– Watson, lamento tener que informarle de que lo que tenía este pobre italiano no era más que un ataque de nervios, cosa, por otra parte, muy corriente entre la gente de origen latino -explicó Holmes.
– Bueno, a mí nadie me dijo que era italiano -se quejó Watson malhumorado, cerrando su maletín-, ¿O es que piensan que tengo que entender yo este idioma de cafres?
Sherlock reanudó el interrogatorio:
– ¿Tiene usted idea de quién pudo robar el violín?
– Nada, lo que se dice nada -respondió Giacomo, escupiendo el sabor amargo de la quinina.
– ¿A qué hora lo robaron?
– De seguro no lo sé, pero tuvo que ser entre las ocho de la noche y las ocho de la mañana.
– Me gustaría examinar el sitio de donde lo robaron -dijo el detective.
Peruggio acompañó a todos hasta el pequeño taller que había instalado en el fondo de la tienda. Holmes sacó una lupa del bolsillo de la chaqueta y se puso a estudiar minuciosamente la mesa de trabajo. Watson, que ya conocía los métodos de su amigo, se mantuvo indiferente, pero Pimenta seguía, como hipnotizado, cada movimiento del detective. Después de la mesa de trabajo, Holmes pasó a examinar la ventana. Sujeto a un clavo cuya cabeza sobresalía algo del alféizar, había un pedacito diminuto de tela oscura. Sherlock lo cogió cuidadosamente, sujetándolo bien entre el índice y el pulgar.
– Curioso, curiosísimo -dijo, acercándose la lente a los dedos.
– ¿Pues qué es? ¿Encontró algo sospechoso en ese trapito? -le preguntó Pimenta, electrizado.
– No, es en mi uña donde lo encontré. Debe de ser una astillita del coco -dijo el detective, dejando a un lado el trapito rasgado y chupándose la punta del dedo.
Sherlock examinó con gran minuciosidad el resto del cuarto sin encontrar nada interesante. Volviendo al interior de la tienda, él y Pimenta se despidieron de Peruggio. Watson, todavía violento, apretó también la mano del italiano, gritándole:
– ¡Bueno, me alegro mucho de que no sea malaria! ¡Para esas crisis nerviosas lo que yo recomiendo es agua de melisa!
Tenía esa certeza, muy propia de los británicos, de que, hablándoles bastante alto, todos los habitantes del planeta entendían forzosamente el inglés.
Pimenta iba a empezar a decir algo, cuando le interrumpió el ruido que hizo al entrar un negro gigantesco, arrancando casi la puerta de sus goznes. Iba a sacar el revolver del bolsillo, pero Holmes le tranquilizó:
– Tranquilo, comisario. Éste es Mukumbe. Trabaja para la señora baronesa. Y está a mi disposición.
– Un recadero vino a avisarme de que el marqués de Salles está en el Café de Amorim y tiene el gusto de invitar a los señores a tomar algo -informó Mukumbe, impasible.
– Si no hay inconveniente, me gustaría hablar con el señor Holmes de un caso que estoy investigando ahora -dijo a su vez Mello Pimenta, guardándose el revólver.
– Pues entonces venga al café con nosotros -le invitó Holmes-, Si las costumbres de aquí son como las de Londres, supongo que las mesas de los cafés serán minas de información.
A Pimenta no le entusiasmó esta idea, pues prefería mantener su investigación en el terreno confidencial, pero, ante el evidente entusiasmo del detective, no supo negarse. Giacomo Peruggio los acompañó hasta la salida.
– Señor Holmes, hágame el favor de decir a doña María Luisa que no me guarde rencor.
– Quede tranquilo, señor Giacomo. No quise asustarle. La baronesa sabe muy bien que usted no tiene la culpa.
Peruggio, agradecido, le abrió teatralmente los brazos, y Holmes aprovechó tan buena oportunidad para dejar el coco vacío en manos del dueño de A Viola d’Ouro.
El Café de Amorim estaba en el callejón de las Cancelas, y hacía esquina con la calle del Rosario. Era famoso por sus refrescos y comidas frías, además, claro, de por su café. También servía excelentes vinos y licores. El propietario, señor Amorim, era un cuarentón gordísimo, con bigotes de punta enhiesta. Llevaba pantalón negro, camisa, chaleco y delantal ceñido a la cintura, como los garçons de los grabados franceses. El delantal era tan grande que Paula Nei solía bromear: «El Amorim este parece más que otra cosa la mortaja de todas las comilonas que le hinchan la barriga».
