Выбрать главу

Al cumplir los quince años, Anna Candelária se escapó a Río de Janeiro con un buhonero que pasaba por el pueblo. Y ahora, a los veintidós años, viviendo sola en un cuartito de alquiler de la calle de las Marrecas, sintió por primera vez añoranzas de Itaguaí, donde su vida nunca había corrido peligro. Aquí en cambio, de no haber sido por aquel hombre alto de acento portugués, ya estaría muerta. Desde luego, no esperó a la vuelta de su salvador. Como la profesión de artista de teatro se confundía entonces con la de prostituta, Anna Candelária no quería líos con la policía. Sentada en la cama, con el corazón latiéndole aún agitadamente, volvió a pensar en el hombre alto del gracioso gorro cuadriculado. Quizás hubiese debido esperarle. Era atractivo aquel hombre alto, de faciones angulosas, como talladas a golpes de gubia. No es que fuese, digamos, guapo, pero sí muy atractivo. Y, además, le había salvado la vida. Anna Candelária suspiró, se echó y se arropó bien: «De nada vale pensar en lo que pudo haber sido y no fue», pensó, acordándose de pronto de la botella de leche que le había tirado a la cara al asesino. Apagó la lamparilla y pocos minutos después dormía el sueño tranquilo de los ángeles y de las hijas de cura.

La tienda del italiano estaba en la calle de los Orfebres. A pesar de ser lugar tradicionalmente acotado para joyeros, Giacomo Peruggio, su propietario, había escogido esa calle porque pensaba que su actividad también participaba de la orfebrería. Natural de Cremona, cuna de los Amati, donde nacieron los violinistas más famosos del mundo, Giacomo Peruggio emigró al Brasil en 1866, el mismo día en que cumplía los treinta años. Su verdadera meta era América del Norte, pero, al llegar al puerto y ver que la nave que zarpaba iba al continente sur, no vaciló: embarcó sin más con su mujer y su menguado equipaje. Giacomo siempre había solucionado sus problemas de esta forma: por ejemplo, cuando decidió casarse, hizo la corte a una chica durante cinco años, y, finalmente, fue a pedir su mano; el padre, que era un pequeño labrador, fue tajante:

– Mire usted, en mi familia la gente se casa por orden de edad. Primero las mayores, después las más jóvenes.

– De acuerdo. Me caso con la mayor.

Y se casó con una chica a la que veía por primera vez aquel mismo día.

En A Viola d’Ouro se vendía y se reparaba toda clase de instrumentos de cuerda, pero la pasión de Peruggio eran los violines. Además de haber aprendido su oficio en la tierra de los Stradivarius, en una tiendecilla cerca de la casa donde había nacido el gran maestro, Giacomo era también pasable instrumentista, y, cada vez que tenía una oportunidad, participaba con su violín en los conciertos que daban las diversas sociedades musicales de la ciudad. Además, como era muy rubio, de pelo largo y revuelto, Giacomo Peruggio tenía más aire de virtuoso que de artesano.

Aquella tarde Peruggio estaba asomado al balcón del fondo de su tienda, examinando las cuerdas que acababa de entregarle el comisario Mello Pimenta.

– No tengo la menor duda -dijo, con su acento italiano-, son cuerdas de violín. El sol y el mi. La primera y la última.

– ¿Está completamente seguro? -preguntó Pimenta, molesto aún de que Chiquinha Gonzaga hubiese resuelto su acertijo.

– Completamente, comisario. Conozco estas cosas mejor que la palma de mi mano. Mire, son cuerdas muy finas, hechas de tripa, muy distintas en textura y longitud de las cuerdas de vihuela o de mandolina o de viola. Y son de excelente calidad. ¿Me permite que le pregunte dónde las encontró?

– Permitírselo, se lo permito, lo que pasa es que no le puedo contestar. Forman parte de una investigación secreta.

– Ah, pues entonces será que están relacionadas con el caso de las chicas asesinadas -dijo el luthier, demostrando así que en Río de Janeiro no había nada verdaderamente secreto.

– ¿Ha venido aquí alguien últimamente a comprar cuerdas con las que sustituir a éstas?

