– Encantado, madame -dijo el poeta.
– Su amigo me hizo grandes elogios de usted. Puede ser que algún día le sirva también de musa inspiradora.
– Su sugerencia llega demasiado tarde, madame, ya tuve yo la osadía de componerle un soneto. Se titula «Fedora», y quiero publicarlo en la revista A Semana -respondió Bilac.
La actriz, encantada, pidió a Olavo que se lo recitase, y éste, sin hacerse de rogar, dijo las estrofas en primoroso francés; terminaba así:
Tu sais tous les secrets des abimes du caeur,
Oh, toi, qui sais mèler, pour montrer ta douleur,
les cris d’une lionne aux sanglots d’une femme!
Todos los invitados aplaudieron entusiasmados, y Sarah, emocionada, besó en la cabeza al joven bardo. Bilac no cabía en sí de contento. El marqués de Salles, que siempre guardaba alguna sorpresa para estas ocasiones, se ofreció a declamar algo.
– ¿Pero algo de quién? -le preguntó Artur Azevedo, que no dejaba a su «Divina» ni a sol ni a sombra.
– Tú no lo conoces. Es un autor todavía anónimo, nacido en el Uruguay, pero compatriota de madame, porque era hijo del cónsul francés. Se llamaba Isidore Ducasse. Estudiamos juntos en la Ecole polytechnique, en París, a fines de los años sesenta. Escribió un poema largo con el pseudónimo de Conde de Lautréamont.
– Pues ni idea. El único Lautréamont que conozco es un personaje del folletín de Eugéne Sue -dijo Miguel, cuya memoria era un verdadero archivo literario.
Salles prosiguió:
– La obra acabó publicándose, aunque, por desgracia, el editor no llego a distribuirla por las librerías, tenía miedo a que le llevasen a los tribunales -dijo el marqués, a quien gustaba mucho crear tensiones insólitas.
Para entonces ya era palpable la curiosidad de los presentes. Todos querían saber más detalles sobre tan enigmático escritor. Solera de Lara. como librero que era, mostraba más interés que los otros:
– ¿Y cómo se titula el libro?
– Los Cantos de Maldoror. Por suerte, tengo un volumen dedicado por el autor, que me lo dio personalmente. Cosa rara, amigo Miguel, muy rara… -le tentó el marqués.
– No aguanto más tanto misterio. Deme el placer de recitarnos de una vez algún pasaje de ese poema maldito -pidió Sarah Bernhardt.
– Pensándolo mejor, madame, no sé, la verdad, si debo. Los versos de mi amigo podrían escandalizar los oídos sensibles de las señoras.
Las mujeres protestaron con vehemencia. Chiquinha Gonzaga se erigió en portavoz de todas ellas:
– Venga, marqués, que estamos en el siglo XIX. El escritor ese amigo suyo no va a descubrirnos nada, se puede figurar -dijo desdeñosa.
– Muy bien, ya que insisten tanto, ahí va un fragmento de lo que Maldoror aconseja en el primer canto -dijo el marqués de Salles, yendo al centro de la sala y comenzando a recitar con su aterciopelada voz de barítono:
Déjense crecer las uñas durante quince días.
¡Oh, cuán dulce es arrancar brutalmente de su lecho a una criatura sin asomo aún de bozo en el labio y con los ojos muy abiertos, fingir pasarle, suave, la mano sobre el rostro, echando hacia atrás sus largos cabellos!
Y luego, súbito, cuando menos lo espera, clavarle las uñas en el tierno pecho.
Cuidado, empero, de que aún no muera, pues, si muriese, no veríamos luego en él signos de sufrimiento.
Y después es preciso beberle la sangre lamiéndole bien las heridas, y, en ese tiempo, que debiera durar cuanto dura la eternidad, la criatura llora.
Nada tan sabroso como su sangre, extraída así, caliente todavía, excepto sus lágrimas, amargas como la sal…
– Me parece -interrumpió Miguel Solera de Lara- que ya hemos oído bastante.
Una sensación de desasosiego cundía por la sala. Las jóvenes invitadas del vizconde se daban aire con sus abanicos iluminados.
– Ahora comprendo que el editor no se atreviese a distribuir esa porquería -dijo, irritado, el vizconde de Ibituacu.
