– Por favor, señor Holmes, cuéntenoslo todo -le pidió Júlio Augusto.
Sherlock Holmes relató minuciosamente el episodio de la noche anterior, aunque omitiendo la razón por la que no pudo rematar la persecución. Alegó que, al llegar a la ventana, el monstruo ya había desaparecido por las calles de la ciudad.
– Lo que siento de veras es que esa chica no me esperase. Era verdaderamente bonita, una mestiza muy blanca, con grandes ojos verdes, caderas anchas y senos holgados -suspiró, embebecido, el detective.
Al marqués le hizo gracia el éxtasis del inglés:
– No es usted el primero, ni será, de seguro, el último extranjero, señor Holmes, que se prenda de nuestras mulatas. Al contrario, le puedo asegurar que muchos son los prohombres de su tierra que han renunciado a todo por una mulata -y recitó-: «Morenas de rasgos finos y grandes ojos centelleantes, pero velados por una encantadora expresión de melancolía, pelo negro como ala de cuervo, la gracia cautivadora de la sílfide y el andar sensual de la corza…».
Pimenta, pensando que la conversación derivaba, volvió al tema que le urgía:
– Hay una cosa que el periódico no dice, y es que varias personas que viven cerca de los lugares donde murieron las muchachas han dicho a la policía que habían oído a alguien tocar el violín por las calles.
– Bueno, si el sujeto ese sigue arrancando cuerdas a su violín, la cuestión se solucionará enseguida -intervino Julio Augusto.
– ¡Pues claro! -exclamó de pronto Holmes, golpeando la mesa y despertando a Watson, que dormitaba.
El comisario no pareció entender:
– ¿Cómo dice?
– ¿Pero es que no se da cuenta, hombre?, el violín tiene cuatro cuerdas: G, D, A, E -explicó, nombrando las notas con letras, según el sistema en uso entre los ingleses-, de modo que, salta a la vista, si ya ha arrancado dos cuerdas, todavía le quedan otras dos.
– O sea, que el asesino tiene intención, sin ninguna razón, de matar a otras dos chicas, ¿no es eso?
– Y tanto que es eso, comisario, y «sin ninguna razón», exacto, porque ese hombre ha perdido la razón. Es posible que en algún rincón enfermo de su mente consiga encontrar pretextos para su furia sanguinaria. Bueno, espero que nosotros dos, trabajando juntos, consigamos impedirlo -respondió Holmes.
– Eso es lo que esperamos todos -remató el marqués de Salles.
Sherlock se volvió hacia Watson y le tradujo al inglés lo que se había dicho. El médico se quedó impresionado:
– ¡Pero qué horror! ¿Y ese hombre mata a las mujeres así, sin motivo?
– Justo, Watson. En toda mi carrera jamás vi nada semejante. Privar brutalmente de la vida a esas jóvenes, y siempre de la misma forma brutal, y sin ningún objeto. El hombre ese es un demente y le gusta matar en serie, es lo que yo llamaría un serial killer. Sí, exactamente, serial killer-definió Holmes, contento de haber acuñado una expresión nueva.
Después de repetir varias veces su neologismo, Holmes se volvió a Júlio Augusto y le preguntó:
– How would you say serial killer in Portuguese?
– ¿Asesino serial? -arriesgó el marqués, aunque la traducción era, a todas luces, pésima.
– Bueno, se traduzca como se traduzca, lo importante es detenerle -remató Mello Pimenta.
Holmes encendió su pipa. Una idea comenzaba a germinar en su cabeza:
– ¿No se les ha ocurrido pensar que nuestro asesino es la misma persona que robó el violín a la baronesa?
Pimenta se maldijo por no haberlo pensado primero. Tenía sentido. Más aún, en todo aquel demencial asunto, esto era lo único que tenía sentido. Aquel insensato que mataba a las muchachas era el mismo que había robado el violín. Pimenta no sabía hasta qué punto podría ser útil esta conclusión, pero, de cualquier forma, saltaba a la vista que el inglés tenía razón. Ambas cosas habían comenzado al mismo tiempo. Lo único que no se entendía era por qué el loco dejaba las cuerdas entre el pelo del pubis de sus víctimas. «¿Cómo que por qué?», se dijo de pronto, «¡pues porque está loco!, ¡por eso!». Mil ideas cruzaban su cerebro. ¿Se trataría acaso de un músico profesional? ¡Con la de sociedades musicales que había en la ciudad!, ¿por dónde empezar? Lo más urgente era ver si había algún violinista con antecedentes policiales. Sherlock Holmes interrumpió sus pensamientos:
– Comisario, hay una cosa que sigue preocupándome más que ninguna otra.