– No, comisario. De haber venido, es seguro que me acordaría. Aunque no sea más que porque conozco a todos los violinistas de la ciudad.

– Mire, si viniese alguien por aquí buscando cuerdas de éstas, no olvide avisarme.

El comisario le pidió a Peruggio que le devolviese las dos cuerdas. Ya se disponía a salir cuando entró en la tienda Sherlock Holmes, con aire deprimido y acompañado del doctor Watson. En vez de pipa, el detective llevaba en la mano un coco verde del que tomaba largos sorbos. La leche de coco se la había aconsejado Inojozas, el recepcionista del hotel, como óptimo remedio para su indisposición gástrica de la víspera. Watson, por su parte, había insistido en que Holmes tomase un poco de tintura de opio alcanforado, pero el detective prefirió el más exótico de los dos remedios.

– El comisario Pimenta, supongo -dijo Sherlock.

Pimenta se sorprendió mucho:

– ¿Cómo sabe quién soy?

– Estuve en la comisaría preguntando por usted, y me dijeron que le encontraría aquí. Soy Sherlock Holmes, y este señor es mi amigo, el doctor Watson.

– ¡Ah!, ¿de modo que usted es el famoso detective inglés? Hoy mismo tenía pensado ir a buscarle a su hotel. Espero que recibiera mi telegrama -dijo Pimenta, extrañado de que Sherlock se expresase en portugués-. No sabía yo que ustedes hablasen nuestro idioma.

Watson, que no entendía una palabra, guardó silencio.

– Sólo yo -respondió el detective-. El doctor Watson no entiende nada de lo que está diciendo usted.

– Me alegro muchísimo de verle. Necesito mucho su ayuda. Imagínese que…

Holmes interrumpió al comisario:

– Permítame un segundo, haga el favor. Antes he de tener una breve conversación con el señor Giacomo -añadió, dirigiéndose al italiano.

Peruggio no cabía en sí de contento. No se le presentaba todos los días una oportunidad así de participar en asunto tan palpitante. Asesinatos, robo de un Stradivarius, cuerdas misteriosas. Y todo ello debatido en su tienda. En aquel momento bendijo el día en que había cambiado de barco.

– Señor Holmes, estoy a su disposición.

– Me gustaría que me explicase cómo robaron de aquí el violín de la señora baronesa -dijo el inglés.

– Fue un descuido mío, señor Holmes, un descuido mío -se lamentó Giacomo-. Yo había dejado el instrumento sobre mi mesa de trabajo, en la trastienda, y, cuando fui a buscarlo a la mañana siguiente, pues ya no lo encontré. Y la ventana del taller estaba forzada.

– Si me lo permite, le diría que no entiendo cómo pudo usted dejar un violín tan precioso al alcance de cualquier ratero.

– Señor Holmes, sé muy bien que aquí se roba todo: comida, zapatos, ropa, hasta bandurrias, si se tercia, pero jamás se me pasó por la imaginación que estos analfabetos fuesen a robar un violín -declaró el italiano.

Explicación que no convenció ni a Holmes ni a Pimenta.

– Si quiere que le diga la verdad, me parece que su descuido ha desagradado mucho a la baronesa, y, por supuesto, también al emperador -respondió Sherlock secamente.

Giacomo comenzó a darse cuenta de hasta qué punto podría perjudicarle su negligencia. Le encantaba exhibirse ante don Pedro, tocando su violín en los clubs musicales y en los conciertos de la calle de la Gloria. Se echó a llorar y a temblar exageradamente.

– ¡Ay, Dios mío, Dios mío…, la baronesa no me lo perdonará jamás! ¡Qué va a ser de mí!

Y, como buen italiano que era, se puso a golpearse la cabeza contra la pared.

Watson, que seguía sin entender nada de lo que se estaba diciendo, abrió su maletín, cogió un frasquito y se arrojó sobre Peruggio, gritando:

– ¡Cielos!, ¡es malaria!, ¡rápido, Holmes, échame una mano con la quinina esta! -y, antes de que nadie pudiese impedírselo, le metió al infeliz por la garganta todo el contenido del frasquito-. Esta es la razón de que, cuando estoy en los trópicos, jamás me separe, lo que se dice ni un minuto, de mi maletín.