– Pues yo bien que se lo advertí -dijo el marqués de Salles, sin que se borrase de sus labios la sonrisa de satisfacción por haber conseguido suscitar en torno a sí un ambiente tan tenso.
Sarah Bernhardt, sirviéndose otro vaso de champán, defendió al poeta:
– Pues la verdad es que a mí me ha parecido excelente. Mucho me gustaría que me prestase usted el libro, marqués.
– Con mucho gusto, madame. Me satisface que mi amigo Isidore haya encontrado tan importante defensora.
Sherlock Holmes rompió el encanto, preguntando cándidamente:
– ¿Importa que fume en pipa?
– Mi querido mister Holmes, después de lo que nos acaba de recitar el marqués, puede usted fumar hasta opio sin chocar a nadie -le dijo Paula Nei.
Los invitados se relajaron, riendo mucho la observación del bohemio, y aliviando también, de paso, al vizconde.
Como solía ocurrir en aquellas reuniones, la fiesta, a partir de cierto momento, se dividió en dos grupos: los hombres por un lado y las mujeres por el otro. Excepción hecha de Chiquinha Gonzaga, la baronesa de Avaré y Sarah Bernhardt, que prefirieron unirse a los señores, y Maurice Bernhardt y el marqués de Salles, que, como era de esperar, optaron por la compañía de las damas. Maurice, como el marqués de Salles, era un mujeriego incorregible, y ya había tenido complicaciones por causa de su excesivo temperamento. Estaba en el vestíbulo del hotel, galanteando a las muchachas que pasaban, cuando un chico que acompañaba a una de ellas se irritó y le dio un par de violentos empellones. Tuvo que intervenir el gerente para que el incidente no trajese consecuencias. En la fiesta del vizconde, junto al marqués, Maurice, olvidado ya aquel tropiezo, conversaba con las invitadas jóvenes, que le hacían mil preguntas sobre París, y también sobre su madre:
– ¿Es verdad que su madre tiene un león en casa?
– ¿Es Pigalle de veras como dicen?
Maurice respondía, unas veces mintiendo, otras diciendo la verdad, pero siempre con la complicidad activa del marqués.
En la gran biblioteca, entre puros habanos y coñacs franceses, Sherlock Holmes, después de narrar su semiencuentro con el «asesino serial», como traducía el marqués su neologismo, satisfacía también la curiosidad de los invitados. Aluísio Azevedo quiso confirmar el rumor que ya cundía por la ciudad:
– Dígame, ¿es cierto que el ladrón del violín y el asesino loco son la misma persona?
– Yo pienso que sí. Si tenemos en cuenta las cuerdas del violín que se han encontrado, sería mucha coincidencia que ambas cosas ocurriesen al mismo tiempo, cada una por su lado; yo, la verdad, no creo mucho en las coincidencias -sentenció el detective, exhalando una fuerte bocanada de tabaco.
– ¿Y por qué deja ese hombre las cuerdas junto a sus víctimas y les arranca las orejas? -preguntó, intrigado, Olavo Bilac.
Chiquinha Gonzaga, encendiendo un discreto cigarrillo, se adelantó:
– Pero si es elemental, querido Olavo. Ese hombre deja pistas a propósito, a modo de reto. Es probable que tenga el deseo inconsciente de que le cojan.
Holmes se asombró del sagaz raciocinio de la compositora.
También él había llegado hacía tiempo a la misma conclusión:
– Enhorabuena, miss Gonzaga. Yo pienso exactamente como usted.
– ¿Pero por qué tenía que robar mi violín?.-preguntó la baronesa Maria Luisa, que seguía atentamente la conversación.
– Eso todavía no lo sé. Puede haber distintos motivos. Primero, por ejemplo, por tratarse de un Stradivarius, pues es evidente que el asesino lo que quiere es llamar la atención. O también podría ser que fuese el primer violín que vio a mano.
– ¿Y las orejas?, ¿qué me dice usted de las orejas?, ¿por qué persiste en tan siniestra colección? -preguntó Azevedo.
– Por afán de lucro, desde luego, no; ninguna de las víctimas llevaba pendientes -bromeó Alberto Fazelli, tan inoportuno como siempre.