verdes, y los ojos de Anna Candelária, por una de esas ironías del destino, eran del mismo color verde esmeralda que los suyos; pura coincidencia, probablemente, pero, para las beatas chismosas, prueba concluyente.

El padre Marcial tenía una costumbre que los vecinos de Itaguaí no sabían apreciar. Los domingos, después de misa, se daba un paseo por la plaza de la iglesia y, metiéndose las manos por los bolsillos de la sotana, se ponía a rascarse las ingles; después se llevaba con disimulo los dedos a la nariz y balbucía, extasiado: «¡Está como nunca!, ¡qué delicia!, ¡hoy está como nunca!». Eran las mismas manos que luego daba a besar a los transeúntes que iban a pedirle la bendición: «Dios te bendiga, hija mía…, oh, qué delicia…». Y seguía oliendo y bendiciendo a ojos de todos.