– ¿Cuál es?
– ¿Dónde podría volver a ver a esa mulata? -dijo entonces Sherlock, con la mirada triste de los enamorados.
11
Su gato siamés, que acostumbra a perderse por los tejados, duerme hoy apaciblemente en el cestito de mimbre que está junto a la puerta. Pero él no se fija en el gato. El, echado en su estrecha cama, pierde la noción del tiempo. Lleva así más de dos horas, en decúbito dorsal, mirando fijamente al techo. Es un ejercicio espiritual al que se entrega cuando el odio que lleva en el alma comienza a atenuarse. Se echa, completamente desnudo, y, con los ojos cerrados, se imagina el odio cobrando fuerza de nuevo en su organismo. Sensación que no tarda en invadirle, a partir de los dedos de los pies, subiéndole piernas arriba. Y su mente va fijando ese odio en cada arruga, en cada cavidad, en cada poro de su cuerpo. El odio le penetra en los músculos, y sigue subiendo, hasta llegarle al sexo. El no acaba de entender por qué ese odio le endurece los órganos genitales. Y, junto con el odio, le invade el calor. Odio y calor, creciendo al tiempo. El capta la división que se va concretando en su cuerpo: cuando el odio le llega al plexo solar, siente que la mitad de su cuerpo comienza a arderle mientras la parte superior sigue gélida como carne muerta. Son dos hemisferios distintos de un mismo nido. Y en ese momento él sabe que lo que tiene que hacer es concentrarse más todavía, repitiendo mentalmente, como un mantra sagrado: odio, odio, odio. Y enseguida siente que el odio sigue adelante, prosigue su camino hacia su destino, envolviéndole la cabeza hasta la mismísima punta de los pelos. Se horripila entero, se sume en escalofríos. Las sábanas de la cama se empapan en sudor. Y así termina su ejercicio, que, en esencia, consiste en abastecerle de nuevo del más puro de los odios, aunque no es frecuente que se vea forzado a recurrir a él. Sólo una cosa le frena el odio, y es el miedo: la noche anterior sintió miedo, miedo de que el inglés le alcanzase, le descubriese. Vio en la lejanía aquel gorro ridículo, la capa cuadriculada, y tuvo miedo: miedo a morir, miedo a vivir. Él no quiere que le peguen; sobre todo no quiere que le peguen. Y, sin embargo, hay algo que le fuerza a dejar pistas que conducen, sin duda, al desastre. Las cuales, por otra parte, son de lo más obvio. El policía gordo y obtuso no es de temer, pero el inglés sí: ése leerá con facilidad los mensajes, no dejará de entender el rastro estridente que él va dejando a su paso. Se levanta y se pone a secarse con una toalla de hilo, pero tanto suda que tiene que recurrir a una segunda toalla. Coge su vieja daga de la caja que tiene escondida en el armario y se pasa la hoja fría por la cabeza, aliviándose así la sensación febril que aún le aturde. La mujer y el detective no podrían reconocerle, porque la capa y la oscuridad le protegían, pero, así y todo, se siente frustrado. Tuvo suerte la chica. Sí, mucha suerte. Gradas a eso no pudo él atravesarle el seno suave con la hoja afilada del cuchillo y arrancarle los pulmones. Una mestiza con siete vidas, como los gatos. ¿O nueve, quizás? ¿Cuántas vidas tienen los gatos?, ¿siete o nueve? No se acuerda. Se acerca a su siamés, que duerme en su cesta de mimbre. Le coge por la cabeza con una mano y le abre el vientre de un golpe con el puñal que tiene asido con la otra. Tan rápido es el golpe que el gato muere sin abrir siquiera los ojos. Una vida. Al fin y al cabo, los gatos, como las putas, no tienen más que una vida.
Como había sido homenajeada por varios artistas brasileños, Sarah Bernhardt decidió dar a su vez una sorpresa: asistir, junto con su compañía, a algún espectáculo teatral de Río de Janeiro.