Amorim se reía de todo esto y seguía pasando a duras penas entre las mesas para servir personalmente a sus clientes favoritos.
A veces hacía preguntas indiscretas. En aquel momento estaba con un grupo de cafetaleros que bebían pausadamente licor de jenipapo y hablaban de los precios de la última cosecha. Uno de ellos, el coronel Mendes Freire, era el benjamín de una familia de siete hijos; curiosamente, a pesar de ser blancos sus padres, y todos sus hermanos muy rubios, Mendes Freire era moreno oscuro, negro casi, y tenía el pelo crespo. Amorim no pudo resistir la tentación:
– Oiga, coronel, hace mucho tiempo que tenía ganas de preguntarle cómo es posible que sus padres y sus hermanos sean blancos y rubios, y usted, en cambio, tan oscurito.
Mendes Freire apuró su licor y respondió dirigiéndose también a sus amigos:
– Es una historia casi sobrenatural. Mi madre estaba embarazada de dos meses, y fue a pasar unos días a una hacienda que tenía mi abuelo. Bueno, pues, un día, cuando paseaba por los alrededores, un esclavo negro salió enloquecido de la plantación gritando y tratando de alcanzarla. Mi madre volvió corriendo a la hacienda, y el esclavo detrás. Gracias a Dios consiguió llegar a casa, y los hombres de mi abuelo detuvieron al negro loco. Yo nací de este color, y con estos pelos, por el susto que se llevó mi madre.
Los amigos de Mendes Freire movieron la cabeza, conmovidos. Amorim sentenció respetuosamente:
– Discúlpeme usted, coronel, pero yo tengo la impresión de que el negro ese sí que alcanzó a su señora madre.
Los cafetaleros le echaron un capote soltando una andanada de risotadas y, antes de que Mendes Freire pudiese protestar, Amorim se apartó de allí para ir a recibir a Holmes, Watson y Pimenta y llevarlos a la mesa del marqués de Salles.
En cuanto se fijó en el periódico que Júlio Augusto Pereira, marqués de Salles, estaba leyendo, Pimenta se dio cuenta de que ya no tenía secretos que defender en el caso de las chicas asesinadas, porque la primera página de la Gazeta da Tarde estaba ocupada entera por el titular: «CAZADOR DE OREJAS». El marqués saludó a los tres y tendió el periódico a Sherlock Holmes mientras se quejaba al comisario:
– Ya veo que nos ocultó usted ciertos datos bastante pintorescos cuando nos llevó al depósito de cadáveres. Qué poco se fía de nosotros, comisario -ironizó.
– Pues la verdad es que no sé qué podrá tener de pintoresca esta historia siniestra -respondió Pimenta.
Júlio Augusto sólo se refería al aspecto más escandaloso de la noticia, porque el periódico lo contaba todo, hasta el detalle morboso de las cuerdas de violín que el monstruo dejaba enredadas entre los pelos del pubis de las pobres chicas. Pimenta maldijo para sus adentros al profesor Saraiva. Sólo él y el médico conocían el lugar exacto donde el asesino dejaba las cuerdas. Él no se lo había dicho ni siquiera a su mujer. El comisario se preguntó cuántas botellas de aguardiente habrían hecho falta para soltar la maldita lengua del forense. En la segunda página de la Gazeta había también una caricatura de Sherlock con una enorme pipa. Bajo el dibujo se leían las circunstancias de la llegada del detective inglés al Brasil. Holmes cogió el periódico y lo leyó con avidez, traduciéndoselo sobre la marcha al doctor Watson.
– Ya veo que no me quedan detalles que contarle -observó Pimenta, mohíno.
– Pero a mí sí -dijo Sherlock, al terminar la lectura.
– ¿Y qué quiere decirnos con eso?
– Pues que ayer me vi las caras con el asesino.
El comisario se quedó boquiabierto:
– ¿Dónde?, ¿cómo?
– En la Biblioteca Nacional. Por desgracia sólo pude verle de lejos.